El mundo enfrenta numerosas crisis de diversa índole, pero entre todas ellas, pocas tienen el potencial destructivo y la complejidad geopolítica del enfrentamiento entre India y Pakistán. A pesar de ser una pelea que involucra a las dos naciones más pobladas del planeta, con una larga historia de conflictos armados, disputas no resueltas y arsenales nucleares, la atención global que recibe este tema resulta sorprendentemente limitada, especialmente en países como Estados Unidos. Sin embargo, la amenaza permanente de que un conflicto local pueda escalar a una guerra devastadora debería mantener a la comunidad internacional en constante alerta. India, con más de 1.400 millones de habitantes, y Pakistán, con aproximadamente 240 millones, mantienen una enemistad que tiene sus raíces en la partición de 1947, cuando la región británica de la India fue dividida bajo criterios religiosos.
Esta división creó Pakistán como un estado mayoritariamente musulmán, mientras India permaneció como un país de mayoría hindú, sin embargo dentro de su territorio existe la región en disputa de Cachemira. Cachemira es el epicentro del conflicto, una zona montañosa que ha sido reclamada tanto por India como por Pakistán desde su independencia. Ambos países han librado varias guerras, y la tensión se mantiene constante con enfrentamientos esporádicos y episodios violentos. En 2025, un ataque masivo perpetrado por militantes islamistas en Cachemira controlada por India encendió nuevamente las alarmas. Este atentado brutal costó la vida a civiles hindúes y fue atribuido por India al grupo Lashkar-e-Taiba, cuya relación con los servicios de inteligencia pakistaníes ha sido objeto de controversia y acusaciones.
La respuesta india, bautizada como Operación Sindoor, llevó a ataques selectivos en Cachemira administrada por Pakistán y en territorio pakistaní, generando una escalada militar que incluyó el intercambio de fuego de artillería y el uso de drones militares cruzando la frontera. Aunque finalmente se logró un alto al fuego que, hasta ahora, se mantiene en gran medida, el peligro latente sigue siendo una amenaza real. Para comprender la gravedad de esta situación, es vital analizar la complejidad histórica y las dinámicas geopolíticas que la envuelven. Durante la Guerra Fría, la relación entre estas naciones se enmarcó en el enfrentamiento más amplio entre Estados Unidos, la Unión Soviética y sus aliados. Con China como actor clave en la región, el mapa geopolítico se definió por alianzas estratégicas: China respaldaba a Pakistán, mientras India tenía una alianza de conveniencia con la Unión Soviética.
La política americana, influenciada por la lógica de la Guerra Fría, favoreció a Pakistán frente a India, impulsando relaciones diplomáticas y militares que tuvieron consecuencias duraderas. Un episodio particularmente oscuro fue la guerra de independencia de Bangladesh en 1971. Estados Unidos apoyó a Pakistán, a pesar de las atrocidades cometidas durante el conflicto, debido a su alineamiento estratégico contra la influencia soviética y para mantener la estabilidad regional. Este apoyo estadounidense, marcado por la administración Nixon y Kissinger, fue muy criticado posteriormente. Sin embargo, el fin de la Guerra Fría y la transformación del escenario internacional exigieron un replanteamiento.
Durante los años 90, la política exterior estadounidense comenzó a cambiar, con la administración Clinton adoptando una postura de intento de acercamiento a China y otras potencias, así como fomentando alianzas con democracias emergentes. India, con su sistema democrático sólido, comenzó a ser vista como un socio estratégico potencial en el ángulo de la contención de China. Pero la relación con Pakistán siguió siendo ambivalente. Tras los ataques del 11 de septiembre de 2001, la importancia de Pakistán como aliado en la lucha contra el terrorismo, especialmente en Afganistán, quedó manifiesta. El país pasó a ser un intermediario esencial para las operaciones estadounidenses, aunque sus vínculos con grupos militantes como los talibanes y Lashkar-e-Taiba generaron tensiones y dudas.
Con el cambio en el equilibrio de poder, India ha emergido como una potencia económica y militar en crecimiento. Su producto interno bruto y su gasto en defensa superan ampliamente los de Pakistán. Además, India ha diversificado sus fuentes de armamento, adquiriendo tecnología avanzada de Rusia, Francia y Estados Unidos, consolidando así un arsenal muy superior. Pakistán, en contraste, atraviesa dificultades económicas que limitan su capacidad militar y le hacen depender fuertemente de China para el suministro de armas y apoyo político. Este desequilibrio ha modificado la dinámica regional.
India exhibe una postura más firme y menos retenida, confiando en que su ventaja estratégica puede ser decisiva. Pakistán, por su parte, se apoya cada vez más en la disuasión nuclear y en la retórica nacionalista que refuerza la narrativa sobre la necesidad de proteger a la ciudadanía de la influencia india. Estados Unidos, mientras tanto, se encuentra en un terreno resbaladizo. La llamada era de competencia entre grandes potencias ha hecho que la política exterior del país se dirija hacia la construcción de alianzas sólidas con India, con el objetivo de contener la influencia china en Asia. Informes y recomendaciones de prestigiosas instituciones y centros de análisis estadounidense apuntan a profundizar la colaboración militar y estratégica con India, incluyendo intercambio de inteligencia, ejercicios conjuntos y desarrollo tecnológico compartido.
Esta implicación indirecta en la rivalidad India-Pakistán puede ser interpretada como un factor más que alimenta las tensiones. Aunque Washington no parece tener intención de involucrarse directamente en el conflicto, su respaldo a India puede modificar significativamente el balance regional y aumentar las probabilidades de confrontación. Una paradoja evidente es que, pese a la gravedad de la situación y las constantes alarmas, la cobertura mediática en países occidentales, en particular en Estados Unidos, es escasa y superficial. Temas recurrentes como las decisiones políticas internas o las tensiones comerciales suelen opacar estas cuestiones internacionales de gran calado. Esta aparente indiferencia puede llevar a subestimar los riesgos y a reducir los esfuerzos diplomáticos para prevenir una escalada violenta.
Además, la situación se complica con los actores internos de Pakistán, donde los grupos islamistas y la estructura militar tienen intereses contrapuestos respecto a la solución del conflicto con India. Las implicaciones religiosas y nacionales impregnan la política pakistaní de tal forma que cualquier intento de negociación o acercamiento es difícil y arriesgado. El futuro es incierto. El cese al fuego actual es frágil y depende en gran medida de decisiones políticas y mediaciones internacionales que, por distintas razones, no siempre cuentan con el impulso necesario. El conflicto sobre Cachemira, lejos de resolverse, sigue siendo un foco latente de violencia y de confrontación que puede reactivar en cualquier momento una guerra devastadora.
El contexto global, marcado por la rivalidad entre Estados Unidos y China, además, tiende a instrumentalizar estas tensiones para sus propios objetivos estratégicos. Para evitar que esta región se convierta en un polvorín de consecuencias imprevisibles es necesario fomentar un enfoque diplomático multilátero que incluya a todos los actores relevantes y que busque soluciones integrales, no solo temporales. Esto implica una revisión honesta de los roles históricos, de los intereses legítimos de las poblaciones involucradas y de las responsabilidades internacionales. El mundo no puede permitirse ignorar esta situación. Tanto por la escala humana como por el impacto geopolítico, la tensión entre India y Pakistán merece un lugar destacado en la agenda global.
La prevención de un conflicto armado de alta intensidad en esta región es una tarea que requiere atención, compromiso y acción decidida antes de que sea demasiado tarde.