En el contexto político y social de las últimas décadas en Estados Unidos, ha surgido un fenómeno inquietante y paradójico que desafía las expectativas de quienes apoyan el progreso social. A pesar de la considerable influencia política, económica y cultural que han alcanzado los sectores progresistas, la estructura social permanece sorprendentemente resistente al cambio verdadero. Persisten brechas económicas y raciales, el acceso a la vivienda asequible continúa disminuyendo y la educación superior se ha convertido en una carga financiera casi insostenible para las personas más desfavorecidas. Este fenómeno es lo que el sociólogo Musa Al-Gharbi denomina la paradoja del capitalista simbólico en su obra "We Have Never Been Woke". La paradoja radica en que muchos individuos identificados como progresistas no están realmente comprometidos con los ideales que profesan.
Más bien, su progresismo funciona como un medio para obtener poder y estatus social, objetivos que, cuando entran en conflicto con los ideales de igualdad y justicia social, siempre prevalecen. Este fenómeno puede entenderse desde la lente crítica que ofrecen dos intelectuales fundamentales: Karl Marx y Friedrich Nietzsche. Marx aporta una mirada centrada en las fuerzas económicas y materiales que moldean los fenómenos sociales. En este enfoque, la lucha política no se reduce solo a un choque de ideas, sino a una competencia entre clases y la estructuración económica. Al-Gharbi identifica a un grupo específico dentro de la estructura económica al que llama capitalistas simbólicos.
Esta clase está compuesta por profesionales cuyo trabajo no es manual, sino que implica la producción y manipulación de datos, la creación de percepciones sociales, el manejo de relaciones y estructuras organizacionales, así como actividades culturales y artísticas. Esto incluye a académicos, periodistas, consultores, abogados, financieros y trabajadores tecnológicos, entre otros. El poder que poseen no proviene de la propiedad directa de los medios de producción, sino de su capacidad para construir y administrar símbolos, discursos e instituciones que estructuran nuestra sociedad. Desde Nietzsche, Al-Gharbi toma la idea de que muchas de nuestras acciones están impulsadas por fuerzas inconscientes, deseos y ambiciones que a menudo contradicen nuestras creencias conscientes. Según el filósofo alemán, la búsqueda de poder y estatus es una fuerza primaria y generalizada que rige las acciones humanas, incluso en contextos donde se promueven ideales de humildad y igualdad.
Esta visión es crucial para entender cómo el discurso progresista puede ser instrumentalizado para fines distintos a los que originalmente se proclaman. La paradoja del capitalista simbólico se manifiesta así: mientras que la mayoría de estos profesionales se definen como liberales blancos con inclinaciones progresistas y valores como la igualdad racial, la inclusión y la tolerancia, en la práctica sus acciones reflejan una prioridad diferente. Cuando sus deseos por la igualdad social chocan con su deseo por el poder y el estatus, estos últimos siempre ganan. La evidencia no está solo en el discurso sino, más importante aún, en el comportamiento tangible. Si observamos sus hábitos cotidianos, es evidente cómo las elecciones prácticas contradicen las posturas éticas declaradas.
Un ejemplo paradigmático está en el uso rutinario por parte de muchos capitalistas simbólicos de servicios basados en la economía de plataformas, como aplicaciones de entrega a domicilio, transporte privado y servicios personales que externalizan su trabajo a comunidades vulnerables, en su mayoría afroamericanas, latinas e inmigrantes indocumentados. Estos trabajadores reciben salarios precarios, carecen de protección social y enfrentan condiciones laborales explotadoras, mientras que los usuarios, muchos de ellos autodefinidos como progresistas, disfrutan de comodidades que dependen de esta desigualdad estructural. Al-Gharbi señala que aunque estos profesionales del sector simbólico no son explotadores activos ni conscientes, su complicidad resulta en un beneficio directo sobre el sufrimiento y la precariedad de otros. La ambivalencia moral que esta situación crea es central en la paradoja. Por un lado, existe un genuino deseo de justicia e igualdad; por otro, se perpetúa, a través de la acción cotidiana, un sistema económico que reproduce las mismas desigualdades que se pretenden combatir.
La resistencia al cambio material se sostiene, entonces, a partir de estas contradicciones internas en la clase progresista. Mientras el discurso promueve la inclusión y la equidad, las acciones concretas reproducen patrones de exclusión y explotación. La narrativa que apunta hacia una "conciencia woke" como herramienta revolucionaria se diluye, expuesta como un recurso para ascender jerárquicamente dentro de estructuras que no fomentan el cambio social sino la competencia por el estatus dentro del sistema capitalista hegemónico. Este fenómeno no es reciente ni exclusivo de la contemporaneidad. Al-Gharbi identifica múltiples "Grandes Awokenings" en la historia estadounidense, momentos caracterizados por emisiones explosivas de retórica revolucionaria y igualitaria provenientes de las clases simbólicas, especialmente en períodos como 1930, 1968, 1989 y 2014.
En cada uno de estos episodios, si bien el lenguaje progresista se fortalece y la cultura política se transforma en su superficie, los beneficios materiales para los grupos marginados son mínimos o inexistentes. Las causas históricas de estos brotes de activismo se relacionan con episodios de sobreproducción de élites, es decir, momentos en los cuales demasiados profesionales con educación superior enfrentan una competencia feroz por recursos y posiciones limitadas. Ante esta situación, el progresismo se convierte en una herramienta para legitimar la lucha interna por el poder y el estatus, más que en un compromiso sincero con la transformación social. Por lo tanto, la paradoja del capitalista simbólico se inscribe en un marco más amplio de competencia social y económica que es inherente al capitalismo. La búsqueda de estatus hace que los actores internos se enfrenten en una competencia aparentemente sin fin, donde la virtud y la moralidad se instrumentalizan para escalar peldaños en una jerarquía que sólo permite escalar a unos pocos en cada nivel.
Esta dinámica perpetúa la desigualdad y limita las posibilidades de cambio estructural real. Desde la perspectiva marxista, la solución a esta contradicción reside en superar el capitalismo mediante la instauración del comunismo, un sistema en el que el trabajo y la producción estén orientados a las necesidades comunitarias y el estatus se distribuya equitativamente. En tal orden social, los ideales de igualdad y justicia no estarían en conflicto con los intereses personales. Sin embargo, esta perspectiva es cuestionada por pensadores como Nietzsche, que consideran que la competencia por el poder es una característica profunda e inevitable de la naturaleza humana, independiente de la estructura económica. Por su parte, Al-Gharbi abre el debate crucial sobre cómo estas tensiones moldean el comportamiento y la vida social contemporánea, proponiendo que el discurso progresista debe ser examinado críticamente para entender no solo sus logros sino también sus limitaciones y contradicciones.
La paradoja del capitalista simbólico urge a considerar la efectividad real de los movimientos sociales y la autenticidad de las intenciones políticas de aquellos que pretenden impulsar el cambio desde sus posiciones privilegiadas. En última instancia, la reflexión que propone es incómoda pero necesaria: la lucha por la igualdad y la justicia social requiere más que un lenguaje virtuoso y señalado. Exige acciones consistentes y una transformación profunda de las estructuras económicas y culturales que sostienen las desigualdades. Solo así puede la sociedad aspirar a resolver el peso insostenible del wokeness y pasar de una política simbólica a una política efectiva y justa.