En las últimas décadas, la urgencia por resolver los problemas ambientales que enfrenta el planeta se ha convertido en un tema central para gobiernos, empresas y sociedad civil. La emergencia climática, la pérdida acelerada de biodiversidad, la escasez de recursos naturales y el deterioro de los ecosistemas han puesto en alerta máxima a la comunidad internacional. En este contexto, la carrera por la innovación tecnológica verde surge como una alternativa esperanzadora para mitigar el impacto ambiental y crear una economía más sostenible. Sin embargo, esta competición acelerada y global por dominar los mercados verdes no garantiza por sí sola la salvación del planeta, pues podría fomentar un crecimiento económico que no se traduzca necesariamente en una verdadera sostenibilidad ambiental. Desde la década de 1970, el planeta ha sufrido alteraciones masivas en sus ambientes terrestres y marinos debido a la actividad humana.
La explotación intensiva de recursos, el cambio climático, la contaminación y la pérdida de especies constituyen desafíos ambientales que no han dejado de agravarse. De acuerdo con estudios recientes, el 75% de los ecosistemas terrestres y el 66% de los marinos han experimentado modificaciones significativas. Además, la disminución del tamaño promedio de las poblaciones de vida salvaje alcanza un dramático 73%, mientras que 14 de 18 servicios ecosistémicos vitales —como la estabilidad climática, la polinización y la disponibilidad y calidad del agua dulce— también están en descenso. Ante esta situación crítica, la forma en que las economías aborden estas amenazas definirá su capacidad para lograr un desarrollo próspero y sostenible. En principio, la valorización adecuada de la naturaleza podría servir como incentivo para innovar y reemplazar prácticas que agotan o dañan los recursos naturales.
Por ejemplo, al incrementar el costo de convertir bosques o humedales en tierras agrícolas, o al enfrentar la escasez creciente de agua, se abrirían oportunidades para adoptar métodos agrícolas más eficientes y sostenibles que demanden menos tierra y agua. Sin embargo, la realidad actual demuestra que muchas naciones siguen optando por mantener los costos de los recursos y la contaminación artificialmente bajos, con el fin de sostener su crecimiento económico a corto plazo. Esto se traduce en subsidios dañinos al medio ambiente que promueven el uso intensivo de combustibles fósiles, pesticidas y fertilizantes, la tala forestal, la pesca destructiva y otras actividades nocivas. Estos incentivos perjudiciales alcanzan un valor aproximado de 1.8 billones de dólares anuales a nivel global, representando cerca del 2% del Producto Interno Bruto mundial.
El problema radica en que muchos modelos económicos no consideran que la naturaleza proporciona servicios esenciales de forma gratuita y que, al ignorar su valor, se perpetúa la explotación excesiva y el deterioro ambiental. Según estimaciones, la inversión mundial en conservación, protección y restauración de biodiversidad apenas llega a una quinta parte de lo necesario, dejando un déficit de financiamiento que supera el medio billón de dólares. Aun más, aunque más de la mitad del valor añadido mundial depende directamente de los servicios ecosistémicos, sólo una porción muy reducida de ese valor es invertida en hacer que las cadenas productivas sean ambientalmente sostenibles. En medio de esta contradicción, algunos países y empresas empiezan a reconocer las ventajas competitivas que puede generar una economía verde. Esto ha dado lugar a una nueva carrera global por alcanzar la supremacía en innovación, mercados e inversiones verdes, enfocándose en sectores clave como la energía limpia, productos industriales renovables y los mercados de créditos de carbono y biodiversidad.
Países como China, Alemania, Francia, Japón, Corea del Sur, Reino Unido y Estados Unidos lideran esta dinámica, gracias a su capacidad tecnológica y a sus políticas ambientales relativamente estrictas. La tendencia muestra que los países con mayor despliegue en producción verde también cuentan con un mayor número de patentes relacionadas, emisiones de CO2 más bajas y normativas más rigurosas. Sin embargo, la participación en el mercado verde varía considerablemente. Por ejemplo, aunque Estados Unidos representa un 60% de las acciones verdes a nivel mundial, su proporción con respecto al mercado interno es menor al promedio global, mientras que naciones como Alemania, Taiwán, Canadá y Francia se encuentran mejor posicionadas en esta competencia. El crecimiento de esta economía verde responde también a la desaceleración en la productividad económica global desde los años 80, que ha limitado los retornos en los sectores tradicionales y ha impulsado la búsqueda de nuevas oportunidades en industrias emergentes sustentables.
A ello se suma la necesidad urgente de reducir la vulnerabilidad a desastres naturales, cuya mayoría está ligada al cambio climático y representa severos costos económicos y sociales. La respuesta política no se ha hecho esperar. Programas e incentivos gubernamentales apuntan a promover el desarrollo tecnológico y la producción verde, con distintos grados de éxito según cada país. Durante los años 90, por ejemplo, la innovación verde estuvo dominada por Japón, Estados Unidos y Alemania. Sin embargo, en el escenario actual, países como China y Corea del Sur han irrumpido con fuerza invirtiendo en energías renovables, baterías y vehículos eléctricos.
Es importante destacar, sin embargo, que esta competencia también genera efectos colaterales, entre ellos el riesgo de que emerja un “mercantilismo verde” donde los países utilicen medidas proteccionistas para favorecer sus industrias domésticas a costa de la cooperación internacional y el desarrollo global equilibrado. La política de incentivos que favorecen la producción interna mediante ventajas fiscales, subsidios y restricciones a la importación, como ha sucedido con la Ley de Reducción de la Inflación de Estados Unidos en 2022, ha sido replicada por muchos otros países. Esto podría obstaculizar la colaboración global y el intercambio de tecnologías, que son elementos vitales para enfrentar los problemas ambientales que trascienden fronteras. Además, la mera promoción de tecnologías verdes no aborda directamente las causas estructurales detrás de la degradación ambiental. La explotación acelerada de ecosistemas, la sobreconsumición y los modelos actuales de desarrollo económico basados en el crecimiento ilimitado siguen siendo barreras fundamentales para la sostenibilidad.
Si la transición verde se limita a mejorar la eficiencia energética o sustituir fuentes contaminantes sin reducir la demanda total de recursos y repensar el modelo de producción y consumo, los beneficios ambientales podrían ser insuficientes o incluso contrarrestados por otros impactos. Asimismo, la brecha de financiamiento y la falta de inversiones adecuadas en la conservación y restauración de la naturaleza representan otro desafío crítico. Las inversiones empresariales y públicas en el mantenimiento de servicios ecosistémicos esenciales permanecen por debajo de lo requerido para detener la pérdida biodiversidad y garantizar recursos naturales suficientes para las futuras generaciones. Para que la carrera por la tecnología verde realmente contribuya a salvar el planeta, es necesario que se incorpore una visión de cooperación global y políticas integradas que valoren la naturaleza como un recurso estratégico. Esto implica reformar subsidios dañinos, promover inversiones significativas en conservación ambiental y adoptar modelos de desarrollo que respeten los límites planetarios.