A finales del siglo XIX, en 1898, la radiactividad irrumpió en el mundo científico con el descubrimiento del radio por Marie Curie y Pierre Curie. Este hallazgo revolucionario no solo capturó la atención de la comunidad científica, sino que rápidamente se expandió hacia ámbitos médicos, industriales y comerciales, incluido el sector de la belleza. Durante las primeras décadas del siglo XX, la radiactividad fue percibida como una fuerza energética capaz de revitalizar el organismo, y con esta premisa se desarrollaron numerosos productos cosméticos que incorporaban radioisótopos como ingredientes clave. En ese contexto, la sociedad vivió una verdadera fascinación por lo “radiactivo”, creyendo que las emisiones alfa, beta y gamma no solo tenían aplicaciones médicas milagrosas, sino también efectos positivos sobre la piel y el cuerpo. Estas ideas se basaban en conceptos científicos aún por desarrollar y en una falta de conocimiento profundo sobre los peligros asociados a la radiación.
La industria cosmética no tardó en aprovechar esta moda, lanzando al mercado cremas, polvos, tónicos e incluso tratamientos con barro radiactivo. Los cosméticos radiactivos surgieron principalmente en países como Francia, Inglaterra y en menor medida Estados Unidos. Francia, cuna de los Curie, fue donde mayormente se promovió y comercializó esta clase de productos. Uno de los ejemplos más renombrados fue la marca Tho-Radia, fundada en 1933 por un farmacéutico y un médico parisino. Tho-Radia incluía en sus fórmulas elementos como cloruro de torio y bromuro de radio, sustancias conocidas por su actividad radiactiva.
Se promocionaban con afirmaciones que destacaban beneficios tales como estimular la vitalidad celular, activar la circulación sanguínea, eliminar grasas y arrugas, prevenir imperfecciones cutáneas y mantener un cutis joven y radiante. El atractivo de estos productos era innegable en la época, a pesar de sus precios elevados. El público confiaba en el respaldo científico que aparentemente tenían, y las campañas publicitarias enfatizaban una belleza “científica”, un método revolucionario avalado por descubrimientos modernos. Este enfoque estuvo tan arraigado que no se cuestionaba la seguridad de los ingredientes, muchos de los cuales resultaron ser extremadamente peligrosos para la salud. En Inglaterra, una empresa llamada Radior comenzó a vender desde aproximadamente 1917 una línea de cosméticos que contenía bromuro de radio.
Estos productos fueron promocionados con la promesa de rejuvenecer la piel, eliminar arrugas y energizar los tejidos mediante la emisión de rayos radiactivos. La presencia de Radior en grandes cadenas comerciales como Boots, Harrods y Selfridges facilitó su distribución masiva en todo el Reino Unido y sus colonias, provocando que su uso se extendiera ampliamente. Incluso se vendían almohadillas radiantes para colocar sobre el rostro en áreas con signos visibles de envejecimiento. Sin embargo, a pesar de la popularidad en Europa, la introducción de estos productos radiactivos en Estados Unidos encontró un escepticismo significativo. La opinión pública estadounidense desconfiaba de la idea de colocar radiación sobre la piel, considerándola peligrosa o absurda.
Las ventas de Radior fueron bajas y se atribuyó a la menor aceptación del uso de radio en la medicina y la belleza. Otras compañías europeas también comercializaron mudas salar radiactivos que prometían sanar afecciones cutáneas como acné, manchas, arrugas y signos de fatiga, apelando a una supuesta capacidad para tonificar la piel y mejorar la circulación. Uno de los casos más curiosos fue el uso de barros y arcillas mezcladas con sales de radionucleidos. El denominado Kemolite, por ejemplo, era anunciado como un barro volcánico extraído de los Cárpatos con efectos rejuvenecedores, capaz de restaurar la suavidad y frescura de la piel. Se indicaban protocolos para su aplicación, enfatizando la importancia de la limpieza previa y la regularidad en los tratamientos para obtener resultados visibles.
Estos procedimientos solían realizarse tanto en salones de belleza como en el hogar, y se promocionaban para tratar desde arrugas hasta problemas de pigmentación y textura desigual. Los productos con radón, gas radiactivo derivado del radio, también tuvieron una incidencia destacada. En Inglaterra, la crema Artes se distinguía por utilizar radón en lugar de radio puro, argumentando que su acción dinámica sobre la piel era beneficiosa y que el gas se eliminaba del cuerpo rápidamente, evitando acumulaciones peligrosas. Sin embargo, tanto la radiactividad como sus efectos a largo plazo no eran claramente entendidos, ni estaban regulados por entonces. La euforia en torno a los cosméticos radiactivos comenzó a desinflarse hacia finales de los años treinta.
A medida que avanzaba la ciencia, se fue revelando el impacto negativo de la radiación sobre la salud humana. Casos de lesiones cutáneas, enfermedad por radiación y cánceres en personas expuestas comenzaron a alertar a la comunidad médica y a los consumidores sobre los peligros reales de estos productos. En respuesta, varios gobiernos –incluido el francés– prohibieron el uso de sustancias radiactivas en cosméticos para proteger la salud pública. El legado de los cosméticos radiactivos sirve como advertencia sobre los riesgos que implica incorporar nuevas tecnologías o materiales sin una investigación profunda y regulaciones estrictas. También subraya cómo el atractivo de la ciencia y la promesa de soluciones rápidas para la belleza pueden llevar a la adopción apresurada de prácticas peligrosas.
Hoy en día, la industria cosmética cuenta con sofisticados procesos científicos y legislativos para asegurar la seguridad de los ingredientes, pero la historia de los productos radiactivos recuerda el poder y la responsabilidad que conlleva la innovación. En tiempos donde se valoran los productos naturales y seguros, los antiguos cosméticos con radionucleidos son un triste recordatorio de cómo la falta de información y regulación puede perjudicar a miles de personas. En suma, la moda de los cosméticos radiactivos fue un fenómeno marcado por la fascinación hacia un descubrimiento científico revolucionario que prometía juventud eterna y salud a través de la radiación. Aunque hoy sabemos que esos beneficios eran ficticios y que, en realidad, su uso supuso riesgos significativos, su estudio resulta fundamental para comprender la evolución del cuidado de la piel y la importancia de la ética científica en la cosmética. Entender el impacto de esta etapa también nos ayuda a valorar los avances actuales en protección, regulación y desarrollo de productos que no solo buscan la belleza, sino la salud integral de quienes los usan.
La historia de los cosméticos radiactivos es, por tanto, una lección vital para cualquier persona interesada en la relación entre ciencia, belleza y seguridad.