En los últimos años, Europa ha sido escenario de un debate cada vez más intenso sobre la relación entre ciudadanía y criminalidad, especialmente en lo que respecta a la posibilidad de revocar la nacionalidad a quienes hayan cometido ciertos delitos graves. Este fenómeno, que hasta hace poco era marginal y controvertido, ha cobrado fuerza a medida que partidos de derecha y ultraderecha han ganado terreno político en numerosos países del continente. La idea de que la ciudadanía puede ser retirada en caso de crímenes amenaza con redefinir el concepto tradicional de nacionalidad y plantea interrogantes fundamentales sobre los derechos humanos, la igualdad y la cohesión social. Muchos expertos sitúan el origen de esta tendencia en la década de 2000, cuando gobiernos como el del Reino Unido bajo Tony Blair comenzaron a tratar la ciudadanía más como un privilegio que como un derecho inalienable. La ciudadanía empezó a concebirse como algo que debía ganarse y, por tanto, podía perderse si el individuo cometía actos considerados graves o contrarios al interés del Estado.
Esta visión abrió la puerta a nuevas propuestas, que se han expandido en países como Suecia, Finlandia, Alemania, Islandia, Países Bajos, Dinamarca y otros, particularmente enfocadas en ciudadanos con doble nacionalidad. En Suecia, por ejemplo, el gobierno de derecha, con apoyo de formaciones de ultraderecha, propuso reformas para que los ciudadanos con doble nacionalidad que cometan delitos de naturaleza grave contra el Estado, como el espionaje o la traición, puedan ser despojados de su pasaporte sueco. Esta decisión no solo causó revuelo a nivel local, sino que también estimuló un debate más amplio en el continente sobre el significado de la ciudadanía y su vínculo con el comportamiento delictivo. Un caso emblemático fue la aparición de la idea en Alemania, tras las elecciones de febrero en las que la coalición CDU/CSU ganó protagonismo. Friedrich Merz, líder de esta formación, señaló que los nacionales con doble ciudadanía que cometieran delitos graves deberían poder perder la ciudadanía alemana.
Esta propuesta fue recibida con críticas severas. Los detractores alertaron sobre la creación de una clase de “alemanes en probation”, donde una sola falta podría significar la pérdida definitiva de la identidad nacional. Críticas como las de la periodista y comentarista política Gilda Sahebi apuntan a que esta línea argumentativa refleja una normalización del racismo estructural y la xenofobia velada, particularmente cuando afecta a comunidades que, aunque nacidas en el país o con generaciones viviendo allí, nunca logran ser plenamente aceptadas como parte del entramado nacional. La expansión de esta práctica de revocar la ciudadanía ligada a delitos no es casual. El auge de partidos nacionalistas y antiinmigración ha cambiado el panorama político europeo, transformando el discurso sobre la seguridad y la identidad nacional.
En pleno declive de la promesa de prosperidad y estabilidad asociada a la era dorada de la democracia, los gobiernos de derecha han encontrado en la seguridad física y legal un terreno para reforzar su legitimidad. Esta tendencia se inscribe en un contexto donde la migración y la inmigración se asocian erróneamente con la delincuencia en el discurso público, ayudando a justificar medidas restrictivas y punitivas bajo la apariencia de defensa del Estado. Una dimensión importante de este tema es la consideración internacional sobre el riesgo de apatridia. Las leyes internacionales prohíben que una persona quede sin ciudadanía, es decir, sin un Estado que reconozca su nacionalidad. Por ello, la mayoría de los países europeos que contemplan la pérdida de la ciudadanía por actividades criminales lo hacen únicamente para ciudadanos con doble nacionalidad.
