En el mundo de la tecnología y los sistemas complejos, la gestión de incidentes es una actividad fundamental para mantener la disponibilidad y confiabilidad de servicios que millones de usuarios utilizan día a día. Sin embargo, existe una creencia generalizada, que a primera vista parece lógica, pero que en realidad no está respaldada por los datos empíricos: la suposición de que podemos prevenir todas las caídas críticas dedicando más esfuerzo a los análisis y acciones post-incidente. Esta idea se traduce en que las organizaciones priorizan dedicar más tiempo y recursos a analizar incidentes de alta severidad (como los SEV0 o SEV1) con la esperanza de que dicho trabajo evite que vuelvan a ocurrir. Pero, ¿es realmente así? ¿Puede un equipo de ingeniería evitar completamente su última gran caída? La respuesta, de acuerdo con la experiencia de expertos en sistemas complejos, es no. La realidad de los sistemas complejos es que no hay un solo factor causal ni una única causa raíz para los incidentes.
Cada evento que lleva a una caída significativa suele ser el resultado de una interacción única e irrepetible de múltiples factores, circunstancias y condiciones. Por eso, aunque se hagan análisis detallados después de cada incidente, no podemos garantizar que lo que aprendemos de ese evento evitará el próximo incidente de alta severidad, porque es probable que el próximo sea diferente en origen y naturaleza. Esto se aleja mucho del enfoque tradicional de búsqueda de causa raíz, que trata de identificar ese único punto de falla que, si se elimina, previene la recurrencia del problema. El trabajo post-incidente sigue siendo crucial, pero no por la razón que muchos asumen. Más que intentar eliminar por completo la posibilidad de una caída futura, el valor real reside en reducir el impacto y mitigar el riesgo de los futuros incidentes de manera más general.
Esto puede traducirse en mejorar la detección temprana de fallos, implementar sistemas que acoten el alcance de los daños, fortalecer procesos de respuesta, y entender mejor la complejidad del sistema para adaptarnos continuamente. La eficacia del trabajo post-incidente debería medirse menos por la prevención absoluta y más por la reducción progresiva de riesgos y daños. Un enfoque común dentro de las organizaciones es que si una caída es categorizada como SEV0 (la más crítica), entonces todo el equipo debe centrarse en ella con urgencia y dedicar amplios recursos a su análisis post mortem. Por el contrario, incidentes con menor impacto o severidad reciben proporcionalmente menos atención. Aunque esta estrategia parece racional y alineada con la lógica –derivar esfuerzos donde el daño ha sido mayor–, no hay evidencia sólida que demuestre que invertir tiempo post incidente en un evento SEV0 tenga mayor retorno de inversión en términos de disponibilidad futura que hacerlo en incidentes menos graves.
De hecho, el revisar el historial de incidentes revela que cada gran caída suele ser diferente a incidentes anteriores de igual gravedad. Por ejemplo, una gran caída puede causar una falla por una combinación inesperada de errores en hardware, problemas de configuración y fallos humanos, que no tienen relación directa con eventos pasados. Por esta razón, confiar exclusivamente en el análisis de incidentes previos de alta severidad para prevenir futuros fallos es limitado y puede generar una sensación falsa de seguridad. Es fundamental que las organizaciones amplíen su foco y aprendan a extraer señales valiosas de otras fuentes además de las caídas más críticas. Por ejemplo, incidentes menores o “near misses” (casi fallos) pueden ofrecer insights muy importantes sobre debilidades latentes en los sistemas.
Estos eventos de baja severidad no generan impactos catastróficos, pero reflejan fallos potenciales y señales tempranas que podrían escalar si no se abordan a tiempo. Ignorar estas señales puede llevar a perder oportunidades claves para mejorar la resiliencia antes de que ocurra un incidente grave. Además, los datos no incidentes, como métricas de rendimiento, logs de evento, cambios en la infraestructura o la forma en que el sistema se usa, también pueden proveer información valiosa para anticipar riesgos y adaptar mecanismos de defensa. La clave está en construir sistemas y procesos que analicen estos datos de forma continua y permitan identificar patrones, anomalías y tendencias que son indicadores tempranos de problemas. Otro aspecto sumamente importante es la asignación eficiente del tiempo y la atención del equipo de ingeniería.
El presupuesto de atención es limitado, por lo que es indispensable priorizar las investigaciones y acciones que entreguen mayor valor para la reducción de riesgos futuros, no simplemente siguiendo la gravedad del incidente que acaba de ocurrir. Esto requiere un entendimiento profundo de los patrones de fallos, la capacidad de interpretar señales diversas, y la disposición a cuestionar supuestos tradicionales. De esta forma, el equipo puede invertir su energía en hallar hilos de información que revelen vulnerabilidades subyacentes o puntos de mejora significativos. En definitiva, el riesgo cero no existe para sistemas complejos; siempre habrá algún tipo de fallo imprevisto y último que no podemos evitar. La verdadera fortaleza reside en aceptar esta realidad e instaurar mecanismos que permitan navegar la complejidad, adaptarse y recuperarse rápidamente.
El trabajo post-incidente eficaz debe orientarse hacia construir esa resiliencia, en lugar de perseguir la quimera de eliminar por completo cualquier futura caída. Para las organizaciones que buscan mejorar su postura ante incidentes, es vital tomar conciencia de varias ideas clave. Primero, entender que no existe un incidente final que se pueda prevenir al 100 %. Segundo, aprender que todas las caídas son únicas, resultado de interacciones complejas y a menudo imprevisibles. Tercero, reconocer que el análisis post-incidente debe apuntar a mejorar la capacidad de respuesta, mitigar impactos y encontrar señales de riesgo no solo en eventos de alta severidad sino también en incidentes menores y datos operativos.
Y cuarto, administrar el tiempo y recursos de manera que se enfoquen en temas con mayor potencial de reducir riesgos futuros, independientemente de la gravedad del incidente que les dio origen. La mentalidad de gestión de incidentes debe evolucionar hacia un modelo más dinámico, flexible y enfocado en la mejora continua. Incorporar conceptos de sistemas complejos, aceptar la incertidumbre, e invertir en capacidades de monitoreo, alerta temprana, automatización de respuestas y aprendizaje constante es el camino para reducir el impacto de las caídas inevitables. En resumen, enfrentar la realidad de que tu última caída no puede ser prevenida con absoluta certeza es un paso necesario para desarrollar sistemas más robustos y resilientes. Aprender de cada incidente, sí, pero hacerlo con una mirada amplia, que valore señales diversas, explore la complejidad y no se quede preso en intentar eliminar el riesgo inexistente de un fallo cero total.
Así se construye una cultura y arquitectura de software preparada para surfear la complejidad y minimizar daños, no una quimera inalcanzable.