En el lenguaje cotidiano, es común escuchar términos como “accidente de coche” o incluso “accidente aéreo” para referirse a eventos en los que hay colisiones de vehículos o siniestros en el aire. Sin embargo, en el mundo de la seguridad vial y entre especialistas que estudian la prevención y el análisis de estos incidentes, esa forma de nombrar estas tragedias está lejos de ser adecuada. Desde hace varios años, expertos y organizaciones dedicadas a la reducción de muertes en las vías han promovido un cambio crucial: dejar de usar la palabra “accidente” y adoptar términos como “choque” o “colisión”. La razón de este cambio no es solo semántica, sino que está profundamente ligada a cómo percibimos estas situaciones, cómo atribuimos responsabilidad y, sobre todo, cómo podemos actuar para prevenirlas. La palabra “accidente” provoca la idea de que un evento es algo inevitable o un hecho fortuito, sin causa ni culpable.
Esta percepción hace que problemas, como conducir bajo los efectos del alcohol, el exceso de velocidad o la mala infraestructura vial, no sean considerados de manera rigurosa o con la gravedad que merecen. En cierto modo, usar “accidente” implica una postura pasiva frente a la realidad de los choques de tránsito y limita la voluntad colectiva y gubernamental para implementar cambios efectivos que salven vidas. Históricamente, en las primeras décadas del siglo XX, cuando los automóviles comenzaron a popularizarse, la prensa cubría los siniestros viales como hechos trágicos donde el vehículo era visto como una máquina peligrosa y letal. No usaban el término “accidente” para referirse a estas colisiones. En esa época, la responsabilidad recaía mayormente en los conductores y la sociedad estaba más consciente de los riesgos inherentes a la nueva movilidad.
Sin embargo, con el tiempo, la industria automotriz y grupos de interés comenzaron una campaña para cambiar esta narrativa. Se impulsó la idea de que la culpa de los choques recaía en los peatones, promoviendo leyes que limitaban el uso de las calles por parte de personas a pie y desalentaban la responsabilidad de los conductores. Para facilitar esta transformación social, la palabra “accidente” pasó a ser un término común en las noticias y en los informes oficiales, ayudando a difuminar la culpa y a presentar los choques como sucesos inevitables. Esta manipulación del lenguaje fue logrando su objetivo y hoy es común en medios, documentos legales y en el discurso popular referirse a un siniestro vial o a una colisión como “accidente”. Pero el costo de esta elección es muy alto: distrae la mirada sobre las causas reales y las soluciones posibles.
Un choque no es fruto de un azar, sino de una concatenación de factores que pueden analizarse y modificarse para prevenir la próxima tragedia. Fijar la atención en un “accidente” implicaría asumir que no podemos hacer mucho, que hay una suerte de destino que conduce a esos hechos. En cambio, hablar de “choques” o “colisiones” apunta a la responsabilidad humana y a la necesidad de entender y corregir los errores, conductas y fallas estructurales que los provocan. Una de las voces clave en la lucha por este cambio ha sido William Haddon, pionero en la seguridad vial y primer director de la Administración Nacional de Seguridad del Tráfico en Carreteras, quien desde la década de 1960 ya promovía la idea de no usar el término “accidente”. Su planteamiento involucraba que cada choque podía analizarse en términos de factores humanos, del vehículo y del entorno, y por tanto, cada uno era prevenible.
Además, esta precisión en el lenguaje refleja el abordaje integral que debe tener la seguridad vial, considerando aspectos como la educación, la ingeniería vial, el comportamiento humano y la regulación. Reconocer que un choque no es accidente urgente nos empuja a exigir mejores políticas públicas, cambios en las infraestructuras, campañas de concientización y sanciones más efectivas. En la actualidad, algunos cuerpos policiales y departamentales de tránsito, así como medios de comunicación responsables, han empezado a adoptar el término correcto: “choque”. Organizaciones como Families for Safe Streets y Transportation Alternatives, que agrupan a familias afectadas por siniestros viales, han lanzado campañas para erradicar “accidente” del vocabulario común. Estas iniciativas buscan que el público general, los periodistas y los funcionarios entiendan el impacto que tiene el uso de la palabra y el efecto psicológico que provoca.
Un ejemplo concreto de cómo el lenguaje afecta la narrativa es cuando se describen hechos donde hay una acción intencional, como un conductor que arrolla a varias personas. Si en esos momentos se utiliza la palabra “accidente”, se puede diluir la gravedad del crimen o la irresponsabilidad detrás del acto. En cambio, “choque” invita a tomar la situación con la seriedad que merece y a no normalizar la violencia en la vía pública. Además, cambiar el término también contribuye a desmitificar la falsa idea de “destino” o “suerte” que a veces rodea estos sucesos. El transporte moderno implica decisiones que afectan la seguridad: respetar límites de velocidad, evitar distractores al volante, no conducir bajo los efectos del alcohol, mejorar el diseño urbano para proteger a peatones y ciclistas, y asegurar un mantenimiento adecuado de las vías y vehículos.
Por lo tanto, cada choque es una falla que puede evitarse. Un aspecto relacionado que se suele ignorar es cómo ciertas palabras modifican dinámicas sociales y culturales. Por ejemplo, el término “jaywalking” o “cruce imprudente” fue promovido en el siglo XX para criminalizar a los peatones y atribuirles la culpa casi exclusiva en muchos incidentes de tránsito, fortaleciendo así la hegemonía del automóvil sobre espacios públicos originalmente pensados para las personas. Este término, junto con “accidente”, forman parte de un entramado lingüístico que influye en la percepción pública y las políticas de movilidad. Este cambio de paradigma incluye también la manera en que como sociedad abordamos la ética y responsabilidad respecto a la conducción y el uso de las calles.
Adoptar un lenguaje más preciso y consciente no solo ayuda a respetar a las víctimas, sino que también impulsa una cultura de mayor responsabilidad y prevención. En conclusión, dejar de decir “accidente de coche” para decir simplemente “choque” o “colisión” es un paso esencial hacia una conciencia más clara y efectiva sobre lo que sucede en nuestras calles y carreteras. El lenguaje moldea la percepción y la acción; al elegir cuidadosamente nuestras palabras, podemos transformar la manera en que enfrentamos la seguridad vial. Cada vida perdida es una tragedia que podría prevenirse, y comenzar a describir lo que ocurre con propiedad es un acto fundamental para mejorar las políticas, la educación y la infraestructura, y en última instancia, salvar vidas humanas.