El fiasco educativo de Wall Street: un análisis del negocio de las universidades privadas En las primeras décadas del siglo XXI, el negocio de la educación superior en Estados Unidos experimentó un crecimiento explosivo, especialmente en el sector de las universidades con fines de lucro. Este fenómeno, impulsado en gran medida por la inversión de importantes firmas de capital privado, transformó la forma en que los estudiantes accedían a la educación. Sin embargo, detrás de este auge se escondían prácticas cuestionables que dejaron a la gran mayoría de los estudiantes con deudas abrumadoras y sin perspectivas laborales. En la década de 1990, la Universidad de Phoenix, a través de su empresa matriz, Apollo Group, se convirtió en una de las primeras instituciones con fines de lucro en hacer su debut en el mercado de valores. Este movimiento atrajo la atención de otros actores importantes y pronto surgieron varias universidades con fines de lucro: entre ellas, Corinthian Colleges, ITT Tech y Kaplan.
A medida que estas instituciones crecían, el interés de las firmas de capital privado no tardó en aparecer. Para 2003, había solo 18 universidades con fines de lucro bajo la propiedad de firmas de capital privado, pero en menos de una década esa cifra había aumentado a 61. Las inscripciones en estas instituciones también se dispararon, pasando de poco más de 425,000 en el año 2000 a 1.7 millones en 2012. Mientras tanto, las universidades públicas mostraban un crecimiento mucho más modesto del 31%.
Esta evolución del sector educativo podría entenderse como un enfrentamiento entre Wall Street y las comunidades locales. Durante los años 80, la mayoría de los programas de educación privada eran pequeñas empresas familiares que ofrecían cursos cortos. Sin embargo, a principios del nuevo milenio, los estudiantes comenzaban a matricularse en universidades gestionadas como verdaderas empresas, las cuales tenían como objetivo primordial el lucro. El dinero que fluía a través de este sistema era asombroso. Entre 2000 y 2012, el sector de las universidades con fines de lucro obtuvo márgenes de beneficio del 55%.
Esto significa que de cada dólar que recibían de los estudiantes, 55 centavos se destinaban a los accionistas. Las ganancias totales alcanzaron un pico de 5 mil millones de dólares en 2011. Este auge fue posible, en gran medida, gracias a la disponibilidad de dinero federal. Las instituciones educativas con fines de lucro se alimentaban de los préstamos y becas ofrecidos por el gobierno, lo que facilitó aún más su crecimiento. Sin embargo, el sistema dejó a dos grupos completamente al margen de la fiesta: el público que sostenía con sus impuestos esta maquinaria y los estudiantes que terminaban endeudados.
Con el tiempo, comenzaron a surgir pruebas de que estas instituciones, a pesar de su éxito financiero, no ofrecían la educación de calidad prometida. En 1970, había solamente 18,333 estudiantes en universidades otorgantes de títulos. Para 2009, esa cifra había aumentado a 1.85 millones, lo que representaba casi el 10% del total de estudiantes universitarios. Las universidades como Ashford, propiedad de Bridgepoint Education, se transformaron en fábricas de ventas.
En una demanda presentada por el fiscal general de California en 2017, se revelaron las prácticas deshonestas de estas instituciones. Los “consejeros de admisión” se dedicaban a hacer cientos de llamadas al día, a menudo engañando a los estudiantes sobre las oportunidades educativas y laborales que supuestamente se les ofrecían. Uno de los testimonios más impactantes provino de un exsupervisor de admisiones que describió un ambiente laboral agresivo y tóxico. Los empleados enfrentaban presiones extremas para alcanzar objetivos de ventas, y aquellos que no lograban cumplir con las expectativas eran objeto de humillaciones públicas. La cultura del miedo permeaba las oficinas, y los buenos resultados eran celebrados con estruendo, a menudo a expensas del bienestar emocional de los empleados.
Lo más alarmante era que muchos de estos “consejeros” engañaban a los estudiantes al presentar préstamos como becas y exagerar las perspectivas laborales al graduarse. Esta falta de ética se tradujo en un alto costo para los estudiantes, quienes, a pesar de graduarse, enfrentaron tasas de desempleo alarmantes, así como deudas que promediaban los 35,000 dólares por egresado. A raíz de las denuncias, la investigación del comité de educación del Senado, liderado por Tom Harkin, arrojó un resultado devastador: las universidades con fines de lucro eran costosas, explotadoras y habían adoptado un enfoque centrado exclusivamente en el beneficio económico. En un momento en que el gobierno federal se negaba a ayudar a los estudiantes embargados por las deudas, se había convertido en un facilitador del enriquecimiento de las instituciones educativas con fines de lucro. Una de las estrategias más controvertidas de estas universidades fue la captación de veteranos de guerra.
Aprovechándose de las leyes que ofrecían beneficios educativos a los exmilitares, algunas instituciones se dirigieron a soldados heridos y vulnerables, que eran inscriptos bajo promesas vacías. Esta práctica resultó en que el 25% de todas las ayudas federales se destinara a escuelas con fines de lucro, a pesar de que solo un 10% de los estudiantes de educación superior se matriculaban en estas instituciones. Los hallazgos de Harkin revelaban que estas universidades gastaban casi un 25% de sus ingresos en marketing y reclutamiento, mientras que la calidad de la enseñanza se relegaba a un segundo plano. La educación se convirtió en un simple producto que podía ser empaquetado y vendido, dejando a los estudiantes a merced de una oferta educativa de baja calidad. Económicamente, los graduados de estas instituciones estaban en una situación aún más difícil que aquellos que no habían asistido a la universidad en absoluto.
Investigaciones posteriores confirmaron que los estudiantes de programas con fines de lucro enfrentaban peores tasas de empleo y salarios más bajos que sus pares en instituciones públicas. El modelo de negocio de estas universidades se convirtió en una crítica abrumadora de cómo el sector educativo en Estados Unidos había permitido que el lucro prevaleciera sobre el aprender. Mientras tanto, la falta de regulación y supervisión llevó a un sistema que trataba a los estudiantes como meras cifras en un balance contable. El fiasco educativo de Wall Street no solo despojó a los estudiantes de sus aspiraciones sino que también dejó a la sociedad con una pesada carga de deudas impagas. La crisis de la deuda estudiantil sigue siendo un tema candente en la política y la economía estadounidense, alimentado por la angustia de aquellos que se vieron atrapados en un sistema diseñado para enriquecer a unos pocos a expensas de muchos.
En conclusión, el escándalo de las universidades con fines de lucro no se limita únicamente a la educación; es una cuestión de justicia social, responsabilidad corporativa y el precio que los ciudadanos deben pagar por un acceso a la educación que promete mucho más de lo que realmente brinda. Los ecos de este fiasco aún resuenan, recordándonos que la búsqueda de lucro no debería ni puede ser el pilar del sistema educativo en una sociedad que aspira a ser equitativa.