En las últimas décadas, la democracia se ha erigido como el sistema político predominante en gran parte del mundo, promoviendo la participación ciudadana, la representación y la protección de derechos fundamentales. Sin embargo, existen críticas y cuestionamientos sobre su efectividad real, especialmente en contextos donde la corrupción, la manipulación política y la ineficiencia administrativa parecen prevalecer. Frente a estos desafíos, surge una inquietud lógica: ¿vale la pena mantener la democracia tal como la conocemos, o deberíamos explorar sistemas alternativos, como un modelo basado en un sistema de arrendamiento o lease system para la gobernanza? Este planteamiento invita a reflexionar sobre qué implica un sistema político sostenible, equitativo y funcional en el siglo XXI. La democracia, en su concepción ideal, ofrece un vínculo directo entre gobernantes y gobernados a través del voto y la participación pública. Sin embargo, la práctica revela distorsiones significativas.
La influencia de poderosos grupos económicos, la desinformación y la polarización extrema son algunas de las dificultades que erosionan la confianza en las instituciones democráticas. Además, la lentitud en la toma de decisiones, debido a procesos legislativos complejos y debates interminables, puede obstaculizar soluciones urgentes para problemas sociales y económicos. En este contexto, algunas voces proponen un sistema de arrendamiento político, que podría interpretarse como un modelo en el que las responsabilidades y derechos de gobernanza se asignarían temporalmente a individuos o entidades en calidad de arrendatarios, con metas claras y contratos definidos para garantizar eficiencia, rendimiento y responsabilidad. La idea es inspirarse en mecanismos de mercado y administración privada para introducir mayor eficiencia y rendición de cuentas en la gestión pública. Este modelo podría permitir que los ‘arrendatarios’ de los cargos públicos cuenten con incentivos claros para cumplir metas específicas, dado que su permanencia dependería de su desempeño.
Además, la transparencia en la gestión se fortalecería al existir contratos legales que regulen las obligaciones de quienes ocupen los cargos, dejando poco espacio para arbitrariedades o corrupción. Desde esta óptica, el sistema de arrendamiento sería una alternativa para modernizar la forma en que se administra el poder, buscando resultados tangibles y optimización de recursos. Sin embargo, la transición hacia un modelo de este tipo presenta desafíos considerables. En primer lugar, la política no es un campo puramente técnico o empresarial; la gobernanza debe equilibrar múltiples intereses y valores sociales, lo que exige un componente democrático e inclusivo que no siempre puede reducirse a parámetros de eficiencia o contratos. Definir quiénes pueden acceder a dichos contratos y bajo qué criterios resulta complejo y susceptible a exclusiones o abusos.
Además, el sistema de arrendamiento podría generar nuevas formas de concentración del poder si no existe una supervisión adecuada, potenciando estructuras similares al corporativismo donde una minoría controla el acceso a roles clave en la política. Esto podría debilitar aún más la representatividad y la legitimidad de las instituciones ante la población. La democracia también tiene fortalezas que merecen ser valoradas, como su flexibilidad para autogestionarse y reformarse mediante mecanismos de participación, protección de derechos humanos y la posibilidad de construir consensos sociales amplios. Su capacidad de adaptación ante nuevas realidades y su fundamento en la soberanía popular representan un pilar para la convivencia democrática y el respeto por la diversidad. Para repensar la democracia y explorar alternativas como el sistema de arrendamiento, es imprescindible fomentar un debate abierto que incluya a expertos, ciudadanos y actores políticos.