Las relaciones comerciales entre Estados Unidos y China se encuentran en uno de los momentos más complejos y delicados de las últimas décadas. A pesar del interés mutuo en encontrar un terreno común y reducir las fricciones que afectan a miles de millones de dólares en intercambios comerciales, cualquier intento de llegar a un acuerdo entre Washington y Pekín enfrenta obstáculos estructurales y estratégicos que hacen que la negociación sea difícil y el resultado, incierto. El origen de esta compleja situación se remonta a la imposición de aranceles adicionales por parte del gobierno estadounidense durante la administración de Donald Trump, quien aplicó un gravamen del 145% sobre numerosos productos chinos. Pekín respondió con su propia medida, estableciendo un cargo del 125% sobre ciertos bienes importados desde Estados Unidos. Estos niveles de tarifas son insostenibles para ambos países y para la economía global en general, generando un entorno de incertidumbre y tensiones en las cadenas de suministro internacionales.
El precedente de un acuerdo previo, conocido como "Fase Uno", firmado en enero de 2020, no ha resultado ser un modelo exitoso. Este pacto, que se negoció durante año y medio, fue concebido para detener la escalada de tarifas, pero no estableció un plan claro para eliminar los aranceles ya vigentes. Además, China no cumplió con su compromiso de comprar 200 mil millones de dólares adicionales en productos y servicios estadounidenses anualmente, lo que profundizó la desconfianza de Washington respecto a la fiabilidad del régimen comercial chino. Este fracaso pone en evidencia los complicados intereses geopolíticos y económicos que están en juego. Más allá de la balanza comercial, que preocupa por su desequilibrio y el déficit estadounidense frente a China, existen temas de seguridad nacional y rivalidad tecnológica que dificultan cualquier acercamiento duradero.
Una de las cuestiones más delicadas es el papel creciente de China en sectores tecnológicos estratégicos. Por un lado, el gobierno estadounidense observa con preocupación que el avance tecnológico chino podría representar una amenaza a su seguridad nacional. Esta percepción ha llevado a medidas restrictivas, como la prohibición de ciertos productos tecnológicos y la implementación de licencias para la exportación de chips avanzados, afectando tanto a empresas estadounidenses como chinas. Por ejemplo, compañías estadounidenses que exportan semiconductores, uno de los sectores más estratégicos del siglo XXI, deben ahora afrontar una normativa restrictiva que limita las ventas a empresas chinas. Nvidia, un gigante en la producción de chips para inteligencia artificial, ha tenido que advertir sobre pérdidas millonarias debido a estas restricciones.
Este tipo de acciones ilustran cómo la rivalidad tecnológica y las preocupaciones de seguridad se cruzan con el comercio internacional, complicando aún más la posibilidad de un acuerdo amplio. Además, la relación comercial se ve afectada por la manera en que las cadenas de suministro se han reorganizado para sortear los aranceles. Aunque el volumen de importaciones directas desde China hacia Estados Unidos ha disminuido en los últimos años, cuando se consideran las importaciones indirectas, que pasan por países terceros como Vietnam, el flujo total de productos chinos hacia el mercado estadounidense podría ser incluso mayor que antes. Esto refleja una estrategia de adaptación empresarial, pero también una dinámica que dificulta el control y la regulación precisa por parte de ambos gobiernos. El desequilibrio comercial es otro punto conflictivo.
Trump ha insistido en que el déficit con China representa una pérdida de riqueza estadounidense, lo que ha fundamentado la política de aranceles y presión comercial. Sin embargo, revertir esta situación es extremadamente complicado. Forzar a empresas chinas a producir bienes en Estados Unidos supondría un proceso costoso y prolongado debido a las diferencias salariales y a una resistencia creciente hacia la inversión china en territorio estadounidense. En contraste, países como Taiwán y Corea del Sur han anunciado incrementos considerables en la producción de alta tecnología dentro de Estados Unidos, una medida que agrada a Washington pero que no se extiende a empresas chinas prominentes en sectores como la fabricación de chips y vehículos eléctricos. Por ejemplo, multinacionales como Huawei y BYD enfrentan barreras significativas para operar con libertad o expandirse en suelo estadounidense, reflejando un retorno a políticas más proteccionistas y restrictivas.
La política comercial estadounidense, trasciende lo económico y se entrelaza con la estrategia geopolítica para contener el ascenso chino. Trump ha impulsado una visión que busca no solo la reducción del déficit comercial sino también la articulación de una coalición regional con países como India, Japón y Corea del Sur para limitar la influencia del gigante asiático. Este planteamiento crea un ambiente de competencia estratégica y rivalidad que menoscaba la posibilidad de un acuerdo comercial estable y confiable. Por su parte, China enfrenta retos internos equivalentes. Su modelo de desarrollo basado en la inversión y el crecimiento industrial ha provocado problemas de sobrecapacidad, además de impulsar ambiciosos planes para dominar sectores tecnológicos, como lo refleja su iniciativa "Made in China 2025".
Aunque Pekín ha intentado minimizar la relevancia pública de este programa, Estados Unidos y otros países occidentales continúan viéndolo como una manifestación de la intención china de alcanzar supremacía tecnológica y manufacturera global. La dimensión demográfica y económica tampoco puede subestimarse. China cuenta con una población aproximadamente cuatro veces mayor que la de Estados Unidos y su producción industrial ya superó a la estadounidense hace más de una década y media. Esta escala imponente genera naturalezas y prioridades distintas en la relación comercial bilateral, dificultando a ambas partes encontrar soluciones que sean percibidas como equitativas y sostenibles. A pesar de estos desafíos, existe cierto grado de voluntad para desescalar tensiones comerciales.
La designación reciente de un nuevo negociador comercial por parte de Xi Jinping indica el interés de Pekín en mejorar las relaciones. Sin embargo, cualquier progreso estará marcado por un escepticismo justificado, considerando la experiencia pasada y los múltiples factores que condicionan el diálogo. En conclusión, el camino hacia un acuerdo comercial entre Estados Unidos y China es tortuoso y está plagado de complejidades. Los intereses económicos, tecnológicos y estratégicos, así como la profunda desconfianza mutua, convierten a cualquier pacto en algo frágil y susceptible a rupturas. A medida que ambos países intentan equilibrar competencia y colaboración, el mundo observa atentamente, consciente de que la estabilidad económica global depende en gran medida de cómo se resuelva esta relación crucial.
A futuro, la cooperación entre las dos naciones exigirá no solo negociaciones comerciales sino también esfuerzos diplomáticos profundos para gestionar las diferencias fundamentales que existen entre dos gigantes con visiones distintas sobre comercio, seguridad y desarrollo tecnológico.