En la década de 1970, Estados Unidos vivió una época económica turbulenta que marcó a toda una generación: la estanflación. Este fenómeno, caracterizado por la combinación simultánea de estancamiento económico y alta inflación, parecía haber quedado en el pasado tras los ajustes y reformas que permitieron su control en los años ochenta. Sin embargo, en 2025, las políticas arancelarias impulsadas durante la segunda presidencia de Donald Trump han reabierto la puerta a una crisis de características similares, pero con matices y complejidades propias de un mundo globalizado. La estanflación es una rareza en la economía moderna. Tradicionalmente, cuando una economía se desacelera, la inflación tiende a disminuir, y cuando la inflación se dispara, el crecimiento económico suele desacelerarse como efecto de las medidas para controlarla.
Pero en la estanflación, estos dos males ocurren simultáneamente, creando un escenario de incertidumbre y dificultad que desafía las herramientas convencionales de política económica. En el contexto actual, las tarifas impuestas por la administración Trump funcionan como una serie de “choques petroleros” autoinfligidos y múltiples a la vez. Mientras que en los años setenta la crisis estaba vinculada a restricciones en la oferta de petróleo por parte de los países productores, ahora son las cadenas globales de suministro las que se ven afectadas por un entramado de aranceles elevados que golpean desde materias primas hasta bienes de consumo final. La consecuencia inmediata de estas tarifas es un aumento generalizado en los precios. Desde productos básicos como alimentos hasta bienes manufacturados como automóviles o electrónicos, todo experimenta un encarecimiento que reduce el poder adquisitivo de las familias y genera presiones inflacionarias importantes.
Sin embargo, esta inflación no se acompaña de crecimiento, sino más bien de un estancamiento, ya que las empresas enfrentan incertidumbres para invertir y expandirse debido a la volatilidad regulatoria. Un aspecto crucial que diferencia la actual crisis de la estanflación de los años setenta es la estructura misma de la economía global. En aquel entonces, la economía estadounidense funcionaba con una mayor independencia relativa en términos de producción y consumo. Hoy, sin embargo, las cadenas globales de valor están profundamente interconectadas, lo que significa que una medida proteccionista unilateral puede desencadenar una reacción en cadena con efectos planetarios. A nivel internacional, los aliados y socios comerciales de Estados Unidos han respondido con medidas recíprocas que han cerrado mercados y aumentado costos para las empresas estadounidenses.
Esta escalada arancelaria ha impactado la confianza de los inversionistas y ha provocado una significativa caída en el valor de las corporaciones. La incertidumbre política también afecta decisiones clave, como las inversiones en infraestructura o el desarrollo de nuevas tecnologías, que requieren condiciones estables y previsibles. Las medidas tomadas por la administración Trump no solo afectan la economía real, sino que también ponen en riesgo una institución clave: la Reserva Federal. La presión para que el banco central adopte políticas monetarias más blandas, como la reducción de tasas de interés, choca con la necesidad de contener la inflación creciente. Este choque de objetivos complica aún más la respuesta a la crisis.
Si la respuesta de la Reserva Federal se ve politizada, o si el presidente decide intervenir en la independencia del banco, los efectos serán devastadores para la confianza en los mercados financieros, elevando el costo del dinero y reduciendo el dinamismo económico. La posibilidad de controles de capital o de medidas restrictivas para evitar la fuga de inversiones, aunque no son escenario inmediato, agregan tensión a la ya frágil situación. La única salida plausible de un escenario de estanflación implica recuperar la confianza tanto interna como externa. Los empresarios, inversionistas y consumidores deben creer que las políticas económicas serán coherentes, transparentes y favorables a la actividad productiva. Solo así se podrá estimular la inversión, la creación de empleo y la estabilidad de precios.
Además, será fundamental eliminar las distorsiones causadas por las tarifas y apoyar mecanismos que faciliten la reintegración comercial y económica con el mundo. Pero este proceso de recuperación será lento. La disrupción en las cadenas de suministro y la desinversión provocada por la incertidumbre arancelaria generan efectos que persisten incluso después de levantadas las barreras comerciales. Por ejemplo, el sector agrícola ha sufrido directamente las represalias y bloqueos a sus exportaciones. Esto no solo afecta la producción actual, sino las perspectivas a mediano plazo, ya que la reinversión en tierras, tecnología y capacidades productivas tarda en regenerarse.
En el caso de productos tropicales o manufacturas específicas, la sustitución de mercados y el desgaste de relaciones comerciales puede tener consecuencias prolongadas. El impacto en las familias estadounidenses es igualmente preocupante. Los precios elevados de alimentos, ropa, productos tecnológicos y automóviles reducen la capacidad de consumo, generando una caída en la demanda que a su vez afecta la producción industrial y el empleo. Este círculo vicioso dificulta la recuperación económica y aumenta la desigualdad social. A nivel político, la estanflación crea un entorno adverso para la estabilidad y la gobernabilidad.
La frustración ciudadana por la pérdida de poder adquisitivo, la incertidumbre laboral y la percepción de que las políticas públicas no ofrecen soluciones sólidas puede alimentar el descontento y dar lugar a cambios abruptos en el panorama electoral. Históricamente, los periodos de estanflación han sido una especie de tormenta perfecta para los gobiernos, al incrementar la polarización y la inestabilidad. En este contexto, es esencial que los líderes políticos actúen con visión estratégica y compromiso con la restauración del equilibrio económico y social. La figura de Donald Trump, con su estilo impredecible y su marcada inclinación hacia medidas proteccionistas y populistas, ha complicado la gestión de la crisis. Su historial empresarial, caracterizado por operaciones en el límite de la confianza comercial y financiera, no contribuye a generar credibilidad ante los mercados ni el capital global.
Asimismo, la tendencia a imponer políticas arbitrarias y contradictorias afecta tanto a inversionistas como a consumidores, quienes requieren un marco claro y estable para planificar a futuro. La incertidumbre jurídica y regulatoria actúa como un freno para la inversión responsable y sostenible. En contraste, la economía estadounidense necesita un reordenamiento que priorice la reducción de barreras, el fomento a la innovación y la integración con socios comerciales confiables. La competitividad global exige mantener descentralizadas las cadenas productivas y aprovechar las ventajas comparativas de cada país y región. Por otra parte, la recuperación del tejido económico debe considerar también la fuerza laboral, su capacitación y adaptación a las nuevas realidades tecnológicas y productivas.