En la cultura japonesa, el término kodawari posee un significado profundo y multifacético que desafía las simplificaciones que muchas veces le atribuimos desde una mirada occidental. Traducido comúnmente como “obsesión” o “fijación”, kodawari va mucho más allá; representa un compromiso inquebrantable por la perfección y por mantener un estándar elevado, a menudo en aspectos que otros podrían considerar triviales. Sin embargo, esta misma actitud, cuando no se gestiona adecuadamente, puede derivar en una forma insidiosa de auto-sabotaje que limita la experiencia y el goce genuino de la vida. En esta exploración entenderemos cómo el kodawari puede ser a la vez una fuerza impulsora para la excelencia y una trampa que estrecha nuestras posibilidades. El crecimiento personal y profesional suele asociarse a la capacidad de discernir y a la exigencia propia hacia la calidad y la autenticidad.
Este planteamiento, presente en figuras emblemáticas como Hayao Miyazaki o Steve Jobs, se refleja en su insistencia en no sacrificar ni un ápice de integridad en sus procesos creativos, su meticulosidad en los detalles, y su negativa a aceptar atajos que comprometan la esencia de su obra. En un contexto así, el código kodawari emerge como una virtud heroica, casi necesaria para alcanzar cotas de grandeza y relevancia duradera. La implacable búsqueda de la perfección no solo potencia los resultados sino que también otorga un significado profundo a cada esfuerzo, cada decisión y cada sacrificio realizado en el camino. Sin embargo, no todo kodawari conduce a logros monumentales o a obras maestras reconocidas mundialmente. En la vida cotidiana, la misma exigencia puede volverse una carga, una fuente de frustración y aislamiento.
Cuando esta fijación se instala en aspectos menos trascendentes —como el consumo, las relaciones sociales, o la apreciación artística— puede traer consigo una intolerancia excesiva hacia lo que se percibe como mediocridad o imperfección. Así, el disfrute se limita únicamente a un pequeño círculo de experiencias que cumplen con los estándares propios, mientras que el resto queda excluido o desestimado. Esta dualidad se refleja en cómo muchos amantes de la música con un fuerte kodawari, si bien poseen un oído extraordinariamente refinado y una apreciación profunda por la complejidad y la originalidad, pueden resultar incapaces de deleitarse con gran parte del repertorio popular, que juzgan como comercial o superficial. De igual modo, la exigencia estética puede llevar a ciertas personas a evitar cualquier prenda de vestir o entorno que no cumpla con sus criterios de estilo, incluso a expensas de la comodidad o la practicidad, limitando así su libertad y bienestar diario. El autor Marco Giancotti, en su ensayo sobre este fenómeno, reconoce haberse enfrentado con esas contradicciones en su propio camino.
Tal como él relata, en sus años jóvenes la diversidad cultural y media era fuente inagotable de placer y aprendizaje, pero con el tiempo desarrolló un kodawari que restringió ese abanico, tornándose más selectivo y crítico hasta llegar a perder la capacidad de disfrutar obras que antes le encantaban. Este proceso, lejos de ser exclusivo de él, refleja una experiencia común en la maduración cultural y personal: la diferencia entre un consumo despreocupado y uno consciente, entre la apertura y el filtro implacable. El impacto de esta selectividad también puede afectar la habilidad para aprender y crecer. Por ejemplo, en el aprendizaje de un idioma, una mente excesivamente crítica puede dificultar la absorción de materiales iniciales o “menos perfectos” que son indispensables para el progreso. En este sentido, el kodawari puede actuar como una barrera psicológica que impide avanzar, ya que el alumno espera encontrar joyas literarias o comunicativas antes de haber desarrollado la base necesaria para apreciarlas.
Así, la nobleza de buscar calidad se puede transformar en rigidez inflexible y limitadora. Desde una perspectiva social, la insistencia en la pureza de los gustos y las experiencias puede ocasionar fricciones con el entorno. La tendencia a destacar defectos y señalar inconsistencias sin la empatía o la consideración apropiada puede alejar a amigos, familiares o colegas. Cuando alguien tiene un ojo entrenado para detectar fallos y raramente se permite un momento de disfrute sin crítica, corre el riesgo de privar a sí mismo y a otros de la alegria compartida. Giancotti mismo reconoce haber atravesado por un periodo en el que sus comentarios críticos al cine causaban molestia, no por falta de fundamento, sino precisamente porque interferían con la inocente apreciación de quienes le acompañaban.
