La centrífuga es una de esas invenciones que, aunque en apariencia simple, ha revolucionado múltiples disciplinas científicas e industriales gracias a su capacidad para separar materiales según su densidad mediante la fuerza centrífuga. Su historia es un testimonio fascinante de ingenio, innovación y adaptación, que abarca desde la Alemania del siglo XIX, pasando por avances en química y física, hasta convertirse en una pieza clave en la medicina moderna, la biotecnología y la energía nuclear. El origen de la centrífuga se remonta a la segunda mitad del siglo XIX, en un contexto de crecimiento industrial y avances científicos en la recién constituida Alemania unificada en 1871. En ese país, los hermanos Prandtl, Antonin y Alexander, ingenieros formados en ciencias aplicadas, aprovecharon el principio newtoniano del movimiento centrifugo para innovar en el sector lácteo. Alexander, trabajando en una estación experimental de productos lácteos en Baviera, perfeccionó uno de los primeros prototipos que fue presentado en la Exposición Mundial de Frankfurt en 1875.
El diseño inicial permitía separar la crema de la leche al hacer girar la mezcla, empujando el componente más denso como la leche desnatada hacia el exterior, mientras que la crema más ligera quedaba cerca del eje central. Este ingenioso aparato no solo sirvió para mejorar el proceso de obtención de mantequilla y derivados, sino que sentó las bases para un instrumento cuya utilidad crecería exponencialmente en las décadas siguientes. Poco después, en Suecia, el ingeniero Gustaf de Laval patentó en 1878 una versión mejorada de la centrífuga con funcionamiento continuo para separar crema y leche. Con una velocidad de rotación de 3,000 revoluciones por minuto y un tambor de mayor diámetro, su diseño permitía el procesamiento continuo de grandes cantidades de leche. La máquina de Laval se hizo cada vez más eficiente y capaz de aumentar sus revoluciones a 5,500 rpm al reducir el diámetro del tambor, llegando a procesar hasta 400 litros por hora.
Estos avances posibilitaron la aplicación del principio de la centrifugación en otros sectores industriales como la producción de azúcar, la extracción de miel sin dañar los panales, y el tratamiento textil y de lavandería, donde la fuerza centrífuga facilitaba la separación y extracción de líquidos. Sin embargo, las velocidades de rotación aún limitaban la posibilidad de trabajar con partículas de tamaño extremadamente pequeño o de observar fenómenos moleculares con precisión. El salto tecnológico decisivo llegó con la visión y trabajo del químico físico sueco Theodor Svedberg, quien en 1923 diseñó y construyó el ultracentrífugo, una centrifugadora capaz de girar a velocidades cercanas a 100,000 revoluciones por minuto. Este dispositivo estaba alojado en un recinto de acero que controlaba la temperatura y las corrientes de aire, y contaba con un sistema óptico para observar y medir la sedimentación de partículas. El ultracentrífugo permitió a Svedberg estudiar coloides y grandes macromoléculas biológicas, revelando que las proteínas son moléculas definidas con peso molecular específico, y no simplemente agregados de partículas como se creía.
Este trabajo revolucionó la bioquímica, proporcionando una herramienta para calcular el tamaño y forma de moléculas esenciales para la vida. Svedberg fue galardonado con el Premio Nobel de Química en 1926 gracias a este notable avance. Aun con esta tecnología, surgió la limitación de que las muestras analizadas no podían recuperarse separadas, ya que al detener la rotación las capas se mezclaban nuevamente. El químico francés Émile Henriot, junto con E. Huguenard, introdujeron mejoras que permitieron la centrifugación preparativa, la cual permitía obtener muestras distintas y purificadas para posteriores análisis o aplicaciones.
