En los últimos años, el panorama sobre la identificación de condiciones neurodivergentes en Reino Unido ha experimentado una transformación sin precedentes. Según destacados expertos en neurociencia cognitiva, una mayoría considerable de británicos ahora se autoidentifican como neurodivergentes, lo que incluye condiciones como el autismo, la dislexia, el trastorno por déficit de atención e hiperactividad (TDAH) y la dispraxia. Este cambio no solo refleja un aumento en las diagnósticos médicos, sino también una aceptación cultural que ha llevado a que muchas personas opten por reconocerse así sin pasar necesariamente por un proceso clínico formal. La figura de la profesora Francesca Happé, referente en el estudio del autismo en el mundo académico británico, es fundamental para entender esta nueva realidad. Happé señala que la reducción del estigma asociado a condiciones neurológicas ha propiciado que tanto adultos como jóvenes, especialmente en generaciones recientes, se sientan cómodos expresando su neurodivergencia.
Este fenómeno, especialmente visible en jóvenes de entre finales de la adolescencia y la adultez temprana, evidencia un entorno social más tolerante y abierto al reconocimiento de la diversidad cognitiva. Sin embargo, esta expansión del concepto y la autoidentificación plantea preguntas relevantes. Francesca Happé advierte sobre la posible «medicalización» de comportamientos que en épocas anteriores se habrían considerado simples peculiaridades o rasgos de personalidad. En las ciencias neurológicas y psiquiátricas se reconoce que condiciones como el TDAH o el autismo forman parte de un espectro continuo, donde la delimitación entre lo clínico y lo no clínico es una cuestión de juicio profesional. La línea que separa la neurodivergencia de una simple diferencia individual podría estar convirtiéndose en territorio difuso, abriendo el debate sobre los beneficios y riesgos de esta tendencia al etiquetado.
Un reflejo palpable de esta evolución social y médica se observa en las cifras: estudios recientes indican que las diagnósticos de autismo han aumentado notablemente en las últimas dos décadas, con un incremento de más del 700% entre 1998 y 2018. La proporción de niños diagnosticados con trastornos del espectro autista ha pasado de 1 por cada 2.500 hace ochenta años, a 1 por cada 36 en tiempos actuales. Esta realidad está acompañada por el reconocimiento público de figuras emblemáticas que han admitido su condición, como el naturalista y presentador Chris Packham, el actor Sir Anthony Hopkins y el empresario Elon Musk, quienes han ayudado a visibilizar y normalizar la neurodivergencia. El proceso de autodiagnóstico, que lleva a muchas personas a identificarse como neurodivergentes sin acudir inicialmente a un profesional, está modificando de raíz las dinámicas sociales, educativas y laborales.
La percepción de la neurodivergencia se está expandiendo a un punto nunca visto antes, donde la mayoría de la población puede considerarse fuera del denominado “neurotípico”. Esto conlleva profundas implicaciones para el diseño de políticas públicas, sistemas educativos y entornos de trabajo, que deberán adaptarse para promover la inclusión real y efectiva. Esta inclusión no es solo una cuestión de derechos, sino una necesidad para atender las demandas específicas de la población. Un diagnóstico puede facilitar el acceso a apoyos en la escuela, como recursos adicionales o estrategias pedagógicas adecuadas. En el sistema educativo británico, muchas instituciones requieren un diagnóstico formal para acceder a fondos especiales que acompañen a los estudiantes con necesidades educativas especiales.
Por ello, la posibilidad de contar con un diagnóstico se traduce en oportunidades concretas para la mejora del aprendizaje y el bienestar emocional. Más allá del ámbito educativo, el diagnóstico permite comunicar de manera clara y eficaz ciertas necesidades en la vida social y cotidiana. Por ejemplo, en situaciones de interacción social o en espacios públicos, una persona con autismo puede señalar sus particularidades sensoriales o de comportamiento para evitar malentendidos y facilitar la convivencia. Una muestra recurrente es el caso de personas que antes debían explicar ampliamente sus preferencias alimentarias por sensibilidad sensorial, y que ahora pueden usar su diagnóstico para evitar largas justificaciones. Es importante destacar que los criterios para diagnosticar el autismo incluyen ciertas dificultades específicas.
Por un lado, dificultades persistentes en entornos sociales, como problemas para tomar turnos en la conversación, dificultades para establecer y mantener relaciones, o falta de contacto visual. Por otro lado, comportamientos repetitivos o estrictamente rutinarios, hipersensibilidad a estímulos sensoriales como sonidos o texturas, entre otros. El TDAH, por su parte, se caracteriza por una alta distracción, problemas para completar tareas rutinarias y dificultades para seguir instrucciones. Estos síntomas suelen manifestarse antes de los doce años y pueden afectar notablemente la calidad de vida si no son reconocidos y tratados adecuadamente. La ampliación de la definición del autismo es también un fenómeno crucial para entender el fenómeno actual.
La imagen tradicional asociaba el autismo a casos severos, donde la comunicación era prácticamente inexistente y la independencia limitada. Hoy sabemos que muchas personas autistas “enmascaran” o “camuflan” sus comportamientos para encajar socialmente, lo que requiere un esfuerzo mental considerable y puede generar agotamiento emocional. Además, hay poblaciones específicas que tienden a recibir diagnósticos tardíos o erróneos, como las mujeres, niños negros y personas mayores. En algunos casos, especialmente en la tercera edad, los síntomas del autismo pueden confundirse con demencia, lo que complica el acceso a ayudas y tratamientos adecuados. Dentro del envejecimiento, algunos investigadores y clínicos han detectado casos donde el aislamiento social y la pérdida de apoyos contribuyen a que las características de la neurodivergencia sean más visibles o diagnósticas.
Casos de personas que nunca fueron diagnosticadas o descubren su condición en edades avanzadas gracias a la experiencia familiar resultan cada vez más comunes, evidenciando la necesidad de una mirada más inclusiva y respetuosa en la atención sanitaria. Este cambio cultural que sitúa a la neurodivergencia en un lugar visible y legítimo trae consigo desafíos y oportunidades. La sociedad deberá adaptar sus entornos para aprovechar las fortalezas de las personas neurodivergentes, al mismo tiempo que evitar riesgos de estigmatización inversa o patologización innecesaria. Es imprescindible fomentar la sensibilización, la educación y el diálogo abierto para construir comunidades más comprensivas y equitativas. En el ámbito laboral, cada vez más empresas reconocen el valor de equipos neurodivergentes, que aportan perspectivas innovadoras y capacidades únicas para resolver problemas complejos.
Incorporar políticas inclusivas y promover entornos flexibles y comprensivos puede transformar no solo la vida de los empleados, sino también mejorar la competitividad y adaptabilidad empresarial. En resumen, la autoidentificación creciente de neurodivergencia en Reino Unido responde a una convergencia de factores: disminución del estigma, expansión del conocimiento científico, difusión mediática y la voluntad de las personas a reivindicar su identidad neurológica. Este fenómeno marca un hito en la manera de entender la diversidad humana y su impacto social. Frente a este nuevo panorama, la construcción de una sociedad que valore la diversidad cognitiva como un componente esencial de la experiencia humana es un desafío y una oportunidad para todos.