La imagen que tenemos de los niños pequeños suele ser la de criaturas adorables y vulnerables, llenas de inocencia y ternura. Sin embargo, lo que muchas personas desconocen es que durante la primera infancia, especialmente alrededor de los dos años, los niños alcanzan el pico más alto de violencia física en toda la vida humana. Paradójicamente, es en esta etapa donde la agresión es más frecuente y generalizada, y los científicos aseguran que los niños pequeños constituyen el grupo más violento sobre la faz de la Tierra. Esta afirmación puede resultar contraintuitiva para muchos. Normalmente asociamos la violencia a las peleas callejeras, conflictos armados, o a grupos con intenciones destructivas.
Pero lo cierto es que, desde una perspectiva evolutiva y psicológica, la agresión en la infancia temprana es un fenómeno natural y esperado. Los niños no nacen con conocimientos sociales ni normas éticas; aprender a gestionar sus emociones y a relacionarse sin violencia es un proceso de desarrollo que se extiende durante los primeros años de vida. Estudios científicos han demostrado que el comportamiento agresivo, entendido como intentos de dañar físicamente a otros, alcanza su punto máximo alrededor de los dos años de edad. Durante esta etapa, los niños a menudo muerden, golpean o empujan a sus compañeros o incluso a adultos. Aunque pueda parecer alarmante, estas acciones forman parte del desarrollo normal.
Los pequeños aún no han desarrollado habilidades lingüísticas suficientes para expresar sus emociones o frustraciones, y tampoco tienen un control integrado sobre los impulsos. En cuanto a las causas de esta agresividad, la ciencia ha revolucionado la forma en la que entendemos la violencia. Es común pensar que la agresión es un comportamiento aprendido, alguien que observa y copia lo violento a su alrededor. Sin embargo, la evidencia apunta a que la agresión es, en gran parte, una tendencia innata, un componente del temperamento humano que debe ser modulado y contenido a lo largo del tiempo. Esto significa que los niños no aprenden a ser agresivos, sino que aprenden a no serlo.
A medida que crecen y reciben educación, ejemplos y enseñanzas sobre empatía, autocontrol y normas sociales, la conducta violenta disminuye notablemente. Se observan así patrones claros donde la agresión física se reduce conforme los niños empiezan a utilizar el lenguaje para resolver conflictos y a interiorizar las reglas sociales establecidas por sus cuidadores y la sociedad. Sin embargo, esta fase de agresividad infantil no es igual en todos los niños ni en todos los géneros. Varios estudios indican que, en promedio, los niños tienden a ser más agresivos que las niñas desde edades muy tempranas. Esta diferencia permanece a lo largo de la vida y se vuelve más marcada durante la adolescencia y la adultez joven, donde la agresión física masculina suele ser más frecuente y pronunciada.
Este patrón habla de una posible base biológica, donde las hormonas, el desarrollo cerebral y la evolución juegan un papel importante en las diferencias de género respecto a la violencia. No obstante, la agresión no se manifiesta exclusivamente de manera física ni directa. Las niñas y las mujeres muestran, en general, niveles similares o incluso mayores de agresión indirecta, también llamada agresión relacional. Este tipo de violencia se expresa a través de tácticas como la exclusión social, el chisme o el daño a la reputación de otros. Esta diferenciación en las formas de agresión añade complejidad a cómo entendemos la violencia humana.
No todo se trata de golpes o ataques visibles, y las dinámicas sociales pueden fomentar comportamientos que dañan emocionalmente, especialmente durante la infancia y adolescencia. Por otra parte, el contexto cultural y social también influye decisivamente en la expresión de la violencia. Mientras que la agresión física puede ser más frecuente en las primeras etapas de desarrollo, la sociedad a menudo penaliza ese tipo de comportamiento, favoreciendo el aprendizaje de conductas alternativas. Las normas educativas y el entorno familiar desempeñan un papel fundamental para guiar a los niños en la gestión adecuada de su impulsividad, fomentando la resolución pacífica de conflictos y el desarrollo emocional saludable. Es indispensable mencionar que el hecho de que la agresión infantil sea natural y común no implica que deba ser ignorada o minimizada.
Reconocerla como parte del desarrollo abre la puerta para intervenir de manera efectiva, entendiendo que la clave está en enseñar, ofrecer modelos positivos y crear ambientes seguros y estables. Cuando se descuida esta etapa o se responde con violencia, podría perpetuarse un ciclo de agresividad que tenga consecuencias negativas en el futuro. También es importante destacar que la violencia en la infancia no es sinónimo de ser una persona violenta en la vida adulta. La mayoría de los niños superan esta fase agresiva y desarrollan habilidades sociales y emocionales que los alejan del comportamiento violento. Los adultos que consiguen un buen control de sus impulsos, empatía y resolución de conflictos generalmente provienen de un ambiente donde les enseñaron a canalizar sus emociones y relacionarse con respeto hacia los demás.
A nivel evolutivo, la agresión en la infancia puede haber tenido funciones adaptativas, como la afirmación del control sobre recursos o la defensa ante amenazas. Pero nuestra evolución también ha favorecido la cooperación y la formación de vínculos sociales, esenciales para la vida en sociedad. Por eso, la violencia disminuye conforme maduramos, a medida que aprendemos a expresarnos diferente y a cuidar de nuestras relaciones. Muchos padres y educadores enfrentan la dificultad de manejar estos brotes de violencia en la primera infancia. La paciencia, la consistencia y el ejemplo son claves para lograr que los niños aprendan estrategias menos dañinas para comunicarse y solucionar problemas.
Ofrecer alternativas positivas para expresar frustración, como el juego simbólico, el arte o el lenguaje emocional, puede ser muy beneficioso. En conclusión, aceptar que los niños pequeños son el grupo más violento no es una invitación al alarmismo, sino una oportunidad para entender mejor una etapa crucial del desarrollo humano. La agresión física en la primera infancia es un fenómeno natural y universal, un comportamiento que disminuirá gracias al aprendizaje y la educación emocional. Comprender esta realidad permitirá a la sociedad crear entornos más comprensivos y efectivos para que nuestros niños crezcan saludables y con herramientas para convivir pacíficamente.