Hace veinticinco años, Nintendo lanzó Majora’s Mask, una joya dentro de la emblemática saga The Legend of Zelda que sorprendió a propios y extraños por su audacia y su giro argumental tan distinto al de su predecesor, Ocarina of Time. Mientras que Ocarina of Time ya era considerado en su momento uno de los mejores videojuegos de la historia, Majora’s Mask rompió moldes al incorporar temas mucho más oscuros y complejos, combinados con una mecánica que desafió la experiencia tradicional en los videojuegos de acción y aventura. A día de hoy, sigue siendo un título estudiado y admirado por su impacto en la narrativa y el diseño en la industria, y gran parte de su éxito radica en su intrincada historia basada en una idea que hoy suena familiar, pero que en aquel tiempo resultó pionera: la historia del multiverso. Para entender la trascendencia de Majora’s Mask, es necesario remontarse a su contexto de desarrollo. Ocarina of Time, lanzado en 1998, fue no solo una revolución técnica para los videojuegos sino un fenómeno cultural que adelantó las posibilidades del Nintendo 64.
La crítica y el público lo recibieron con un entusiasmo casi unánime, consolidándolo como una obra maestra. Sin embargo, Nintendo enfrentaba un desafío para mantener vigente al N64 frente a la creciente popularidad del PlayStation de Sony. Así, se planteó la necesidad de crear una secuela que aprovechara la tecnología y la fórmula ganadora, pero que llegara al mercado en un tiempo récord para sostener el interés del público. Majora’s Mask llegó poco menos de año y medio después, con un desarrollo acelerado que podría haber llevado a un producto reciclado sin novedades, pero en su lugar ofreció una experiencia fresca e inquietante. El título funcionó como un juego derivado (de hecho su nombre interno fue Zelda Gaiden, que significa “historia secundaria de Zelda”), pero detrás de ese nombre se escondía una propuesta innovadora: un mundo nuevo más pequeño y cerrado llamado Termina, donde el apocalipsis se avecina con la amenaza literal de una luna que se desploma inexorablemente sobre la tierra en un plazo de 72 horas del juego.
La piedra angular de Majora’s Mask es su sistema de manipulación temporal. Los jugadores deben controlar el tiempo, reiniciando constantemente un ciclo de tres días para prevenir la catástrofe y descubrir la manera de salvar a Termina. Esta vuelta de tuerca al tiempo en la jugabilidad ofreció un nivel de profundidad inédito: más que explorar un mundo extenso, había que entender las rutinas y vidas de los personajes que lo habitan, anticipar sus movimientos, y tomar decisiones que afectaran el curso de la historia dentro de ese limitado margen. Este ciclo continuo crea una atmósfera de tensión y urgencia que va calando en el jugador, haciendo que la posibilidad del fin del mundo se sienta inminente y real. Pero el poder de Majora’s Mask no reside solo en su mecánica de juego, sino también en cómo esta se utiliza para contar una historia profundamente humana, oscura y emocional.
En Termina, la luna que amenaza con destruir todo se cierne como un recordatorio constante de la mortalidad y el paso del tiempo. Conforme se repiten los días, el jugador puede observar de cerca a cada personaje enfrentar el inminente fin, algunos negándose a aceptarlo, otros entrando en pánico, y algunos alcanzando una aceptación melancólica. Este enfoque narrativo sobresale porque va más allá de un simple juego de salvar el mundo; es una exploración de la psique, la pérdida y el dolor dentro de un entorno fantástico. Un detalle singular y fundamental para comprender el impacto narrativo de Majora’s Mask es su uso de personajes que resultan familiares a los jugadores de Ocarina of Time, pero con identidades y roles alterados. Nintendo reutilizó los modelos de personajes desarrollados para su predecesor, no solo por razones técnicas y de ahorro de tiempo, sino también como una estrategia creativa para provocar una sensación de extrañeza y desconcierto.
