En un mundo dominado por la velocidad y la innovación constante, la tradición suele ser vista como un lastre o una barrera para el progreso. Sin embargo, investigaciones recientes sugieren que las tradiciones no solo son valiosas por razones sentimentales o culturales, sino que encarnan una sabiduría acumulada a lo largo de generaciones, difícil de replicar mediante el razonamiento individual o la innovación aislada. La tradición, en muchos sentidos, es más inteligente que nosotros. Este concepto fue explorado a fondo en 2016 por Joseph Henrich en su libro "The Secret of Our Success" (El Secreto de Nuestro Éxito). Su investigación revela que gran parte de la capacidad humana para sobrevivir y adaptarse no depende únicamente de la inteligencia individual, sino de la acumulación cultural, de conocimientos y prácticas heredadas que han sido refinadas a través del tiempo para enfrentar desafíos específicos del entorno.
Un ejemplo ilustrativo es el procesamiento de la yuca amarga. Este alimento es un pilar para muchas comunidades, especialmente en América Latina y África, pero contiene compuestos tóxicos que pueden envenenar a quien lo consume sin la preparación adecuada. Las técnicas para eliminar estos tóxicos son complejas, laboriosas y no intuitivas. Son fruto de un proceso cultural que se transmite de generación en generación, aunque las personas actualmente involucradas en su preparación en muchos casos no entiendan completamente el porqué de cada paso. Intentar que alguien descubra por sí mismo cómo preparar correctamente la yuca amarga puede ser fatal.
Muchos exploradores europeos llevaron consigo su razón y habilidades para resolver problemas, pero sucumbieron en ambientes para los que no tenían la acumulación cultural necesaria. Esto confirma la idea de Henrich, quien señala que confiar exclusivamente en la inteligencia y el razonamiento no garantiza la supervivencia. Sin la cultura acumulada y su transmisión fiable, el conocimiento útil desaparece. En África, donde la yuca se introdujo sin las técnicas ancestrales de procesamiento, muchas comunidades aún enfrentan problemas de envenenamiento crónico. La dificultad para transmitir esa compleja tradición evidencia la imposibilidad de sustituir el conocimiento cultural profundo por inventos individuales o soluciones racionales impuestas desde fuera.
También existen prácticas culturales cuya eficacia radica en una utilidad que escapa a la comprensión consciente de quienes las ejecutan. Como las prácticas de los nativos Naskapi en Canadá para cazar caribúes o la adivinación mediante huesos o aves en Indonesia y Borneo, que pueden parecer supersticiones a ojos modernos, pero cumplen funciones adaptativas, como generar comportamientos aleatorizados para evitar ser predecibles y fallar en ambientes competitivos o riesgosos. Este tipo de tradiciones muestran que no siempre es necesario entender racionalmente el funcionamiento exacto de una práctica para que ésta produzca efectos beneficiosos. De hecho, a veces el hecho de que las personas no cuestionen o intenten modificar esas prácticas resulta esencial para que sigan vigentes y útiles. Si comprendieran que son meras supersticiones, tenderían a abandonarlas, lo que podría significar un riesgo para el bienestar colectivo.
Además, Henrich resalta que no solo las sociedades indígenas o pequeñas comunidades son ejemplos de esta sabiduría tácita, sino que nuestras sociedades modernas también dependen de complejas redes de tradiciones y costumbres que funcionan incluso cuando la mayoría no tiene una explicación precisa de su fundamento. Desde normas de comportamiento social hasta protocolos técnicos heredados, muchas de estas prácticas forman parte de la cultura evolutiva que sostiene a nuestras civilizaciones. Sin embargo, la modernidad y sus rápidos cambios plantean un desafío único. Los modelos demográficos y sociales actuales indican que las transformaciones en la forma de vivir, trabajar y relacionarnos se producen en lapsos muy cortos, mucho más acelerados que en épocas anteriores. Esto genera una brecha entre las tradiciones heredadas y las necesidades del presente, haciendo que muchas veces esas prácticas ancestrales pierdan su adaptabilidad, pero sin que existan todavía tradiciones nuevas que las sustituyan de manera efectiva.
La pérdida o abandono apresurado de tradiciones sin la construcción pausada de otras que se ajusten a las nuevas circunstancias puede generar vacíos de sabiduría colectiva. Esta situación proporciona un terreno fértil para la exaltación del racionalismo individual, que en muchos casos queda corto ante la complejidad y la incertidumbre propias de sociedades en constante transformación. Este fenómeno también puede observarse desde la perspectiva de la organización estatal. Según el politólogo James C. Scott, los intentos de los estados de simplificar, uniformar y hacer “legibles” a las poblaciones para facilitar su control tienden a eliminar las sutilezas y particularidades locales, puntuadas por tradiciones y conocimientos tácitos que no siempre son fácilmente explicables o mensurables.
El afán estatal por imponer soluciones basadas en la racionalidad técnica y la uniformidad, sin considerar el valor de las costumbres locales, ha causado en numerosos contextos desastres sociales y culturales. El “legibility” forzado puede acabar con ese conocimiento tácito que ha permitido a comunidades adaptarse de manera eficaz a su entorno. Por esta razón, el popular principio conocido como la ‘valla de Chesterton’ —que advierte sobre no eliminar estructuras o tradiciones sin comprender su propósito— cobra relevancia. Muchas veces destruimos o desdeñamos las prácticas heredadas por parecer irracionales, sin entender que estas son producto de un proceso evolutivo cultural que ha optimizado ciertas conductas para garantizar la supervivencia y bienestar colectivo. Las tradiciones funcionan como un sistema de información acumulada, donde la descentralización y el aprendizaje social permiten ahorrar tiempo, esfuerzos y evitar errores mortales o costosos.
En este sentido, seguir lo establecido aporta estabilidad, cohesión y continuidad, aspectos fundamentales para cualquier sociedad humana. Algunos críticos argumentan que en la modernidad muchas tradiciones ya no responden a condiciones adaptativas actuales y que el cambio consciente y racional es necesario para formar sociedades mejor preparadas. Si bien esto tiene verdad, también hay que destacar que la rápida disolución del legado tradicional sin procesos paulatinos de adaptación genera pérdidas significativas y puede conducir a nuevas formas de vulnerabilidad. Por tanto, el equilibrio entre respeto a la tradición y apertura a la innovación racional aparece como un camino para manejar los retos del presente. Aprender a valorar la sabiduría heredada incluso cuando no comprendamos sus fundamentos profundos puede ser clave para evitar errores que comprometan la cohesión social y la supervivencia misma.
Además, adoptar una mirada crítica pero respetuosa frente a los saberes tradicionales puede fomentar una transformación cultural que combine lo mejor del conocimiento acumulado con los avances científicos y tecnológicos actuales, optimizando así las posibilidades de éxito y bienestar colectivo. En conclusión, las tradiciones no son meros vestigios del pasado, sino adaptaciones culturales afiladas por la selección social a lo largo de siglos o milenios. La inteligencia colectiva arrojada en ellas suele superar al individuo racionalizado y cambia profundamente la manera en que entendemos el progreso y el cambio social. Reconocer que la tradición es, en muchos sentidos, más inteligente que nosotros mismos, puede abrir nuevas rutas para el desarrollo humano respetuoso con las raíces que nos sostienen y la complejidad ecológica y social en la que vivimos.