En la actualidad, la mayoría de las personas vive rodeada de materiales sintéticos que forman parte de su día a día, desde plásticos en envases hasta productos textiles y utensilios para el hogar. Sin embargo, pocos saben cómo comenzó esta avalancha de sustancias artificiales que ahora parecen omnipresentes. La historia se remonta a principios del siglo XX, cuando la industria química desarrolló nuevas formas de materiales con propiedades que desafiaban lo natural. Estos avances prometían una transformación favorable en la calidad de vida, pero también trajeron consigo desafíos invisibles que hoy enfrentamos. El punto de inflexión crucial comenzó en 1934, cuando la empresa DuPont, que había sido un gigante en la fabricación de municiones, enfrentaba una profunda crisis de imagen.
Acusaciones públicas indicaban que la compañía se había beneficiado económicamente tanto de los bandos aliados como enemigos durante la Primera Guerra Mundial, y se la señalaba por conspirar para influir en la política estadounidense de manera cuestionable. En respuesta, DuPont emprendió una campaña para reinventar su imagen y posicionarse como un laboratorio de innovaciones que aportarían beneficios a la sociedad en general. Este giro estratégico dio lugar al desarrollo y la promoción de nuevos materiales sintéticos, siendo el nylon uno de sus primeros grandes éxitos. Presentado al público en la Feria Mundial de Nueva York en 1939, el nylon se destacó por ser una fibra resistente y versátil, ideal para la industria textil. Su introducción permitió la creación de medias y prendas antes impensadas, lo que rápidamente capturó el interés de millones.
Pero la verdadera explosión en la producción y el uso de sintéticos ocurrió con la llegada de la Segunda Guerra Mundial. La escasez de recursos naturales como el caucho y el acero, esenciales para la maquinaria bélica, impulsó a Estados Unidos a invertir fuertemente en el desarrollo de alternativas artificiales que pudieran suplir esas necesidades. Durante el conflicto, materiales como el polietileno, inicialmente diseñados para usos militares específicos —como el recubrimiento de cables de radar—, encontraron tras la guerra aplicaciones masivas en la sociedad civil, transformándose en productos comunes como envases de alimentos, juguetes y utensilios domésticos. Asimismo, ciertos compuestos químicos provenientes de proyectos secretos como el Proyecto Manhattan fueron adaptados para crear productos con propiedades revolucionarias, tales como la resistencia al agua, las manchas y el calor. En particular, las sustancias perfluoroalquiladas y polifluoroalquiladas, conocidas como PFAS o “químicos para siempre”, abrieron un nuevo capítulo en la fabricación de bienes de consumo.
Estos compuestos se integraron en miles de productos, desde protectores de telas hasta utensilios de cocina con recubrimientos antiadherentes como el teflón. Sin embargo, la popularización de estos materiales ocultaba un lado oscuro que no era evidente para el público general. Muchos de estos compuestos no habían sido sometidos a pruebas rigurosas para determinar su seguridad, y algunos estudios internos indicaban efectos negativos para la salud y el medio ambiente. Por ejemplo, trabajadores expuestos a ciertas sustancias sintetizadas por DuPont presentaban problemas respiratorios y otros síntomas nocivos. Además, experimentos en animales revelaron toxicidades graves, pero esta información rara vez trascendió o generó regulaciones efectivas.
En las décadas siguientes, la evidencia científica comenzó a acumularse, mostrando que productos aparentemente inofensivos podían alterar funciones biológicas clave incluso en dosis mínimas. Estas alteraciones incluían cambios en el desarrollo fetal, disrupción hormonal, y un aumento en el riesgo de enfermedades crónicas, entre ellas varios tipos de cáncer y trastornos neurológicos. A pesar de ello, la industria química ejerció una influencia decisiva para evitar controles estrictos, promoviendo investigaciones que minimizaban los riesgos y desacreditaban a los críticos. La legislación jugó un papel ambiguo en este proceso. En 1958, una ley estadounidense estableció la necesidad de evaluar la seguridad de los químicos añadidos a los alimentos, sin embargo, miles de sustancias ya en uso fueron eximidas y consideradas seguras por defecto.
Esta práctica de “grandfathering” permitió que compuestos potencialmente peligrosos continuaran en el mercado sin restricciones adecuadas durante décadas. Laterales avances regulatorios, como la creación de la Agencia de Protección Ambiental (EPA) en 1970 y la Ley de Control de Sustancias Tóxicas en 1976, fueron debilitados por presiones industriales y limitaciones legales, dejando muchas lagunas para la supervisión efectiva. Uno de los testimonios más resonantes respecto a los daños de los PFAS provino de estudios hechos en fábricas dedicadas a su producción. Datos internos desvelaron que las mujeres trabajadoras tenían un riesgo estadísticamente elevado de dar a luz bebés con malformaciones, y que la acumulación de estas sustancias en el cuerpo tenía consecuencias severas y acumulativas. Sin embargo, la divulgación pública de estos hallazgos se vio obstaculizada por la omisión intencional de las compañías involucradas.
Con el paso del tiempo, la contaminación por estos compuestos se extendió por todo el planeta. Investigaciones en ambientes remotos, como el Ártico o las montañas más altas, revelaron la presencia de estas sustancias en la fauna silvestre y en muestras de agua, demostrando que los químicos persistían en el medio ambiente durante siglos. Su capacidad para bioacumularse y transmitirse a través de la cadena alimentaria ha generado preocupación global por el impacto no solo sobre la salud humana, sino también sobre la biodiversidad y los ecosistemas. En las últimas décadas ha surgido un conjunto de investigaciones independientes que profundizan en los riesgos vinculados a la exposición prolongada a materiales sintéticos y químicos industriales. Asociaciones con problemas de salud como obesidad, infertilidad, enfermedades tiroidales, supresión inmunitaria y complicaciones gestacionales ponen en relieve la urgencia de establecer marcos regulatorios más firmes y protocolos de evaluación científica más rigurosos.
Frente a esta realidad, algunas empresas han anunciado planes para eliminar paulatinamente el uso de ciertos químicos peligrosos en sus procesos de producción. No obstante, el legado de décadas de producción sin control significa que el mundo ya está irremediablemente impregnado por estas sustancias sintéticas. El reto es ahora contener y mitigar sus efectos, al tiempo que se profundiza en el desarrollo de alternativas sostenibles y seguras. En última instancia, la historia de cómo el mundo se llenó de materiales sintéticos revela una compleja interacción entre la innovación tecnológica, las dinámicas de poder industrial, las decisiones políticas y la lucha por la salud pública. Este fenómeno invita a reflexionar sobre la importancia de un equilibrio responsable entre progreso y precaución, priorizando siempre el bienestar presente y futuro de las generaciones y del planeta.
Así, el relato que comenzó con un cambio de imagen corporativo y una exhibición en la Feria Mundial ha derivado en un fenómeno global con múltiples dimensiones. La difusión masiva de materiales sintéticos ha modificado fundamentalmente nuestra relación con el entorno, nuestra salud y nuestra sociedad. Comprender esta historia es esencial para afrontar los desafíos que plantea y para construir un futuro donde la tecnología y la naturaleza puedan coexistir en armonía.