Sin embargo, esta diferencia abre un escenario problemático en el que existen ciudadanos de primera y segunda clase, dependiendo de si tienen una o dos nacionalidades. Este doble estándar genera tensiones y cuestionamientos sobre la igualdad ante la ley y la justicia. Tanya Mehra, investigadora experta en terrorismo y derechos humanos, ha estudiado casos en que personas condenadas por terrorismo han perdido su ciudadanía, quedando atrapadas en una especie de limbo legal: rechazadas por el país que les retiró la nacionalidad y no aceptadas plenamente por el otro Estado que supuestamente debería acogerlos. Esto conlleva consecuencias dramáticas, pues estos individuos terminan como ilegales en los países en que residen, perdiendo su derecho a trabajar y vivir dignamente, lo que puede profundizar aún más su marginación y vulnerabilidad. Este fenómeno tiene además implicaciones prácticas que pueden ser contraproducentes para la seguridad misma que los Estados buscan proteger.
Al empujar a estas personas hacia la clandestinidad, se dificulta el monitoreo y control estatal, con la posibilidad real de que grupos delictivos o terroristas las exploten o aíslen. Por lo tanto, las políticas que revocan la ciudadanía por delitos graves pueden, en última instancia, socavar la efectividad de las políticas de seguridad nacional. En Dinamarca, por ejemplo, estas leyes se han ampliado en los últimos años para incluir delitos relacionados con pandillas y criminalidad común, además del terrorismo y la traición. Un análisis realizado por expertos académicos no ha encontrado evidencia clara de que estas medidas hayan servido para reducir la delincuencia en cualquiera de sus formas. Sin embargo, sí han contribuido a fortalecer el marco legal para discursos y prácticas xenófobas, consolidando una percepción pública que asocia falsamente la inmigración con la violencia y la criminalidad.
Las consecuencias sociales de estas políticas son profundas. La sensación de inseguridad y falta de arraigo se dispara entre las comunidades migrantes y sus descendientes, muchas de las cuales ya sufrían históricamente exclusión y discriminación. La posibilidad constante de ser despojados de una nacionalidad que, en muchos casos, es la única identidad oficial que poseen, crea un clima de incertidumbre, miedo y exclusión. Esto puede afectar negativamente su integración social y su participación en la vida democrática. Además, estos debates tienen un impacto simbólico en la definición misma de la ciudadanía en Europa.
Tradicionalmente, la ciudadanía europea se ha basado en principios de igualdad, inclusión y derechos universales, garantizando que todos los ciudadanos tengan un estatus protegido y condiciones para ejercer sus derechos sin discriminación. La aparición de la idea de una ciudadanía condicional y revocable cuestiona esos principios y genera un riesgo real de fragmentación social. Por otra parte, es importante subrayar que la evidencia estadística y sociológica no respalda la alarma de que la inmigración esté vinculada de forma significativa a mayor criminalidad. Numerosos estudios han mostrado que no existe un nexo sistemático entre los niveles de migración y las tasas de delitos en los países europeos. Por el contrario, estas políticas pueden alimentarse más de percepciones y prejuicios que de datos objetivos.
El desafío para las democracias europeas es, por tanto, encontrar un equilibrio entre garantizar la seguridad y respetar los derechos fundamentales de sus ciudadanos. La amenaza de perder la ciudadanía por parte de un sector de la población puede erosionar la confianza en las instituciones y minar los valores democráticos de pluralidad y respeto por las minorías. La evolución de esta polémica también pone en evidencia la influencia de la agenda de la ultraderecha en las políticas nacionales. Frente a la pérdida de promesas económicas y la inseguridad social, los discursos nacionalistas recurren a la idea de exclusión para reforzar una identidad nacional que se presenta como amenazada. En este contexto, hacer de la ciudadanía un privilegio que se puede retirar por malas conductas aparece como un instrumento político para controlar y disciplinar a determinados grupos sociales.
En conclusión, la idea de revocar la ciudadanía por delitos es una tendencia que ha ido ganando terreno en Europa, impulsada por cambios políticos y sociales que reflejan tensiones profundas en relación con la identidad, la seguridad y la justicia. Aunque busca responder a preocupaciones legítimas sobre el crimen y la seguridad, corre el riesgo de generar desigualdad, exclusión y daños a los derechos humanos. Es un debate que continúa abierto y que exigirá un análisis cuidado, basado en principios de igualdad y respeto, para evitar que las políticas de ciudadanía se conviertan en una herramienta de discriminación y división social.