Durante la administración de Donald Trump, el Instituto Nacional de Salud (NIH), una de las principales agencias dedicadas a la investigación médica en Estados Unidos, enfrentó una serie de modificaciones significativas que repercutieron profundamente en la comunidad científica y en el avance de ciertos estudios. Lo que provocó una mayor polémica fue la decisión del gobierno federal de cancelar numerosas subvenciones con proyectos de investigación relacionados con temas considerados como “ideología de género”. Estas acciones se concretaron incluso después de que un juez emitiera una orden preliminar que bloqueaba dichos recortes, poniendo en alarma tanto a investigadores como a defensores del estado de derecho y la libertad académica. El conflicto tiene su origen en las órdenes ejecutivas firmadas por el presidente Trump que buscaban reorientar las prioridades del NIH. Estas órdenes establecieron que no se debería financiar investigaciones que, según la administración, promovieran “ideologías de género” o temas considerados controversiales o divisivos desde la perspectiva del gobierno.
Sin embargo, esta postura chocó frontalmente con la integridad científica y la libertad de investigación que han caracterizado a la agencia durante décadas. El estado de Washington, en conjunto con otros estados y grupos médicos, interpuso una demanda legal que buscaba evitar la aplicación de estas órdenes, amparándose en el derecho a la investigación científica y la protección de ciertos grupos vulnerables, entre ellos la comunidad transgénero. La corte emitió un bloqueo preliminar para impedir que el NIH y la administración continuaran con la ejecución de los recortes relacionados con estos temas. A pesar del fallo judicial, evidencias internas y documentos filtrados denunciarían que el NIH, bajo la dirección interina en aquel momento del Dr. Matthew J.
Memoli, procedió con la cancelación de más de 600 subvenciones que cumplían con los criterios establecidos en las órdenes ejecutivas presidenciales. Esta situación no solo generó una controversia jurídica, sino que también sembró dudas sobre la voluntad del gobierno federal de respetar las decisiones judiciales y los procesos democráticos establecidos. Se reveló que un organismo conocido como el Departamento de Eficiencia Gubernamental (DOGE) tuvo un papel directo en las terminaciones masivas de subvenciones. Contrario a lo que se afirmaba públicamente, donde se describía al DOGE como un grupo consultivo con autoridad limitada, testimonios obtenidos en el marco de la demanda señalaron que esta dependencia ejerció control y dio instrucciones precisas para llevar a cabo los recortes. Funcionarios del NIH en declaraciones bajo juramento describieron una situación donde el DOGE emitió listas de proyectos a ser cancelados y proporcionó plantillas para notificar a los investigadores, marcando procedimientos acelerados y sin oportunidad real para cuestionar o revisar científicamente las decisiones.
Además, varios documentos internos mencionaban explícitamente la referencia a un número de orden ejecutiva presidencial como motivo para finalizar ciertas subvenciones, apuntando al cumplimiento de una política que buscaba erradicar fondos públicos destinados a investigaciones sobre identidad de género, diversidad, equidad e inclusión. Entre los proyectos afectados se encontraban aquellos que estudiaban la violencia, salud mental, y transmisión de enfermedades en población transgénero, así como otros relacionados con la vacuna y el cambio climático. Este enfoque omitió el rigor científico y los procesos de evaluación técnica que usualmente garantizan la calidad y relevancia de los proyectos apoyados por el NIH. Por el contrario, las decisiones parecían motivadas por una agenda política, lo que suscitó múltiples críticas entre expertos y académicos, quienes consideraron que la administración estaba desperdiciando recursos de investigación de alto impacto y comprometía el avance científico en áreas fundamentales de salud pública. La reacción oficial ante estas acusaciones resultó ambigua y defensiva.
Portavoces del Departamento de Salud y Servicios Humanos, entidad supervisora del NIH, justificaron las terminaciones como alineadas a prioridades legítimas, destacando la necesidad de enfocar recursos en enfermedades crónicas y epidemias. Sin embargo, evitaron responder directamente sobre el incumplimiento de la orden judicial y la participación específica del DOGE, lo cual alimentó sospechas sobre la transparencia y apego a la ley por parte del gobierno. En el plano judicial, el Estado de Washington solicitó que se declarara al gobierno en desacato por violar la orden preliminar, aunque esta petición fue inicialmente denegada. Aun así, el procedimiento de descubrimiento acelerado en el caso permitió la obtención de información detallada sobre las acciones internas del NIH. Esta etapa resultó fundamental para documentar el alcance y naturaleza de los recortes, así como para esclarecer el papel del DOGE y los funcionarios implicados en el proceso.
La crisis derivada de esta situación refleja un problema mayor en la relación entre políticas públicas y ciencia en Estados Unidos. La manipulación o interferencia política en agencias científicas pone en riesgo la confianza pública, la libertad académica y el progreso en áreas críticas para la sociedad. Investigadores, defensores de derechos civiles y expertos en gobernanza advierten que la politización del NIH puede tener efectos devastadores no solo en el campo médico, sino en la calidad de vida y el bienestar de sectores vulnerables. Una voz destacada en esta controversia fue la de Jeremy Berg, exdirector del Instituto Nacional de Ciencias Médicas Generales, quien declaró que las afirmaciones del gobierno sobre “gastos innecesarios” y “investigaciones riesgosas” no tenían fundamento científico ni evidencial. Para él, la reducción de fondos y la radical reorientación de prioridades representan un daño profundo a la misión histórica y el prestigio del NIH.