Mientras tanto, en Estados Unidos, el físico Jesse Wakefield Beams desarrolló en la década de 1930 un ultracentrífugo diseñado para separar isótopos, en particular isótopos de cloro, aplicando principios similares pero necesitando alcanzar velocidades de rotación aún mayores. Beams innovó al colocar el motor y rotor del aparato dentro de una cámara de vacío para disminuir la resistencia del aire, logrando revolucionar la capacidad de separar átomos y moléculas con diferencias minúsculas en masa. Durante la Segunda Guerra Mundial, el trabajo de Beams se vinculó con el Proyecto Manhattan para la separación del isótopo de uranio U-235, necesario para la fabricación de armas nucleares. Sin embargo, los altos niveles de vibración y la fragilidad de los equipos limitaban su uso extensivo, conduciento al predominio temporal del método de difusión gaseosa para la enriquecimiento del uranio. En la Unión Soviética, el ingeniero y físico austríaco Gernot Zippe, prisionero de guerra, fue convocado a un centro secreto de investigación donde trabajó con otros científicos para superar los problemas de estabilidad y resistencia de esas centrifugadoras.
Zippe desarrolló el concepto del rotor giratorio sobre una punta fina, permitiendo un equilibrio natural y reduciendo la fricción, así como el uso de rodamientos sueltos para evitar vibraciones. Estas innovaciones permitieron construir centrifugadoras mucho más rápidas, robustas y confiables, capaces de enriquecer uranio a gran escala. Tras su liberación en 1956, Zippe continuó perfeccionando su diseño en occidente y colaboró con Beams para introducir materiales superresistentes como el acero maraging, que permitieron aumentar la velocidad de rotación y la eficiencia del proceso. Las centrifugadoras tipo Zippe son actualmente la base para la centrífuga de gas utilizada en la industria nuclear mundial. Simultáneamente, fuera del ámbito nuclear, la centrífuga seguía adaptándose para aplicaciones biomédicas y de laboratorio.
Desde las primeras experiencias del biólogo suizo Friedrich Miescher en la década de 1860, que le permitieron aislar la nucleína (advenediza molécula ahora conocida como ADN), hasta los sofisticados microcentrífugos introducidos en la década de 1960 por la empresa alemana Eppendorf, el instrumento ha permitido avances fundamentales en genética, medicina y biotecnia. El desarrollo de microprocesadores a partir de mediados de los años setenta supuso otra revolución para el centro de laboratorio. La incorporación de controles automatizados permitió programar y reproducir ciclos con precisión, favoreciendo su uso en diagnóstico clínico, investigación genética y procesos industriales delicados con mejoras sustanciales en reproducibilidad y seguridad. Más allá de la Tierra, la centrífuga ha encontrado un lugar en la exploración espacial. En la Estación Espacial Internacional se utiliza para estudiar los efectos de la microgravedad sobre células humanas, músculos e inmunidad, aportando aprendizajes para futuras misiones espaciales de larga duración.
Por otro lado, en proyectos de entrenamiento de pilotos y astronautas, centrifugadoras recrean condiciones de alta velocidad angular para preparar a los cuerpos humanos a las exigencias extremas de vuelos de alta aceleración. En definitiva, la historia de la centrífuga es una historia de constante evolución, impulsada por la necesidad de separar y analizar lo invisible, desde la leche hasta las moléculas más pequeñas y los núcleos atómicos. A lo largo de más de 150 años, la combinación de principios científicos fundamentales y la creatividad ingenieril ha transformado un sencillo dispositivo en un pilar indispensable para la ciencia, la medicina, la industria y la energía. Hoy, la centrífuga sigue siendo una herramienta vital que facilita diagnósticos clínicos, produce vacunas, permite investigar el universo molecular y potencia la generación de energía en reactores nucleares, reflejando una capacidad de adaptación única. La obra de pioneros como los hermanos Prandtl, Svedberg, Beams, Henriot y Zippe son ejemplos claros de cómo la ciencia y la ingeniería se combinan para generar tecnologías que marcan profundamente la sociedad y el conocimiento humano.
Como resumió el ganador del Nobel Christian de Duve, la centrífuga ha sido un vehículo esencial para explorar los secretos de la vida en un viaje apasionante que va mucho más allá de la simple separación de líquidos y sólidos, representando un símbolo de progreso y descubrimiento.