La pizza, un plato aparentemente sencillo y universalmente amado, guarda en su esencia una lección profunda sobre la vida y, sorprendentemente, sobre el funcionamiento y la sostenibilidad de las civilizaciones. Al pensar en una pizza perfecta, muchos coincidirán que no es necesario una sobreabundancia de ingredientes para lograr un resultado delicioso y satisfactorio. Esta filosofía gastronómica puede parecer trivial, pero tiene paralelismos notables con la complejidad que enfrentan las sociedades humanas a lo largo de la historia. Ronnie, un maestro pizzero tradicional de estilo Rhode-Island, es reconocido por su regla dorada: jamás poner más de tres ingredientes adicionales al queso y la salsa en su pizza. Según él, más allá de esa cifra, la combinación se vuelve caótica y termina en una masa empalagosa y sin identidad clara.
Esta regla parece simple, pero alberga una gran verdad sobre la complejidad y la modularidad, conceptos que también aplican de manera contundente en el análisis de las civilizaciones. La historia humana está marcada por el surgimiento, auge y declive de civilizaciones que, en su momento, fueron el pináculo de la innovación y organización social. Desde el Imperio Romano hasta las culturas precolombinas como los Mayas de las tierras bajas o los habitantes de Chaco Canyon, el patrón se repite: a medida que la complejidad social y política aumenta, también lo hacen las tensiones internas y el riesgo de colapso. El historiador Joseph Tainter, en su obra “El colapso de las sociedades complejas”, analiza cómo la acumulación excesiva de sistemas burocráticos, estructuras legales, redes de intercambio y responsabilidades puede llevar a un punto crítico donde la sociedad se vuelve rígida e incapaz de adaptarse a nuevos desafíos. Cuando una civilización alcanza un nivel de complejidad que sobrepasa su capacidad de gestión eficiente, comienza a experimentar lo que se ha denominado “fatiga de la complejidad”.
Esta condición hace que la sociedad sea más vulnerable frente a crisis económicas, ambientales o sociales, porque el sistema detallista y laberíntico de interdependencias impide una respuesta rápida y flexible. En este sentido, la pizza con demasiados ingredientes se asemeja a la civilización sobrecargada: pierde su identidad y su estructura se vuelve ineficaz, terminando literalmente en un “músculo” de sabores que ya no resultan agradables ni manejables. Este fenómeno también se observa en la manera en que las instituciones modernas, incluyendo los gobiernos, se vuelven cada vez más ineficientes debido a la acumulación de leyes, regulaciones y programas sociales que muchas veces son difíciles de modificar o remover. La llamada «ley de la burocracia» señala que los sistemas institucionales tienden a defenderse y perpetuarse, haciendo que introducir cambios sea un proceso lento y cargado de resistencia, incluso cuando la reforma es necesaria para adaptarse al contexto cambiante. La reflexión que surge entonces es clara: la complejidad extrema no es la solución para enfrentar los problemas de la sociedad.
Por el contrario, la capacidad de simplificar, priorizar lo esencial y mantener la flexibilidad son factores clave para la sostenibilidad a largo plazo. Así como Ronnie el pizzero sabe que el equilibrio de pocos ingredientes es lo que hace su pizza única y popular, las civilizaciones deben aprender a gestionar sus recursos y estructuras con prudencia y adaptabilidad. La historia moderna nos brinda ejemplos fascinantes de cómo este principio se aplicó en el ámbito político a través de la comunicación directa con la población. Dos presidentes de Estados Unidos, Franklin D. Roosevelt y Donald Trump, entendieron que el sistema mediático tradicional funcionaba como un intermediario complejo y muchas veces hostil entre la autoridad y el pueblo.
Roosevelt revolucionó la comunicación política con sus “charlas junto a la chimenea” a través de la radio, tecnología emergente en su tiempo. Comenzó a conectar de forma directa con la ciudadanía, explicando sus políticas y generando empatía sin la mediación de los grandes medios, que a menudo distorsionaban o focalizaban su mensaje. Décadas después, Donald Trump utilizó las redes sociales, especialmente Twitter (actualmente X), para hacer lo mismo. Evitó el filtro de los medios tradicionales y se dirigió directamente a sus seguidores, controlando el mensaje sin la influencia desmedida de las élites periodísticas. Ambas estrategias demuestran que, a veces, reducir la complejidad y eliminar intermediarios permite una comunicación más clara, honesta y efectiva.
Volviendo a la analogía con la pizza, está claro que las soluciones complejas para problemas complejos no siempre generan mejores resultados. Cuando una sociedad enfrenta desafíos sociales, económicos o políticos, añadir más capas burocráticas o programas sin coherencia puede resultar en la parálisis institucional. En cambio, enfocar la acción en la conexión humana, la transparencia y la respuesta ágil puede ser la clave para construir sociedades más sanas y resilientes. Además, la lección de la pizza también se puede extender a otros ámbitos. En la educación, por ejemplo, el exceso de contenidos sin profundidad puede fragmentar el conocimiento y dificultar el aprendizaje efectivo.
La economía, cuando se enreda con demasiadas regulaciones contradictorias, puede perder dinamismo y creatividad. Incluso en la vida personal, simplificar y enfocar en lo esencial conduce a mayor bienestar y claridad mental. El reto para el siglo XXI, con sociedades cada vez más interconectadas pero también más fragmentadas, es encontrar el equilibrio entre innovación, crecimiento y simplicidad. Porque la complejidad es inevitable y necesaria para cierto desarrollo, pero el equilibrio es lo que evita el colapso y permite la prosperidad sostenible. La pizza, en su humildad, nos recuerda que menos es más, que el arte está en la medida y que mantener la capacidad de adaptación y respuesta es fundamental para la supervivencia.
Por eso, país, comunidad o individuo que aprenda a valorar lo esencial y a reducir la carga innecesaria tendrá más posibilidades de éxito en un mundo en constante cambio. En definitiva, la pizza no es solo un alimento delicioso, sino una metáfora poderosa para entender los límites de la complejidad, la importancia de la simplicidad y la necesidad de renovarnos siempre manteniendo lo que nos hace únicos. Los líderes, los gobernantes y cada uno de nosotros podemos aprender a cuidar nuestras sociedades y nuestras vidas con la misma sabiduría con la que un maestro pizzero prepara su mejor receta.