Los personajes de Termina parecen ser ecos o reflejos distorsionados de los que se vieron en Hyrule años antes, lo que introduce un concepto muy parecido al multiverso, donde realidades similares habitan mundos distintos con sus propias variaciones y sombras. Este enfoque permite que Majora’s Mask juegue con las expectativas del jugador, ofreciendo caras conocidas en contextos inquietantes y situaciones inusuales. Por ejemplo, Gorman, el gruñón gerente de una compañía ambulante de cantantes, comparte el mismo modelo que Ingo, el villano que secuestraba el rancho en Ocarina of Time. Pero mientras Ingo es un antagonista claro, Gorman es un personaje más complejo, que al principio resulta antipático pero que revela tras su aspecto duro a un ser vulnerable y preocupado por su grupo. Esta ambigüedad en la identidad de los personajes añade una capa de profundidad que cuestiona los estereotipos y pone en jaque la percepción del jugador sobre lo que es familiar y seguro.
Otros ejemplos continúan reforzando esta idea del multiverso y la dualidad. Las brujas malvadas que fueron enemigos en Ocarina ahora gestionan una tienda mágica amigable. Una tribu de ladrones del desierto se transforma en una banda de piratas marítimos. Incluso personajes menores, como el cartero que corre velocísimo por la ciudad entregando cartas, son reinterpretados; en este caso, es el Running Man, conocido de Ocarina, que vuelve en otra forma y papel. Estos paralelismos y diferencias suman una capa de misterio y desconcierto que permea toda la experiencia.
La incorporación de estas referencias genera un efecto doblemente poderoso. Para quien conoce Ocarina of Time, estos personajes activan una respuesta emocional cargada de nostalgia, pero a la vez alimentan la sensación de estar en un mundo extraño y transformado. Para quienes descubren el juego por primera vez hoy, estas peculiaridades pueden pasar desapercibidas en primera instancia, pero no dejan de contribuir al diseño de un ambiente inquietante y único. A nivel técnico y a pesar de las limitaciones de tiempo para su desarrollo, Majora’s Mask demuestra una increíble capacidad para contar su historia mediante el diseño del entorno y la interacción social de los personajes. El juego no ofrece violencia gratuita ni heroísmo tradicional al estilo de otros títulos; más bien, invita a la reflexión sobre la pérdida, el miedo, la esperanza y la inevitabilidad del cambio.
El incesante avance del tiempo y la inminente caída de la luna funcionan como una metáfora del fin inminente, y la necesidad humana de buscar significado incluso frente al desastre. En cuanto a su legado, Majora’s Mask ha influido notablemente en la manera en que los videojuegos pueden explorar narrativas más complejas y jugar con las expectativas temporales del jugador. Su enfoque intencionado en ciclos temporales y personajes multifacéticos ha inspirado a numerosos desarrolladores y ha sido objeto de estudios académicos que analizan cómo los videojuegos pueden contar historias que trascienden el entretenimiento. Además, en un momento donde la cultura popular ha adoptado ampliamente la noción de multiversos, Majora’s Mask destaca como una obra adelantada a su tiempo. Mientras que hoy consumimos películas, series y juegos que exploran realidades paralelas o universos alternativos, Majora ya integraba esa idea desde finales de los noventa, aunque de forma mucho más sutil y reflexiva.
Para todos los fanáticos de la saga Zelda, e incluso para quienes valoran el videojuego como una forma legítima de arte, Majora’s Mask representa un punto de inflexión, un testimonio de que la industria puede abordar temas oscuros y maduros sin sacrificar la jugabilidad ni la magia que caracteriza a la serie. A 25 años de su lanzamiento, Majora’s Mask sigue siendo un juego que no solo desafía a sus jugadores sino que también los invita a pensar, a sentir y a experimentar el medio interactivo bajo una luz distinta. Es un recordatorio de que, detrás de la consola y los gráficos, hay historias que pueden ofrecer introspección, emoción y nuevas maneras de entender los mundos que habitamos, sean ellos reales o multiversos inventados en la imaginación.