Entonces, ¿cómo convivir con este instinto de kodawari que puede ser a la vez una fuerza motriz y una posible forma de auto-sabotaje? La respuesta no es simple ni única. Una clave esencial está en el ámbito y la intensidad con la que aplicamos esta mentalidad. Cuando la obstinación hacia la perfección está alineada con nuestro objetivo vital principal —ya sea crear arte, innovar, investigar o formar—, su valor es incuestionable y justificable. Pero, en áreas secundarias o de entretenimiento, reducir la exigencia, ser flexibles y permitirnos colocarnos en un estado “menos analítico” puede abrir puertas a placer y descubrimiento mayores. El ideal sería poder modular nuestro kodawari como un instrumento, un dial que podamos subir para alcanzar extremos de excelencia en momentos puntuales, y luego bajarlo para disfrutar sin restricciones o prejuicios la riqueza del mundo.
Esta habilidad es difícil de desarrollar porque implica una profunda autoconciencia y control emocional, pero no es imposible. Una práctica recomendable es cultivar espacios conscientes donde apartemos el juicio durante un tiempo determinado —una película que muchos disfrutan pero que no cumple totalmente con nuestros estándares estrictos, una comida sencilla que no sea gourmet, o una charla ligera sin debate técnico. Este ejercicio ayuda a entrenar la capacidad de relajarnos y apreciar aspectos opuestos a nuestro ideal codawari. Además, es fundamental reconocer que el kodawari puede ser selectivo y multidimensional. Podemos tener un kodawari feroz en nuestra obra o profesión, sin que ello implique llevar la misma actitud a cada detalle de la vida americana.
La segmentación nos permite proteger la calidad en lo que consideramos esencial y simultáneamente abrazar la diversidad y la imperfección en otros ámbitos. La experiencia demuestra que quienes logran este equilibrio suelen no solo alcanzar el éxito en sus campos sino mantener una vida satisfactoria y rica en experiencias variadas. Por ejemplo, músicos virtuosos que entienden que la música popular también aporta valor emocional, o chefs que aprecian un plato casero sin reproches, personas con un alto nivel cultural que disfrutan la cultura popular sin menospreciarla. Este tipo de flexibilidad requiere humildad, apertura mental y el reconocimiento de que el disfrute y la excelencia no son opuestos, sino polos que pueden coexistir en armonía. Finalmente, es importante reflexionar sobre la relación entre el kodawari y el bienestar personal.
Aunque la obsesión por la perfección pueda parecer una noble autoexigencia, si se convierte en un obstáculo para disfrutar la vida o para compartir momentos simples con otros, pierde parte de su sentido fundacional. La felicidad y la realización no siempre emergen de la intransigencia y el rigor, sino muchas veces de la aceptación, la curiosidad y la capacidad de maravillarse incluso en la imperfección. Por ello, la pregunta esencial no es si tener o no kodawari, sino cómo cultivar un kodawari que enriquezca nuestra vida sin encorsetarla. Entender las vertientes positivas y negativas de esta filosofía nos invita a cuestionar nuestro propio nivel de exigencia, a ser discernidores no solo en el mundo exterior, sino también en nuestro juicio interno. En última instancia, ser conscientes de nuestro kodawari nos da la posibilidad de convertirlo en un aliado, un motor que impulse nuestros logros sin privarnos del gozo pleno del camino.
En un mundo saturado de opciones y productos culturales, donde la superficialidad a menudo predomina, el kodawari se presenta como un faro que guía hacia la autenticidad y la calidad. Pero como todo faro, debe ser calibrado para iluminar sin cegar, para orientar sin aislar. El equilibrio entre la pasión por la excelencia y la apertura al disfrute es el reto que nos interpela, y el arte de vivir radica quizás en aprender a discernir cuándo ser rígidos y cuándo ser flexibles, cuándo ser críticos y cuándo simplemente dejarse llevar.