En las últimas décadas, hemos sido testigos de un crecimiento exponencial en los diagnósticos de trastornos mentales como el TDAH, el autismo y otras condiciones neurodivergentes. Sin embargo, este fenómeno no solo implica un aumento en la identificación clínica, sino también una transformación cultural en la que estas condiciones se han convertido en auténticos productos de consumo dentro de las redes sociales y los mercados especializados. La cuestión principal es por qué resulta tan difícil para la sociedad, los medios y la comunidad médica abordar este auge con honestidad y sin tabúes, exponiendo tanto sus consecuencias positivas como negativas. Uno de los elementos más llamativos es la proliferación de comunidades virtuales que giran en torno a estas categorías diagnósticas. Plataformas como TikTok, Twitter y Tumblr han originado una cultura de celebraciones y reconocimiento de estas condiciones, al punto de convertirse en movimientos sociales que redefinen la identidad y la experiencia de quienes forman parte de ellas.
Esta nueva visibilidad ha sido crucial para la inclusión de muchas personas, pero también ha dado paso a la creación de un ecosistema de productos y servicios que comercializan desde libros, terapias y conferencias, hasta objetos de merchandising relacionados con el trastorno. Esto genera una mezcla compleja entre genuina búsqueda de apoyo y oportunidades mercantiles, que frecuentemente escapan a un análisis crítico en los medios tradicionales. Lo paradójico es que mientras los medios de comunicación han empezado a tratar temas como el aumento en las tasas de diagnóstico, tienden a evitar hablar de factores sociales y culturales que contribuyen al crecimiento de estas cifras. Por ejemplo, el concepto de contagio social —es decir, la influencia de comunidades online en la autodiagnosticación o incluso en la aparición de conductas relacionadas con un diagnóstico— rara vez es abordado profundamente, y cuando lo es, suele ser minimizado o desestimado sin un debate serio. Esta omisión tiene consecuencias.
En la sociedad moderna, la búsqueda de reconocimiento y empatía es un impulso humano fundamental, una necesidad tan básica como el alimento o la conexión social. En este sentido, afirmar tener un trastorno puede funcionar como una vía rápida para obtener atención y compassion social, lo cual no sólo es comprensible sino también natural en un sistema que a menudo margina y estigmatiza a quienes manifiestan sufrimiento psicológico. Sin embargo, cuando estas etiquetas se adoptan sin un marco médico riguroso, se corre el riesgo de banalizar las verdaderas discapacidades y desvirtuar las políticas de apoyo y las adaptaciones laborales o educativas que se otorgan. El diagnóstico médico, especialmente en psiquiatría, enfrenta un doble filo. Por un lado, los profesionales deben demostrar empatía y apoyar al paciente, asegurándose de que se le brinde la mejor ayuda; por otro lado, tienen que lidiar con las presiones sociales y económicas que llevan a pacientes a buscar etiquetarse con ciertos trastornos para obtener beneficios sociales y médicos.
Esta dinámica no es nueva, pero la popularización y el loosening de los criterios diagnósticos hacen que las fronteras sean cada vez más difusas y difíciles de manejar. La idea de que trastornos como el TDAH o el autismo puedan ser considerados más como identidades que como enfermedades ha revolucionado el discurso social. Aunque esta perspectiva promueve la inclusión y la normalización, también ha creado un clima en el que la pregunta fundamental sobre la legitimidad del diagnóstico o la gravedad del trastorno casi nunca se formula abiertamente por temor a parecer insensible o falto de comprensión. Este fenómeno genera una especie de censura no oficial que limita el debate público y la posibilidad de implementar políticas más acertadas. Además, la influencia de la cultura online ha provocado que ciertos comportamientos o tendencias se expandan de manera viral, creando ataques de masas que pueden imitar síntomas o estilos de vida relacionados con los trastornos mentales, sin que siempre exista un diagnóstico clínico auténtico detrás.
En términos prácticos, esto significa que la percepción pública del trastorno se diluye y se mezcla con modas o formas de expresión, lo que hace aún más difícil distinguir la experiencia real del fenómeno social. El mercado en torno a estos trastornos ha crecido a tal punto que en muchos casos parece más una industria que un campo médico. La oferta de productos y servicios especializados genera incentivos económico-sociales para mantener y expandir la idea de vivir con estos diagnósticos, a veces incluso alentando la autoidentificación antes que la evaluación profesional. El fenómeno del "discapacidad gentrificada", donde los verdaderamente discapacitados encuentran su espacio reducido frente a un volumen abrumador de personas con etiquetados menos claros, es una muestra contundente de esto. Una consideración importante es la relación que existe entre ciertos medicamentos, como los estimulantes para el TDAH, y el atractivo que pueden tener en términos recreativos o de mejora del rendimiento profesional.
La facilidad con que ahora se puede acceder a estos tratamientos, sumado a una cultura que en algunos sectores laborales valora características asociadas a estos trastornos, ha impulsado un círculo virtuoso de autodiagnóstico, consumo y demanda, que distorsiona la realidad de las condiciones médicas y complica su manejo adecuado. El miedo a cuestionar estas tendencias está arraigado en un contexto sociopolítico donde las sensibilidades respecto a la discapacidad, la identidad y la justicia social son muy altas. La crítica abierta puede ser inmediatamente etiquetada como insensible, discriminatoria o "ableista". Aunque el respeto y la empatía son necesarias, esta barrera impide el análisis riguroso y a menudo nos condena a mantener visiones simplistas y poco efectivas. Para volver a poner el debate en orden, es necesario fomentar espacios en los que se pueda hablar con libertad sobre la naturaleza compleja de los trastornos mentales, sin estigmatizar ni glorificar estas categorías.
Reconocer los elementos de socialización y comercialización no implica negar la existencia real del sufrimiento o las limitaciones, sino entender la evolución cultural y ecosistémica en que hoy se insertan estos diagnósticos. Muchos profesionales coinciden en que el foco debería estar más en la funcionalidad del individuo que en el etiquetado rígido. Una persona puede presentar síntomas comunes a varios trastornos, pero sólo se debe considerar un diagnóstico válido cuando esas características impactan negativamente en su vida diaria. Desafortunadamente, el discurso popular añade capas de complejidad, exaltando supuestas ventajas y evitando los aspectos traumáticos o discapacitantes. En definitiva, enfrentamos una realidad multifacética donde la expansión de los trastornos mentales como productos culturales y comerciales exige una revisión honesta y profunda.
Esto implica cuestionar las narrativas oficiales, reconocer los incentivos económicos, comprender la influencia de las redes sociales y promover un diálogo respetuoso pero crítico. Solo así se podrán diseñar mejores políticas, prácticas médicas y espacios de apoyo social que beneficien tanto a quienes realmente padecen estas condiciones como a la sociedad en su conjunto.