La teleología, entendida como la explicación de los fenómenos por sus fines o propósitos, ha sido un concepto filosófico y científico controvertido durante siglos. En el ámbito de la biología, el reto ha sido naturalizar esta noción para que pueda ser interpretada sin invocar causas finales inescrutables ni esencias vitalistas. El estudio de los orígenes de la teleología biológica implica una aproximación que trasciende lo meramente descriptivo para comprender cómo las restricciones físicas y químicas en los sistemas vivos representan y orientan fines concretos en la dinámica de la vida. Durante siglos, la ciencia ha evitado emplear explicaciones teleológicas argumentando que su naturaleza implicaría una comprensión que remite a causas hacia el pasado o que asumiría una esencia intangible para la vida —como el élan vital— lo que chocaría con los postulados mecanicistas tradicionales. Sin embargo, purgar completamente la teleología de la biología ha resultado imposible, dadas las características organizativas y funcionales propias de los organismos vivos.
Estos se distinguen porque parecen poseer disposiciones internas dirigidas a preservar su integridad, reproducirse y adaptarse, lo que sugiere una causalidad con orientación hacia ciertos estados finales, pero sin que esta orientación dependa necesariamente de una representación mental en sentido estricto. Una concepción clave en la teleología moderna es la distinción entre procesos terminales y procesos dirigidos a objetivos (targeted). Los primeros son fenómenos espontáneos que tienden a estados de equilibrio o terminación, como la caída de un objeto o la disolución del azúcar en agua, procesos que se rigen por la tendencia natural al aumento de entropía y la segunda ley de la termodinámica. En contraste, los procesos teleológicos exhiben un recorrido opuesto a estas tendencias terminales, implicando trabajo activo y gasto de energía que sostiene un estado organizado lejos del equilibrio. Por ejemplo, los organismos vivos mantienen una constante lucha contra la entropía para sostener sus funciones vitales, lo cual requiere la generación y conservación de restricciones que guían y canalizan la energía hacia fines específicos.
Estas restricciones, que actúan como condiciones limitantes o canalizadoras en los sistemas físicos, permiten que las formas, funciones y procesos biológicos se mantengan y se reproduzcan en medio del continuo flujo y transformación de materia y energía. No se trata simplemente de estructuras definidos materialmente sino de relaciones dinámicas entre componentes del sistema que reducen sus grados de libertad, facilitando que el sistema funcione de manera organizada. Tal conceptualización implica que las restricciones son el soporte físico del propósito en biología. Por ejemplo, la secuencia de nucleótidos en una molécula de ADN no es una representación mental, pero sí funciona como un “registro” funcional que preserva y transfiere formas organizacionales y funcionales específicas para la célula y el organismo. De esta manera, el ADN constituye una restricción que orienta la síntesis de proteínas y otras funciones celulares, cumpliendo el papel de un programa que contribuye a mantener y perpetuar un determinado fin biológico.
Uno de los desafíos centrales en la explicación teleológica es cómo conceptos generales o “tipos” pueden ser causa eficiente de fenómenos particulares. La filosofía, desde Aristóteles hasta Peirce, ha debatido esta relación entre lo general y lo particular, especialmente en la acción intencionada y en la causalidad final. En biología, la problemática se traslada a cómo una forma general —por ejemplo, la estructura funcional de una proteína o la organización general de un organismo— puede influir en la dinámica material y energética específica sin ser material en sí misma. La teoría contemporánea responde a esta cuestión fundamentando las causas finales en las restricciones físicas y dinámicas que modulan la actividad molecular y celular. Así, una restricción no opera como una entidad aislada, sino como una limitación relacional que orienta la acción de procesos físicos, canalizando el trabajo hacia resultados específicos y preservando la organización funcional.
Esta visión permite comprender la teleología biológica sin apelar a propósitos abstractos sino a disposiciones reales y empíricas que se manifiestan en sistemas organizados. Un modelo particularmente ilustrativo en esta línea de investigación es el de la autogénesis. Este modelo describe la emergencia de teleología a partir de la interacción simultánea de dos procesos moleculares autororganizados: la catalisis recíproca y el autoensamblaje. La catalisis recíproca consiste en un conjunto de moléculas que catalizan mutuamente su producción, generando una red autocatalítica que mantiene una concentración elevada de catalizadores. El autoensamblaje, similar al proceso de cristalización, implica la formación espontánea de estructuras ordenadas, como caparazones moleculares que delimitan y delimitan zonas donde ocurren reacciones químicas.
Cuando estos dos procesos están localizados conjuntamente y estrechamente vinculados, se genera una dinámica donde cada proceso sostiene la existencia del otro. Esta interdependencia crea una restricción superior de tipo hologénico, que no depende de moléculas concretas sino de las relaciones que configuran la integridad del sistema completo. Así, se establece una entidad molecular mínimamente individualizada, autopropagante y capaz de repararse a sí misma frente a perturbaciones. El modelo de autogénesis aporta prueba de principio: cómo una causalidad teleológica puede materializarse efectivamente en procesos bioquímicos sin recurso a mecanismos explicativos externos o teleológicos tradicionales. Este sistema es normativo, puesto que su existencia depende de mantener una relación específica de reciprocidad, y es un agente con un “beneficiario” definido, en tanto que su finalidad es la preservación y propagación de esta organización particular.
Además, en la autogénesis se reconoce un tipo elemental de representación biológica no mental. Esta representación emerge porque la restricción hologénica encarna el estado general de organización que el sistema persigue mantener. La preservación de esta restricción es análoga a conservar una “imagen” funcional del sistema, orientando el trabajo molecular hacia su propia conservación y reproducción. Así, la teleología aquí no depende de una intención cognitiva sino de propiedades físicas que posibilitan el mantenimiento de unos fines biológicos a nivel microscópico. Este enfoque abre también un diálogo imprescindible con modelos clásicos y contemporáneos sobre la vida y sus límites.
Por ejemplo, las teorías basadas en la replicación molecular (como la hipótesis del mundo ARN) enfatizan la capacidad de ciertas moléculas para reproducirse, pero carecen de un mecanismo intrínseco que permita distinguir y corregir errores o que vincule directamente la reproducción con la autoconsistencia del sistema. En contraste, la autogénesis permite la co-dependencia y autocorrección, integrando la formación física del sistema con su capacidad de replicación y estabilidad. De forma paralela, las teorías centradas en la autoorganización analizan cómo estructuras ordenadas emergen espontáneamente en sistemas físicos lejos del equilibrio, pero generalmente estas estructuras no exhiben la normatividad ni la diferenciación necesaria para constituir entidades individuales con fines propios. Por último, los modelos de autonomía biológica, como la autopoiesis, destacan la circularidad y la producción mutua de componentes vivos, pero asumen la existencia previa de una identidad individual sin explicar los mecanismos moleculares que hacen posible esa identidad. Por su parte, la perspectiva que subraya la autogénesis destaca la creación y conservación de restricciones formales como el núcleo de la teleología biológica más básica.