Desde octubre de 2023, el conflicto entre Israel y Gaza ha alcanzado niveles de violencia y complejidad que amenazan con agravar todavía más una situación ya profundamente crítica. El primer ministro israelí, Benjamin Netanyahu, anunció recientemente un plan para una ofensiva intensiva en Gaza con el objetivo declarado de capturar y ocupar territorio, desarraigar el régimen de Hamas y asegurar la liberación de los últimos rehenes en manos del grupo palestino. Sin embargo, este plan no solo ha provocado preocupación internacional, sino que también está polarizando profundamente a la sociedad israelí y generando una crisis humanitaria sin precedentes en Gaza. El mensaje central de Netanyahu es claro y contundente: Israel no planea solo incursiones temporales, sino establecer control permanente en áreas estratégicas de Gaza. Para lograrlo, el ejército israelí prevé una operación militar masiva que conlleva la posibilidad, casi inminente, de más muertes civiles y la destrucción de infraestructuras vitales.
Brigadier-General Effie Defrin, portavoz de las Fuerzas de Defensa de Israel, ha descrito la iniciativa como la preparación para la "caída y sumisión" del régimen de Hamas. No obstante, expertos y analistas militares expresan escepticismo sobre la viabilidad de alcanzar estos objetivos sin un alto costo estratégico y humanitario. Uno de los aspectos más controvertidos del plan gubernamental consiste en obligar a más de dos millones de palestinos a desplazarse hacia el sur de Gaza, una zona ya devastada, con la promesa de suministrar ayuda humanitaria. No obstante, la brutal realidad señala lo contrario: desde hace más de dos meses, Israel ha mantenido un bloqueo total que impide la entrada de alimentos, medicinas y otros recursos esenciales, exacerbando la crisis sanitaria y alimentaria. Organismos internacionales como la ONU han rechazado participar en la implementación de esta estrategia, considerándola una clara violación de los principios humanitarios fundamentales.
La comunidad internacional ha expresado su alarma por la situación. Países aliados de Israel, como el Reino Unido, Francia y Alemania, han manifestado su oposición a la nueva ofensiva y han advertido sobre los riesgos de una escalada que podría desencadenar un desastre humanitario mayor. En declaraciones conjuntas, estos gobiernos han enfatizado la obligación de Israel de respetar el derecho internacional humanitario, garantizando el paso ininterrumpido de ayuda y evitando cualquier acción que pueda fomentar cambios demográficos forzados o violar los derechos básicos de la población civil. En contraste con estas señales diplomáticas, algunas voces dentro del propio gabinete israelí han empleado un discurso alarmante. Líderes ultranacionalistas, como el ministro de Finanzas Bezalel Smotrich, han llegado a describir abiertamente la destrucción total de Gaza en un plazo de seis meses, alentando la idea de una "reubicación" forzada, término que recuerda las prácticas históricas más polémicas que han sido catalogadas por muchos como intentos de transferencia o expulsión masiva de poblaciones.
Esta postura no solo ha generado condenas internacionales, sino que también ha tensado la situación política interna en Israel. Cada vez son más los reservistas que se niegan a continuar prestando servicio bajo la actual administración, acusando al primer ministro de prolongar el conflicto para mantener su poder político y el respaldo de sectores extremistas que lo sostienen. Asimismo, los familiares de los rehenes capturados han manifestado su frustración y temor frente a lo que perciben como una estrategia ineficaz para garantizar la liberación de sus seres queridos, en una guerra que se prolonga y cobra más víctimas. La dinámica actual no ayuda a un desenlace pacífico. El precedente de acuerdos de alto el fuego y ceses temporales de hostilidades demuestra que la liberación de rehenes puede lograrse mediante negociaciones más que con campañas ofensivas continuas.
Sin embargo, la presión política y social, tanto interna como externa, parece impulsar a Netanyahu y su gobierno a una postura cada vez más beligerante. El impacto de estas acciones también trasciende las fronteras de Israel y Gaza, generando una condena global generalizada y fomentando un clima de horror entre las poblaciones civiles y observadores internacionales. No solo se trata de la pérdida humana y material, sino del profundo deterioro de las condiciones de vida, el bloqueo total que limita la entrada de alimentos y medicinas y las perspectivas sombrías para millones de personas atrapadas en medio de un conflicto que parece no tener fin. Las repercusiones legales tampoco pueden ser subestimadas. Juristas internacionales y organismos como la Corte Internacional de Justicia están vigilando de cerca cualquier acción que pueda constituir un crimen de guerra o incluso un acto de genocidio, a partir de declaraciones públicas y evidencia sobre el terreno.
Esta presión puede complicar aún más la situación diplomática israelí y su relación con aliados estratégicos. Además, la prolongación del conflicto y las operaciones militares masivas podrían derivar en un aumento de la resistencia armada no solo dentro de Gaza, sino también en otras regiones, incentivando un ciclo de violencia perpetuo que difícilmente traerá estabilidad ni seguridad a largo plazo. Según análisis de la administración estadounidense, la ofensiva israelí podría generar un reclutamiento creciente de militantes que compensarían las bajas, prolongando la insurgencia y dificultando la pacificación. Finalmente, es importante destacar que la guerra no solo divide a enemigos, sino que también puede fracturar a sociedades unidas en apariencia. En Israel, el plan de Netanyahu ha generado una división profunda entre quienes apoyan la estrategia actual, creyendo en la necesidad de una respuesta dura para garantizar la seguridad nacional, y quienes advierten sobre las consecuencias políticas, sociales y éticas de una guerra prolongada.