En un momento en que las instituciones educativas enfrentan presiones inusitadas por parte de ciertos sectores gubernamentales, resulta imprescindible examinar con detalle las obligaciones y responsabilidades que recaen sobre ellas. Lawrence Lessig, reconocido profesor de derecho y activista, ha abordado con claridad este tema en relación con las amenazas que pesan sobre Harvard, una de las universidades más prestigiosas del mundo. Su reflexión, plasmada en un texto titulado "Complicidad, v2", pone de manifiesto la gravedad del asunto y el delicado equilibrio entre resistir las presiones externas y cumplir con los valores fundamentales que definen a una institución académica. La realidad actual nos obliga a reconocer que los medios de comunicación tradicionales y digitales en muchas ocasiones operan como cámaras de eco, confinando a las personas dentro de burbujas ideológicas que promueven la polarización y maximizan la participación antes que la verdad. En este contexto, es fundamental que cada persona —y por extensión cada institución— incorpore estrategias de verificación y dialogo con aquellos cuyas ideas no coinciden, no para otorgarles el control sobre la verdad propia, sino para fortalecer la confianza en los propios principios mediante la confrontación respetuosa de visiones diversas.
Las amenazas de la administración Trump contra universidades como Harvard, analizadas detenidamente por múltiples expertos, implican un intento sin precedentes de interferir no solo en el discurso y los actos dentro del campus, sino también en las funciones esenciales de educación e investigación. Este tipo de coerción atenta directamente contra la autonomía universitaria, al buscar desde la regulación del discurso hasta la imposición de restricciones en temas de diversidad, equidad e inclusión, elementos clave en el entramado pedagógico y social de estas instituciones. La administración ha advertido que cualquier resistencia a sus demandas podría conllevar la pérdida de fondos federales, una medida que se traduce en un riesgo financiero significativo para las universidades. Pero el costo más alto no es económico, sino ético y social. Ceder ante tales presiones implicaría un silenciamiento forzado de expresiones protegidas y una alteración en los procesos académicos —desde la contratación hasta la promoción del profesorado— en función de criterios políticos y no académicos.
Es aquí donde la reflexión de Lessig cobra especial relevancia: la respuesta de Harvard, y en extensión de otras instituciones afectadas, determinará si se convierten en cómplices de un atropello legal, constitucional y moral. La universidad tiene frente a sí una encrucijada que exigiría no solo una defensa en tribunales, sino un compromiso de integridad que honre su historia, su comunidad y los valores que proclama. El profesor cita la opinión de Genevieve Lakier, quien explica que la ambición de estas demandas es aterradora: buscan transformar completamente la forma en que una universidad como Harvard se autodefine y se gobierna. Esto incluye restricciones que podrían hacer que no solo el personal académico, sino también los estudiantes, sean limitados en su derecho a expresar ideas políticas o a asociarse libremente. Tal estrategia representa un avance en la utilización del poder gubernamental para suprimir la pluralidad y la independencia intelectual.
Frente a esta situación, algunos podrían optar por la vía de la tranquilidad temporal, optando por la "apaciguación" para evitar confrontaciones legales. Sin embargo, Lessig advierte que esa ruta significa, en esencia, avalar y fomentar la erosión de las libertades universitarias, que se traduce en daños no solo inmediatos, sino también duraderos para el futuro de la educación superior y la democracia misma. Para captar la dimensión de este llamado a la resistencia, el escrito invoca las ideas de Henry David Thoreau, especialmente su defensa del “accionar desde el principio” y el valor ético que conlleva disentir y actuar con integridad, aun cuando el costo personal sea alto. El activismo de principiante, entendido como compromiso con la justicia más allá de las comodidad o la seguridad, es presentado aquí no como una opción idealista, sino como una necesaria línea de defensa contra las tendencias autoritarias que se esconden tras la legalidad mal aplicada. La reflexión de Lessig también señala que esta "revolución" en curso no es anhelada ni por la mayoría de los ciudadanos ni por buena parte del espectro político estadounidense.
Se trata, más bien, de un proyecto personal y autoritario, amparado en una interpretación cuestionable de las decisiones judiciales recientes, pero que está ejerciendo una presión considerable sobre las instituciones y la sociedad. Este movimiento autoritario, aloñado mediante tácticas de intimidación y manipulación, encuentra en la silenciosa complicidad o la indecisión de las instituciones el terreno perfecto para avanzar. Por eso, la resistencia debe ser conjunta, uniendo a personas e instituciones de todos los signos ideológicos que compartan el compromiso con la autonomía, la verdad y los derechos fundamentales. En este escenario complejo, el papel de Harvard es emblemático. Por su prestigio, recursos y amplia influencia en la esfera académica nacional e internacional, su postura y acciones tendrán un efecto cascada en otras universidades y comunidades.
La defensa de su independencia institucional no solo preserva su propia integridad, sino que es un acto de resistencia en defensa de la libertad académica y la democracia. No se trata únicamente de un conflicto entre una administración y una universidad, sino de la lucha por sostener un espacio donde el pensamiento crítico, la investigación libre y la diversidad de ideas puedan coexistir sin censuras ni represalias. Las amenazas que se ciernen sobre Harvard, y por extensión sobre otras casas de estudio, ponen en juego los cimientos mismos de una nación que históricamente se ha planteado como un bastión de libertades y derechos. La invitación que Lessig hace a la comunidad universitaria y a sus dirigentes es clara y rotunda: actuar con principio, incluso cuando ello implique costos, porque la complicidad es mucho más onerosa que la resistencia. No se trata de buscar confrontación por sí misma, sino de sostener la legitimidad y la justicia en el compromiso académico y social que define a una universidad.
La resistencia frente a las acciones inconstitucionales no es solo una defensa legal, sino un acto profundamente ético. En definitiva, la problemática expuesta trasciende a Harvard o a esta administración en particular. Representa un test para toda la sociedad civil, para las instituciones democráticas y para el sistema educativo. Desde el respeto a la pluralidad, la independencia académica y la libertad de expresión, hasta la responsabilidad individual y colectiva de enfrentar las injusticias, cada actor debe asumir su papel sin titubeos. El momento demanda claridad, valor y una comprensión profunda de la dimensión del riesgo.
No defender la autonomía universitaria es permitir que se imponga un modelo autoritario que arrasará con las libertades. Esa es la lección que Lawrence Lessig y otros pensadores comprometidos transmiten ante un panorama cada vez más desafiante. Así, la resistencia basada en la convicción y en la actuación desde el principio emerge no solo como una opción, sino como una necesidad ineludible para preservar los valores esenciales que sustentan la educación y la democracia en Estados Unidos y más allá.