En el vasto tapiz de la historia humana, la revolución neolítica representa un hito fundamental: la transición de sociedades nómadas cazadoras-recolectoras hacia comunidades sedentarias basadas en la agricultura y la domesticación de plantas y animales. Tradicionalmente, este cambio ha sido atribuida a innovaciones culturales y sociales internas de las primeras comunidades humanas, así como a condiciones climáticas favorables. Sin embargo, investigaciones recientes indican que fuerzas naturales, tales como incendios catastróficos inducidos por fenómenos climáticos, acompañados de una marcada degradación del suelo en el Levante sur, pudieron sentar las bases ambientales que facilitaron la revolución neolítica y el florecimiento de la agricultura. Este artículo profundiza en cómo estas transformaciones naturales, relacionadas con desencadenantes atmosféricos y geoclimáticos, podrían estar entrelazadas con uno de los episodios más trascendentales en la evolución de la humanidad. El Levante sur, incluyendo regiones como la cuenca del Hula, el valle del Jordán y las colinas de Jerusalén, ha sido una zona clave para estudiar los orígenes de la agricultura, ya que allí se encuentran evidencias arqueológicas y paleoambientales de las primeras sociedades neolíticas.
Durante el Holoceno temprano, es decir, hace aproximadamente entre 10 000 y 7 500 años, la región experimentó una serie de cambios ambientales abruptos y extremos. Los registros sedimentarios, incluyendo núcleos extraídos del antiguo lago Hula y del Mar Muerto, muestran un incremento sin precedentes en partículas microscópicas de carbón, indicador inequívoco de incendios forestales intensos y extendidos. A su vez, los análisis isotópicos de carbono y estroncio presentes en formaciones minerales como las estalagmitas, combinados con estudios de niveles lacustres y dataciones por luminiscencia, señalan una significativa pérdida de cobertura vegetal y erosión acelerada del suelo en las montañas circundantes. Este escenario sugiere que durante un período particularmente seco y caluroso coincidente con el llamado evento climático de los 8.2 mil años antes del presente, hubo un aumento notable en la intensidad y frecuencia de tormentas eléctricas secas.
Estas tormentas provocaron una mayor cantidad de rayos capaces de iniciar incendios en un contexto de vegetación reseca, generando un régimen de fuegos naturales que desforestaron amplias áreas. La consecuente quema y pérdida de la masa vegetal promovió la degradación y erosión de los suelos en las laderas, con el suelo removido siendo transportado hacia los valles, formando depósitos sedimentarios ricos en materiales edificables y fértiles. Las evidencias geológicas muestran que justamente en estas zonas de suelos reedificados y sedimentados comenzaron a concentrarse las primeras poblaciones neolíticas, que encontraron en ellas un entorno óptimo para iniciar prácticas agrícolas. Aunque la intervención humana mediante quemas controladas pudo haber jugado un papel secundario, la magnitud y extensión de los incendios señalan que la causa principal fue natural y climática. Los estudios descartan la existencia de vulcanismo contemporáneo que pudiera haber desencadenado tales incendios, reforzando la hipótesis de que un cambio en los patrones climáticos, relacionado con altas radiaciones solares orbitales y el desplazamiento hacia el norte de sistemas monzónicos, influenció la región.
El impacto de estos eventos sobre el paisaje y la población humana fue profundo. La desaparición de bosques y matorrales no solo afectó la biodiversidad, sino que alteró radicalmente los medios de subsistencia tradicionales. La destrucción de los hábitats naturales obligó a los grupos humanos a abandonar las laderas erosionadas y concentrarse en las áreas sedimentarias coloreadas por la nueva capa de suelos fértiles. En estas condiciones, surge la necesidad de gestionar cuidadosamente los recursos y asegurar fuentes fiables de alimento, lo que pudo haber estimulado el desarrollo de la agricultura y la domesticación como respuestas adaptativas ante la crisis ambiental. Estos hallazgos aportan una perspectiva complementaria a las explicaciones clásicas del origen de la agricultura, mostrando que factores externos y naturales pudieron actuar como catalizadores accidentales que empujaron a la humanidad hacia nuevas formas de organización social y tecnológica.
De esta forma, la revolución neolítica no solo sería un producto del ingenio humano, sino también de las presiones y oportunidades creadas por un entorno dinámico y volátil. Además, la concentración de sociedades neolíticas en valles con suelos re-depositados también favoreció el desarrollo de asentamientos más grandes y complejos, al garantizar cierta estabilidad geomorfológica y disponibilidad hídrica, factores esenciales para la producción agrícola. La relación entre la geología, el clima y la cultura se hace entonces explícita, evidenciando cómo procesos naturales a gran escala influyen en la trayectoria de la civilización humana. Cabe destacar que este patrón no es excepcional solo para el Holoceno temprano. Investigaciones paleoclimáticas y paleoambientales en el Levante han documentado eventos similares durante periodos interglaciares previos, como MIS 5e, donde también se registraron episodios de incendios extremos, variaciones isotópicas indicativas de pérdida de suelo y cambios en la vegetación.
En este sentido, la recurrencia de estas dinámicas podría responder a ciclos orbitales de la Tierra, asociados a cambios en la radiación solar y la atmósfera que inciden en los climas regionales. La integración de diferentes tipos de evidencias –nucleos sedimentarios, registros isotópicos, dataciones lumínicas y arqueología– ha sido clave para construir una narrativa coherente que vincula incendios, erosión y cambio cultural. Por primera vez, esta visión pluridisciplinar permite apreciar con mayor precisión cómo eventos ambientales repentinos y catastróficos pueden actuar como motores de transformación social y tecnológica. Finalmente, el estudio de esta conexión entre incendios naturales y la revolución neolítica tiene también implicaciones para comprender cómo las sociedades humanas actuales pueden verse afectadas por cambios abruptos en el clima y el medio ambiente. La historia del pasado nos muestra que los ecosistemas y las comunidades humanas son sistemas interdependientes que sufren impactos conjuntos, lo que resalta la importancia de la resiliencia y adaptación en un contexto global de cambio climático contemporáneo.
La revolución neolítica y el origen de la agricultura, por tanto, no son solo frutos del progreso humano aislado, sino resultado también de una compleja interacción con fuerzas naturales que moldearon el paisaje y las oportunidades de subsistencia. Los incendios catastróficos y la degradación del suelo en el Levante sur configuran un capítulo crucial en esa historia, ofreciendo una clave para entender uno de los grandes cambios que definieron la civilización como la conocemos hoy.