El altruismo efectivo, un movimiento que ha ganado notoriedad en la última década, se presenta con la promesa de maximizar el impacto positivo de nuestras acciones y donaciones. Sin embargo, en un reciente artículo de The Atlantic, surge una preocupante tesis: el altruismo efectivo ha cometido el pecado que pretendía corregir. Este artículo analiza las implicaciones éticas y prácticas de este movimiento, cuestionando la efectividad y los valores que lo sostienen. El altruismo efectivo se basa en la idea de que debemos utilizar nuestro tiempo y recursos de la manera más eficiente posible para ayudar a los demás. Proponentes como Peter Singer han argumentado que, si tenemos la capacidad de ayudar y no lo hacemos, estamos fallando moralmente.
Esta filosofía ha ganado tracción, especialmente entre las generaciones más jóvenes que buscan hacer el bien de manera calculada y rigurosa. A través de investigaciones y análisis de datos, el movimiento ha promovido organizaciones benéficas que prometen el mayor retorno por cada dólar donado, supuestamente guiando a los filántropos hacia decisiones más efectivas. Sin embargo, el artículo de The Atlantic sugiere que, en su búsqueda de efectividad, el altruismo efectivo ha comenzado a desatender dimensiones cruciales de la experiencia humana. En su afán por maximizar el impacto, ha caído en la trampa de la deshumanización, tratándonos como meros estadísticos en una gran tabla de resultados. En lugar de considerar la complejidad de las vidas individuales y las diversas circunstancias que las rodean, el movimiento se ha enfocado en cantidades y métricas que pueden malinterpretar o simplificar demasiado las realidades de la pobreza, la salud y la dignidad humana.
Uno de los ejemplos más ilustrativos de esta desconexión se manifiesta en la manera en que el altruismo efectivo ha abordado la filantropía internacional. A través de su énfasis en la eficiencia, ha priorizado ciertas causas sobre otras, a menudo obviando problemas que no son tan fácilmente cuantificables. Esto puede llevar a que problemas como la salud mental o los derechos humanos queden en segundo plano, ya que son difíciles de medir y, por ende, menos atractivos para grandes donantes. Al centrarse casi exclusivamente en métricas de “síntomas”, este enfoque puede pasar por alto “causas” que son igualmente dignas de atención. Además, el neoliberalismo y el mercado han permeado el altruismo efectivo al punto de crear una especie de economía de la benevolencia.
Las donaciones se han transformado en una especie de inversión, donde las personas buscan “retornos” en términos de impacto social. Esta lógica puede llevar a una visión utilitaria en la que el valor de una vida humana se mide en términos de análisis costo-beneficio, desdibujando así la dignidad inherente de cada individuo. Esta crítica no solo proviene de observadores externos; algunos dentro del movimiento de altruismo efectivo han comenzado a cuestionar la tendencia a priorizar criterios de escalabilidad y efectividad a expensas de la empatía y la consideración personal. Esta introspección ha surgido mientras varios teóricos y practicantes del altruismo efectivo se dan cuenta de que las personas no son números. Se ha levantado una voz creciente que aboga por una re-evaluación de las métricas que se utilizan y un regreso a una comprensión más amplia y holística de lo que significa ayudar a otros.
Por otro lado, el concepto de oportunidad ha sido un pilar central en el altruismo efectivo. La idea es que hay oportunidades específicas que pueden cambiar vidas de manera significativa, y que, al captar esas oportunidades, se puede generar un efecto multiplicador en el ámbito de la ayuda. Sin embargo, este enfoque puede también resultar en la creación de un elitismo dentro del movimiento, donde las voces de quienes han sido históricamente marginados se eclipsan ante los cálculos de quienes poseen los recursos. Esto puede llevar a una forma de paternalismo que ignora el conocimiento y las experiencias de las comunidades a las que se busca ayudar. A medida que el altruismo efectivo madura, es fundamental que sus defensores reconozcan sus propias limitaciones.
Hacer el bien no debería ser una competencia en la que unos pocos determinan quién merece ayuda y quién no, ni debería verse como un mero ejercicio de ecuaciones frías. La efectividad puede y debe ir acompañada de humanidad, empatía y un profundo respeto por las experiencias de los otros. En este contexto, la crítica que The Atlantic plantea no es solo una advertencia sino un llamado a redefinir el camino del altruismo efectivo. Es necesario integrar enfoques que valoren no solo la eficacia en términos de resultados cuantificables, sino también la calidad de las relaciones humanas y el respeto por la dignidad de cada individuo. Esto no solo enriquecería la misión del altruismo efectivo, sino que también podría restaurar una conexión genuina con aquellos a quienes se pretende beneficiar.
Por tanto, el reto que enfrenta el altruismo efectivo en este momento crucial es reintegrar la humanidad en su enfoque. La ética de ayudar debe ir más allá de números y gráficos para incluir la historia, la voz y la experiencia de quienes se ven afectados. A medida que el mundo enfrenta crisis crecientes y complejas, las soluciones que realmente transformen vidas pueden estar en la incorporación de un entendimiento más profundo y matizado de lo que significa ser humano. En conclusión, el altruismo efectivo, aunque bien intencionado y con fuertes raíces filosóficas, se está enfrentando a un momento de verdad. La crítica de que ha fallado en un aspecto fundamental de su misión debería servir como un punto de inflexión.
Solo a través de una comprensión más amplia y compasiva de la ayuda, que respete y mire hacia las historias individuales, podrá el movimiento cumplir con su promesa de maximizar el impacto positivo en el mundo. La esencia del altruismo no debería ser simplemente hacer el bien de la manera más eficiente, sino hacerlo de una manera que honre la humanidad de aquellos a quienes servimos.