En el debate contemporáneo sobre el impacto de la globalización en la economía de Estados Unidos, una narrativa que ha calado hondo sostiene que la apertura comercial y la competencia internacional han erosionado la clase media estadounidense. Según este relato, la deslocalización de empleos industriales, la competencia con mercados emergentes y la saturación de productos importados habrían llevado al declive de los salarios y a la desaparición de buenos empleos para la clase trabajadora. Esta visión ha encontrado terreno fértil en discursos políticos, medios de comunicación y análisis sociales, generando inquietud sobre el destino económico de una gran parte de la sociedad estadounidense. Sin embargo, una revisión minuciosa y fundamentada revela que este mito está cargado de distorsiones y omisiones, y que la realidad económica de Estados Unidos es mucho más compleja y esperanzadora de lo que se suele presentar. Para empezar, es necesario considerar el nivel de apertura comercial que realmente tiene la economía estadounidense.
A diferencia de la percepción común que imagina una avalancha incesante de productos chinos y de otros países inundando los mercados locales, las estadísticas oficiales muestran que Estados Unidos es en realidad uno de los países desarrollados menos globalizados en términos de comercio internacional como proporción de su Producto Interno Bruto (PIB). Las importaciones representan un porcentaje moderado respecto al PIB, y la balanza comercial, aunque presenta déficit, no es tan desproporcionada como se piensa. En particular, el déficit comercial con China, que acapara buena parte de las críticas, equivale a un poco más de un punto porcentual del PIB. Esto significa que la supuesta “ola de productos baratos” tiene un impacto limitado cuando se observa la economía en su conjunto. Otro punto clave es la composición de los bienes que Estados Unidos importa.
Es importante destacar que muchos de los productos importados desde China y otros países no son productos terminados para el consumidor final, sino componentes intermedios que forman parte de las cadenas globales de producción. En otras palabras, una gran parte de las importaciones son piezas que luego se ensamblan en fábricas estadounidenses, lo que implica que la actividad manufacturera local está menos amenazada de lo que aparenta el discurso simplista. Estadísticas recientes indican que China representa aproximadamente un 3.5% de los insumos intermedios que requieren las industrias estadounidenses, una cifra baja que equivale a un riesgo limitado para la cadena productiva doméstica. En cuanto al impacto directo en la manufactura estadounidense, es cierto que el sector ha experimentado transformaciones y una reducción relativa en su participación dentro del PIB.
No obstante, esta caída no se puede atribuir exclusivamente al comercio internacional o a la competencia global. Factores tecnológicos, como la automatización y el avance de la robótica, han cambiado radicalmente la naturaleza del trabajo industrial, reduciendo la cantidad de empleos pero aumentando la productividad. Además, esta tendencia no es exclusiva de Estados Unidos; países con políticas proteccionistas y economías orientadas a la industria, como Francia o Japón, también han observado una disminución en la proporción del PIB vinculada a la manufactura. Por tanto, el declive de la manufactura es un fenómeno global asociado a transformaciones estructurales más amplias que al comercio en sí. De manera crucial, el argumento de que la globalización ha “vacío” a la clase media estadounidense no se sostiene cuando se analiza la evolución del ingreso real y el bienestar económico a lo largo de las últimas décadas.
Los datos sobre ingresos medios disponibles muestran que, a pesar de las dificultades de algunos sectores y regiones específicas, el ingreso medio ajustado por inflación en Estados Unidos ha experimentado un crecimiento destacable desde los años setenta. Este aumento implica que la mayoría de los hogares americanos han visto mejoras en su capacidad adquisitiva y en la calidad de vida, incluso en un contexto marcado por cambios económicos profundos. Es imprescindible diferenciar ingresos y salarios, ya que aunque los salarios han tenido un crecimiento más moderado y a veces errático, el ingreso familiar se ha beneficiado del aumento en beneficios corporativos, ingresos por inversiones y transferencias gubernamentales como la prestación de salud pública y programas sociales. Por ello, contabilizar solo los salarios puede ofrecer una imagen sesgada y poco representativa del bienestar real de la población. Los sectores más vulnerables, tradicionalmente ubicados en los percentiles bajos de la distribución salarial, también han experimentado aumentos sustanciales en sus ingresos reales en las últimas décadas.
Para personas con empleos tradicionalmente considerados de baja remuneración, incrementos ajustados por inflación de alrededor de un 40% desde mediados de los años noventa representan ganancias significativas en sus condiciones económicas. Esto revela que la percepción de estancamiento o deterioro no siempre coincide con la evidencia empírica. Respecto a las regiones que han sufrido cierres de fábricas y dificultades económicas, es cierto que han enfrentado retos importantes y que el impacto local del denominado “China Shock” fue intenso para algunos trabajadores. Sin embargo, los estudios más recientes muestran que incluso en estos lugares, la recuperación en términos de ingreso y estabilidad laboral ha sido significativa en los últimos años. Las ciudades y zonas que alguna vez fueron emblemáticas de la crisis industrial de Estados Unidos han visto cómo los salarios se recuperan y cómo la población permanece estable o incluso crece, lo cual contrasta con la narrativa de un abandono total o una devastación económica irreversible.
Otro aspecto que merece atención es el cambio en la estructura del empleo en Estados Unidos. Las décadas pasadas vieron una expansión considerable del sector de servicios, especialmente en trabajos de baja cualificación, que a menudo se presentaban como una alternativa inferior a los puestos industriales perdidos. Sin embargo, la década más reciente trae una luz distinta: la demanda ha cambiado hacia empleos en servicios profesionales de alta cualificación, especialmente en áreas relacionadas con la educación, gestión, salud y tecnología. Esta transición refleja una economía que valoriza cada vez más la formación, el conocimiento y la innovación, abriendo nuevas oportunidades para la movilidad social y laboral. Este fenómeno confirma el acertado consejo de “ir a la universidad”, pues los nuevos empleos que dominan el mercado laboral son aquellos que requieren habilidades cognitivas y técnicas avanzadas.
La recuperación y el crecimiento en estos sectores han contribuido a mejorar los ingresos y las perspectivas de vida de la clase media y trabajadora estadounidense, demostrando que la economía está evolucionando y adaptándose a las nuevas realidades globales. No obstante, reconocer que la clase media no ha sido “vacía” por la globalización no implica negar que existen desafíos. Estados Unidos enfrenta problemas vinculados con infraestructura deteriorada, desigualdades regionales y sociales, y frustración política y cultural entre amplias capas de la población. Muchos ciudadanos sienten que los beneficios del crecimiento económico no se distribuyen equitativamente o que la calidad de vida en sus comunidades ha decaído por falta de inversiones públicas y políticas adecuadas. Sin embargo, estos problemas tienen raíces complejas y múltiples causas, y no pueden atribuirse únicamente al comercio internacional o a la globalización.