El momento en que un bebé comienza a caminar es uno de los hitos más esperados y observados en el desarrollo infantil. Más allá de su importancia emocional para los padres, esta etapa representa un indicador crucial del desarrollo neuro-motor y cognitivo del niño. Recientemente, un estudio de meta-análisis realizado sobre 70,560 lactantes de ascendencia europea ha aportado valiosos avances en la comprensión de los factores genéticos que influyen en la edad al inicio de la marcha independiente. La edad a la que un niño comienza a caminar varía considerablemente, usualmente entre los 8 y 18 meses de edad, rango que se considera dentro de la norma del desarrollo. Sin embargo, este periodo puede estar condicionado por múltiples factores, tanto ambientales como genéticos.
Este nuevo estudio se centra en la dimensión genética, utilizando un exhaustivo análisis de asociación del genoma completo (GWAS, por sus siglas en inglés) para descubrir qué variantes genéticas influyen sobre esta importante habilidad motora. El estudio reunió y analizó datos de cuatro cohortes europeas diferentes: el Norwegian Mother, Father and Child Cohort Study (MoBa), el Netherlands Twin Register (NTR), el Lifelines study, y el United Kingdom Medical Research Council National Study for Health and Development (NSHD). Esta reunión de datos permitió la incorporación de un gran volumen de información genética y fenotípica, lo que aumentó la precisión y robustez de los hallazgos. Uno de los resultados más reveladores fue que aproximadamente el 24% de la variabilidad en la edad de inicio al caminar puede explicarse por variaciones comunes en el ADN. Esta cifra subraya una alta heredabilidad del rasgo, lo que implica que factores genéticos juegan un rol significativo en determinar cuándo un bebé da sus primeros pasos.
Además, se identificaron 11 loci genómicos independientes con asociaciones estadísticamente significativas con la edad al inicio de marcha. Entre estos, resalta el gen RBL2, que desempeña papel en la regulación transcripcional y está asociado a un trastorno neurodesarrollativo raro que incluye retrasos en la marcha. Un análisis adicional de expresión genética mostró que las variantes en este gen influyen en la expresión de RBL2 en regiones cerebrales utilizadas para el control del movimiento, reforzando la relevancia biológica de este hallazgo. Este hallazgo sugiere que ciertas variantes genéticas influyen directamente en el desarrollo del sistema nervioso central, afectando áreas como la corteza cerebral, ganglios basales y cerebelo, conocidas por su rol en la coordinación motora y control del movimiento. De hecho, el análisis de asociación funcional de estos loci mostró una concentración de expresiones genéticas en tejidos cerebrales relacionados, particularmente durante fases cruciales del desarrollo prenatal, entre las 19 y 24 semanas de concepción.
Más allá de las influencias directas sobre el comienzo de la marcha, el estudio reveló relaciones genéticas interesantes con otros rasgos y condiciones. Por ejemplo, hubo una correlación genética negativa con la presencia de Trastorno por Déficit de Atención e Hiperactividad (TDAH) y con el Índice de Masa Corporal (IMC) tanto infantil como adulto. Esto implica que las variantes genéticas que predisponen a un inicio más tardío en la marcha pueden estar relacionadas con una menor probabilidad genética de padecer TDAH o de tener mayor IMC. En contraste, la edad al inicio de la marcha mostró una correlación genética positiva con el rendimiento cognitivo y años de educación, sugiriendo que los factores genéticos que retrasan el logro de este hito motor podrían estar asociados con mejores capacidades cognitivas y resultados educativos posteriores. Los resultados indican que hay un importante y complejo entramado genético que influye simultáneamente en la evolución motora, cognitiva y conductual.
Adicionalmente, los investigadores evaluaron la capacidad predictiva del puntaje poligénico —que suma el efecto combinado de múltiples variantes genéticas— sobre la edad de inicio de la marcha. Este puntaje fue capaz de explicar entre el 3% y el 5.6% de la variabilidad en muestras independientes, y los análisis dentro de pares de hermanos demostraron que esta asociación refleja efectos genéticos directos, descartando grandes sesgos debidos a influencias ambientales pasivas o estructurales como la endogamia o la correlación gen-ambiente. Para profundizar aún más en el aspecto neurobiológico, se examinó la relación entre el puntaje poligénico relacionado con la edad de inicio al caminar y las medidas cerebrales de neonatos, usando imágenes de resonancia magnética. Se encontró que un puntaje poligénico mayor —que predice una edad más tardía para comenzar a caminar— está asociado con un mayor volumen en regiones del cerebro implicadas en el control motor, tales como los ganglios basales, tálamos, cerebelo, pons y medula.
Asimismo, también se relacionó positivamente con un índice más alto de plegamiento cortical en ambos hemisferios cerebrales. Estos resultados apoyan la hipótesis de que el desarrollo estructural cerebral prenatal y neonatal influye en la habilidad motora inicial. Los hallazgos plantean también preguntas fascinantes sobre la evolución y adaptación del desarrollo motor. La variabilidad en la edad de inicio al caminar podría reflejar estrategias adaptativas donde un mayor tiempo de maduración cerebral —y por ende de especialización funcional— es compatible con beneficios en otras áreas como el desarrollo cognitivo o conductual. Esta idea podría explicar la amplia variación observada en la población y la coexistencia de múltiples trayectorias de desarrollo consideradas normales.
El uso actual de la edad para comenzar a caminar como un marcador clínico para la detección temprana de trastornos del desarrollo es una práctica extendida en muchas guías nacionales. Sin embargo, el conocimiento generado con datos genéticos brinda una nueva perspectiva que podría mejorar la precisión de estos métodos, minimizando falsos positivos y permitiendo la identificación más temprana de aquellos niños que realmente se beneficiarían de intervenciones específicas. Cabe destacar que a pesar de la fuerza del estudio, algunas limitaciones son reconocidas. La participación en los distintos cohortes puede contener sesgos de selección y las estimaciones no fueron extrapolables a poblaciones fuera de ascendencia europea, requiriendo futuras investigaciones multiculturales que incluyan poblaciones diversas para validar y ampliar estos hallazgos. Finalmente, esta investigación abre la puerta a futuros estudios que incorporen la combinación de información genética con datos clínicos, ambientales y de desarrollo temprano para construir modelos predictivos más robustos.
Esto permitirá a clínicos y profesionales de la salud diseñar intervenciones personalizadas y mejorar el seguimiento del desarrollo infantil. En conclusión, la edad en la que un niño comienza a caminar no solo es un reflejo del desarrollo motor observable, sino que también está profundamente influenciada por una compleja red de factores genéticos. Estos hallazgos ofrecen una innovadora ventana para entender mejor el desarrollo neurológico precoz y su vínculo con la salud y funcionamiento cognitivo a lo largo de la vida.