En una era donde la tecnología y el poder económico moldean la realidad de millones, se esperaba que los hombres que ostentan grandes influencias fuesen líderes decididos y visionarios. Sin embargo, la realidad ha demostrado ser mucho más compleja y, en muchos casos, desconcertante. La percepción de estos personajes como salvadores o visionarios se ha desmoronado ante la repetida exhibición de comportamientos que más bien provocan vergüenza y frustración. Nunca se pudo anticipar que quienes tienen en sus manos la capacidad de impactar drásticamente en el mundo también serían vistos como figuras patéticas, carentes de la dignidad o el respeto que debería acompañar sus posiciones de poder. Elon Musk, uno de los iconos más representativos de la revolución tecnológica, se ha convertido en un espectáculo constante de contradicciones.
Por un lado, sus innovaciones despiertan admiración mundial. Por otro, sus conductas públicas, especialmente en redes sociales, evidencian una búsqueda desesperada por ser aceptado y considerado “cool” entre sectores que difícilmente coinciden con el peso de su responsabilidad. Sus mensajes frecuentes y muchas veces poco meditativos, muestran a alguien que más parece un joven inseguro intentando encajar que un empresario con una gigantesca influencia global. La falta de amigos, la necesidad de atención y la fragilidad emocional se hacen evidentes en sus interacciones, llevando a una percepción pública negativa que mina la seriedad que debería merecer su figura. En paralelo, Mark Zuckerberg representa otro tipo de fracaso.
Su transformación física y sus apariciones públicas dirigidas a ganar aceptación en círculos politizados, parten de inadvertidos intentos de camuflarse en una identidad que no es la suya. La admiración que una vez generó por revolucionar la forma de comunicarnos se ha visto empañada por decisiones polémicas, como el retroceso en políticas de control de odio y desinformación en las plataformas que maneja. Estas medidas, en un claro giro hacia la derecha, parecen motivadas más por intereses políticos que por una visión clara de responsabilidad social. Su afán por ser reconocido como parte de la “energía masculina” que él mismo pregona, roza en ocasiones con el ridículo, generando, al igual que Musk, una sensación de vergüenza ajena entre quienes lo siguen o analizan su comportamiento. Este fenómeno de hombres poderosos fallidos en su imagen y conducta pública escapa al simple hecho de ser figuras controversial.
Refleja una problemática más profunda: cómo las cualidades necesarias para acumular poder no siempre coinciden con las que se requieren para ejercerlo con madurez y sensatez. Vivimos momentos en que las crisis múltiples —ambientales, sociales, políticas— requieren de liderazgo efectivo y responsabilidad genuina. Sin embargo, lo que predomina son actitudes que parecen tipificadas por la inseguridad, el egoísmo y la necesidad de aceptación externa, mucho más que por una auténtica vocación de servicio y transformación positiva. La influencia de estos personajes no se limita a sus decisiones empresariales o políticas. Va más allá, afectando a generaciones jóvenes que los observan como modelos o ejemplos a seguir.
La confluencia de tecnologías sociales, figuras mediáticas como Jordan Peterson y Andrew Tate, y una cultura que a menudo premia la masculinidad tóxica, crean un caldo de cultivo peligroso. Jóvenes desorientados que buscan identidad pueden terminar imitando actitudes misóginas, superficiales o destructivas, disfrazadas de rebeldía o autenticidad, reproducidas y amplificadas gracias a plataformas digitales. El reto para la sociedad, entonces, es inmenso. No solo estamos frente al deterioro tangible de condiciones globales sino a un vacío ético y moral en quienes deberían guiar con el ejemplo. Reconocer que el poder puede caer en manos de personas carentes de las virtudes básicas de humildad y empatía es solo el primer paso.
La siguiente etapa requiere acciones concretas para fomentar una cultura distinta, donde el liderazgo esté ligado a la integridad y la responsabilidad colectiva. Por supuesto, no se trata de demonizar el éxito o la ambición. El problema surge cuando estas cualidades se vuelven máscaras de inseguridades profundas y comportamientos inmaduros que, en lugar de construir un futuro mejor, contribuyen a erosionar la confianza pública y alentar símbolos negativos. La era contemporánea está definidamente marcada por crisis que exigen soluciones valientes y reflexivas. Ver a figuras que deberían ser faros de esperanza caer en la trampa de la vergüenza y la ridiculez, nos recuerda que el peligro no solo está en sus decisiones, sino en lo que representan para una sociedad que se debate entre la admiración y el desencanto.