En la era digital actual, la inteligencia artificial (IA) está transformando radicalmente la manera en que se crean y consumen contenidos audiovisuales. Una de las tendencias emergentes es el uso de avatares digitales basados en la imagen y voz de personas reales para campañas publicitarias, promoción de productos y contenidos personalizados sin necesidad de una filmación tradicional. Sin embargo, esta nueva modalidad que parece ventajosa, económica y futurista está generando un creciente número de historias con final amargo: creadores y actores que vendieron su imagen a estas plataformas de IA terminaron lamentándolo profundamente. El caso del actor surcoreano Simon Lee es ilustrativo. Lee autorizó que su semejanza digital fuera utilizada en videos promocionales.
Lo que no imaginó fue que aparecería en formatos que promovían productos dudosos, como remedios milagrosos para bajar de peso o tratamientos poco comprobados para el acné. Videos con contenido considerado estafas aparecieron en plataformas populares como TikTok e Instagram, y él se encontró sin la posibilidad de retirar esos videos debido a cláusulas contractuales que le cedían amplios derechos sobre su avatar. Detrás de estos casos subyacen contratos que muchas veces están redactados en términos legales complejos, tan amplios que permiten a las compañías usar la imagen y voz durante largos periodos, en diversos contextos e incluso en idiomas diferentes, sin límite geográfico. Personas como Adam Coy, actor y director neoyorquino, firmaron acuerdos con compañías por sumas relativamente bajas a cambio de licenciar el uso de sus avatares. Con una compensación económica inmediata, estos individuos suelen subestimar las implicaciones a largo plazo y el tipo de contenido donde serán representados.
El mecanismo para generar estos avatares digitales ha sido una revolución en la industria publicitaria. Con solo medio día de grabación frente a una pantalla verde y un teleprompter, la inteligencia artificial puede capturar una amplia gama de expresiones, movimientos y tonos de voz para luego reproducirlos en múltiples contextos con guiones elaborados por clientes. Esta tecnología es atractiva para marcas que buscan rapidez, costos reducidos y flexibilidad inédita en la creación de videos. Sin embargo, actores como Connor Yeates, que firmó un contrato a tres años con Synthesia, plataforma líder en la creación de avatares, descubrieron que su imagen fue usada para promover propaganda política, incluyendo apoyo a figuras controvertidas como Ibrahim Traore, presidente de Burkina Faso tras un golpe de estado. Estas situaciones revelan el vacío regulatorio y la falta de supervisión eficaz sobre el uso de semejanzas digitales, lo que convierte a los creadores en vulnerables a usos no deseados o incluso dañinos.
Las plataformas suelen imponer restricciones leves, prohibiendo usos explícitos como pornografía, alcohol o tabaco, pero dejan abiertos muchos otros escenarios dudosos. Además, la rápida evolución tecnológica supera la capacidad de los sistemas legales para adaptarse y sancionar prácticas abusivas. Los abogados especializados alertan que los contratos con términos perpetuos, irrevocables y mundiales son particularmente problemáticos, ya que privan al individuo de controlar o revertir el uso que se haga de su imagen. Desde un punto de vista ético, cabe cuestionar el precio de convertirse en una «cara digital» en un mundo donde la realidad y la ficción se entremezclan con cada vez mayor intensidad. Los protagonistas pueden ser digitalmente inmortalizados para mensajes que no respaldan, o peor aún, usados para difundir desinformación, estafas o propaganda política polarizadora.
Esto impacta no solo su reputación profesional, sino también su vida personal al perder el control sobre cómo se comunica su identidad. Desde la óptica de la industria, las ventajas son claras: reducción significativa de costos de producción, mayor seguridad ante interrupciones logísticas y la capacidad de llegar a audiencias globales de forma instantánea. Sin embargo, el costo humano y legal aún no se ha tomado suficientemente en cuenta. La falta de transparencia y asesoría adecuada al firmar contratos deja a muchas personas en una posición desventajosa. ¿Qué pueden hacer los creadores para protegerse? La clave reside en entender plenamente las implicaciones de los contratos, exigir cláusulas claras que limiten el uso y la duración de las licencias, y preferir plataformas que implementen filtros estrictos para los contenidos generados.
También es fundamental elevar la conciencia pública y exigir marcos regulatorios que reconozcan los derechos digitales de las personas con respecto a su imagen y voz. En paralelo, los consumidores tienen un rol que desempeñar al cuestionar la autenticidad y procedencia de los contenidos que consumen. La difusión masiva de avatares digitales en publicidad y política sin regulación conduce a la erosión de la confianza pública y puede abrir la puerta a manipulaciones masivas. La historia de quienes vendieron su imagen a plataformas de inteligencia artificial y terminaron arrepintiéndose es una llamada de atención sobre la importancia de avanzar con cautela en la adopción de tecnologías disruptivas. El futuro de la digitalización de la identidad humana requiere un equilibrio entre innovación, ética y protección legal para evitar que el progreso se convierta en una trampa para quienes, en busca de oportunidades, terminan siendo explotados o mal representados.
La transformación digital no debe ocurrir a costa del respeto a los derechos individuales ni de la seguridad personal. Por eso, en este panorama en constante cambio, es vital que tanto creadores como consumidores, legisladores y empresas trabajen juntos para establecer normas claras, transparentes y justas que garanticen el uso responsable y respetuoso de las innovaciones tecnológicas relacionadas con la imagen humana. Solo así será posible aprovechar el potencial de la inteligencia artificial sin sacrificar la dignidad ni la confianza en el entorno digital del mañana.