En las últimas décadas, el mundo ha sido testigo de un notable auge en la innovación y competencia relacionada con las tecnologías verdes. Países como China, Alemania, Japón, Estados Unidos y la Unión Europea han invertido grandes recursos para liderar la transición energética y tecnológica hacia un modelo más sostenible. Sin embargo, a pesar de esta carrera verde, la realidad es que los graves problemas ambientales globales persisten, e incluso se agravan en ciertos aspectos. Esto invita a cuestionar si la competencia intensa por dominar este mercado tecnológico puede realmente salvar al planeta o si, por el contrario, corre el riesgo de fortalecer un crecimiento económico que no necesariamente acompañe un avance real hacia la sostenibilidad. La creciente presión sobre los ecosistemas terrestres y marinos es alarmante.
Desde 1970, se ha alterado el 75% de los entornos terrestres y el 66% de los ambientes marinos debido a actividades humanas como la deforestación, la contaminación, la pérdida de biodiversidad y el cambio climático. Esto ha provocado una disminución dramática, del orden del 73%, en el tamaño promedio de las poblaciones de vida silvestre. La degradación de servicios ecosistémicos esenciales, como la estabilidad climática, la polinización y la calidad del agua, evidencia que los sistemas naturales están llegando a límites críticos. Frente a esta crisis, las economías tienen la opción de valorar adecuadamente la naturaleza, incentivando su conservación a través de precios justos por su uso y explotación. Este reconocimiento podría estimular innovaciones que minimicen el impacto ambiental, como las tecnologías agrícolas que demandan menos agua y tierra.
En cambio, cuando la naturaleza es subvalorada, las industrias y gobiernos tienden a continuar prácticas dañinas, exacerbando los costos futuros para la humanidad y el planeta. En este contexto, algunas naciones han optado por ignorar la degradación ambiental jugando a mantener bajos los costos de recursos y contaminación. Otros han puesto en marcha una frenética competencia por dominar los mercados y tecnologías verdes, en una suerte de carrera para posicionarse líderes en sectores como energía renovable, vehículos eléctricos y créditos de carbono. Este nuevo paradigma económico puede generar prosperidad y crear empleos, pero también plantea riesgos significativos. Uno de los principales obstáculos para una verdadera transición ecológica radica en que los servicios más valiosos que ofrece la naturaleza, como una atmósfera estable o la protección contra desastres naturales, no tienen precio en los mercados ni suelen formar parte de las decisiones políticas o empresariales.
Peor aún, muchos gobiernos otorgan subsidios y otros incentivos económicos que dañan el medio ambiente, financiando actividades que fomentan el uso masivo de combustibles fósiles, el agotamiento de fuentes hídricas o la deforestación indiscriminada. Estas ayudas públicas, que rondan los 1.8 billones de dólares anuales a nivel global, distorsionan el mercado y frenan las inversiones necesarias para la conservación y restauración ecológica. El financiamiento global para proteger la biodiversidad y los hábitats naturales todavía está muy por debajo de las necesidades reales. Mientras que el gasto anual alcanza entre 124 a 143 mil millones de dólares, se estima que la brecha financiera supera los 500 mil millones, lo que compromete gravemente las capacidades de los países para manejar sus recursos de manera sostenible.
De manera similar, las empresas, a pesar de depender en gran medida de servicios ecosistémicos, invierten cantidades muy limitadas para hacer sostenibles sus cadenas de valor, lo que indica una desconexión entre el reconocimiento del problema y el compromiso real para mitigarlo. La carrera por la tecnología verde ha generado importantes avances, pero también revela desigualdades y tensiones crecientes. Mientras Estados Unidos posee el 60% de las acciones verdes a nivel global, solo representan el 8% de su mercado total, mostrando que la economía norteamericana aún es relativamente menos verde que el promedio mundial. Por otro lado, países como Alemania, Taiwán, Canadá y Francia presentan una mayor proporción de productos y servicios verdes en sus economías, posicionándose con ventajas competitivas en esta carrera. Esta competencia se alimenta de la desaceleración del crecimiento de la productividad mundial, con los sectores verdes emergentes ofreciendo nuevas oportunidades tanto para retornos financieros como para aumentos de eficiencia.
La mitigación de riesgos ambientales también se vuelve una prioridad, pues los desastres climáticos impactan negativamente en la productividad laboral y económica. Por lo tanto, numerosos gobiernos invierten en estrategias para reducir estos riesgos, no solo por motivos ecológicos, sino también para proteger sus economías nacionales. Sin embargo, el auge del “mercantilismo verde” representa un desafío para la cooperación internacional y el progreso real hacia la sostenibilidad. Países que adoptan políticas industriales verdes proteccionistas, mediante subsidios selectivos, exenciones fiscales y requisitos de compra que favorecen industrias domésticas, están creando tensiones comerciales y riesgos de fragmentación en el mercado global de tecnologías limpias. La aprobación de leyes como la Inflation Reduction Act en Estados Unidos ha sido seguida por prácticas similares en la Unión Europea, China e India, evidenciando la tendencia hacia acciones unilaterales que pueden obstaculizar el intercambio y la difusión de innovaciones.
Este proteccionismo verde genera dilemas. Por un lado, los incentivos pueden acelerar el desarrollo de tecnologías en países punteros, generar empleos verdes y reducir emisiones locales. Pero, por otro, pueden limitar la colaboración internacional clave para afrontar problemas globales como el cambio climático y la pérdida de biodiversidad, cuya solución requiere esfuerzos coordinados transcendentales. Además, la competencia desenfrenada corre el riesgo de centrarse únicamente en incrementar la producción y prosperidad económica, sin garantizar que estos crecimientos sean sostenibles y respetuosos con los límites del planeta. La clave para que la carrera tecnológica verde resulte verdaderamente beneficiosa para el planeta radica en equilibrar la innovación y la competencia con la cooperación global y una gestión ambiental más responsable.
Los países deben trabajar juntos para eliminar subsidios ambientales perjudiciales, establecer precios justos por el uso de recursos naturales y fomentar inversiones que integren la conservación y restauración ecológica como parte fundamental del desarrollo económico. Asimismo, es imperativo que las decisiones de política pública y las estrategias empresariales reconozcan la naturaleza no solo como un suministro de recursos, sino como un capital fundamental para la vida y el bienestar humano. El desafío está en incorporar estos valores en los sistemas económicos, superando la visión fragmentada que ha predominado hasta ahora. En conclusión, aunque la competencia por la tecnología verde tiene un impacto positivo en la prosperidad y puede acelerar la transición hacia energías más limpias, no es suficiente, por sí sola, para salvar el planeta. Sin un cambio estructural que valore y proteja la naturaleza a nivel global y que promueva la cooperación por encima del interés individual, la carrera verde podría resultar una ilusión que deje intactas o incluso agrave las crisis ambientales que enfrentamos.
Por ello, es fundamental que gobiernos, empresas y sociedad civil unan esfuerzos para construir un modelo de desarrollo que priorice tanto la innovación como la sustentabilidad ambiental. Solo así la tecnología verde podrá convertirse en una verdadera herramienta para preservar el planeta para las generaciones futuras.