A mediados del siglo XIX, mientras la fiebre del oro atraía a miles de personas hacia las tierras del sur de Nueva Zelanda, en la Isla Norte se desarrollaba una aventura económica muy diferente que involucraba un tesoro natural cuya apariencia dorada rivalizaba con el oro mismo: la resina del árbol kauri, conocida como kauri gum. A diferencia del metal precioso, esta resina era un producto orgánico que, tras ser recolectado y refinado, se convirtió en uno de los principales bienes de exportación del país durante casi un siglo. Los árboles kauri, nombre científico Agathis australis, son coníferas gigantes que sólo crecen en una región muy limitada del norte de Nueva Zelanda, por encima de los 38 grados de latitud sur. Su mágica supervivencia a épocas glaciares les permitió extenderse lentamente, y fueron altamente valorados tanto por su madera, recta y resistente, como por la resina que segregan. Esta resina, que brota de grietas en la corteza, se endurece al contacto con el aire y sirve desde tiempos ancestrales a los Māori con diversos propósitos utilitarios y ceremoniales.
La resina, llamada kapia por los Māori, era masticada fresca como una goma natural y se usaba tradicionalmente para tratar dolencias digestivas. También fue aprovechada para encender fuego debido a su alta inflamabilidad y para crear pigmentos característicos en los tatuajes tradicionales que adornaban los rostros de muchos indígenas. Además, la habilidad de transformar la resina en objetos artísticos y joyas mostraba un vínculo cultural profundo entre este recurso y el pueblo originario. En el siglo XVIII, cuando el explorador británico James Cook visitó la península de Coromandel, notó grandes masas de resina, aunque confundió su origen. No fue hasta 1819 que expertos británicos confirmaron que provenía del árbol kauri.
Sin embargo, la importancia comercial de la resina no se reconoció inmediatamente en Europa. En 1836, un intento inicial de exportar kauri gum a Londres fue un fracaso y la mayoría del cargamento fue desechado. La situación cambió cuando, por casualidad, un comerciante dedicado a fabricar barnices identificó la resina como un ingrediente excelente para sus productos, dando inicio a una próspera industria. A partir de entonces, tanto Māori como colonos europeos y migrantes, especialmente de Dalmacia (en la actual Croacia), comenzaron a recolectar resina en áreas boscosas y pantanosas para su posterior exportación. Inicialmente, la resina era fácil de hallar en la superficie, normalmente alrededor de los árboles muertos, pero al agotarse las capas superiores, los extractores tuvieron que adentrarse en un trabajo arduo y sucio excavando hasta seis metros en el suelo en busca de depósitos enterrados.
El trabajo del recolector de kauri gum era físico y demandante. Usaban varas metálicas largas para detectar la resinosa presencia bajo la tierra y luego cavaban con pala para recogerla y limpiarla cuidadosamente. Las comunidades de extractores surgieron en vastas zonas del norte, en particular alrededor de ciudades como Dargaville, Kaitaia y Kaikohe. Allí, bajo condiciones precarias, vivían en improvisados refugios de lona y matorrales, enfrentando el lodazal, la soledad y jornadas interminables. Este auge generó también un gran impacto en el desarrollo económico y social de Nueva Zelanda.
La industria del kauri gum ha sido reconocida como una de las bases para la expansión de Auckland y otras ciudades importantes. Entre 1850 y 1950, se exportaron más de 450,000 toneladas de resina, valoradas en aproximadamente 25 millones de libras, principalmente hacia el Reino Unido, donde se utilizaba para fabricar barnices, pinturas y linóleo. No obstante, el auge de la industria tuvo un alto costo ambiental. Se drenaron pantanos y se talaron extensas áreas forestales para facilitar la extracción. Algunos recolectores comenzaron incluso a extraer la resina de árboles vivos mediante cortes en la corteza —práctica conocida como “sangrado”— que debilitaba gravemente a los árboles y frecuentemente causaba su muerte.
Ante esta amenaza, en 1905 las autoridades neozelandesas prohibieron la extracción de resina viva en los bosques estatales. A pesar de estas medidas, la popularidad del kauri gum declinó a partir de la década de 1930, cuando surgieron alternativas sintéticas para barnices y revestimientos, como los productos basados en alquídicos y el vinilo que desplazaron el linóleo. Este cambio tecnológico, junto con el agotamiento de los depositos, llevó al colapso paulatino de la actividad extractora. Hoy en día, el kauri gum es una rareza valiosa y apetecida en el mercado de antigüedades y coleccionistas, valorada no solo por su belleza y coloración que puede variar desde blanco calcáreo hasta marrón rojizo y negro profundo, sino también por su significado histórico y cultural. Piezas pulidas pueden alcanzar altos precios y se exhiben a menudo como ejemplos tangibles del legado de los extractores.
La tala masiva y la explotación indiscriminada de los bosques kauri a lo largo del siglo XX dejaron extensiones fragmentadas, poniendo en riesgo a estos árboles milenarios que pueden vivir más de mil años. Desde mediados del siglo XX, las campañas de conservación se incrementaron notablemente, estableciendo reservas como el Santuario del Bosque Waipoua, hogar del imponente Tāne Mahuta, el árbol kauri más grande y probablemente el más antiguo en existencia viva. Sin embargo, la supervivencia del kauri enfrenta ahora una nueva amenaza: la enfermedad denominada “kauri dieback”, causada por un patógeno del suelo llamado Phytophthora agathidicida. Esta plaga afecta las raíces y compromete la absorción de nutrientes, provocando la muerte gradual del árbol. La propagación se facilita por la transferencia de suelo contaminado a través de calzado, vehículos y animales.