La tierra fértil es el soporte vital para la producción de alimentos en el planeta, pero un estudio reciente arroja una preocupación alarmante: alrededor de un sexto de las tierras agrícolas en todo el mundo contiene niveles tóxicos de metales pesados como arsénico, cadmio y plomo. Esta contaminación, tanto natural como inducida por actividades humanas, amenaza la seguridad alimentaria y la salud de millones de personas, además de poner en riesgo los ecosistemas terrestres. La investigación, publicada en la revista Science, se basa en una revisión exhaustiva de cerca de 1,500 estudios que recopilaron datos de casi 800,000 muestras de suelo de distintas regiones habitadas del mundo. Mediante el uso de inteligencia artificial y aprendizaje automático, los científicos lograron mapear con precisión la extensión y la severidad de la contaminación en la capa superior del suelo, la más crucial para el crecimiento de las plantas. Entre los metales analizados destacaron siete elementos: arsénico, cadmio, cromo en su forma hexavalente, cobalto, cobre, níquel y plomo.
Cada uno de estos compuestos posee características tóxicas que pueden impactar negativamente la salud y el desarrollo vegetal. Por ejemplo, el arsénico es un conocido carcinógeno que puede contaminar acuíferos subterráneos; el cadmio se acumula en cultivos como el arroz y puede provocar dificultades renales y diferentes tipos de cáncer; mientras que el plomo afecta el desarrollo neurológico, especialmente en niños. El estudio identificó que entre el 14% y el 17% de las tierras agrícolas en el mundo presentan concentraciones excesivas de al menos uno de estos metales, lo que se traduce en aproximadamente 242 millones de hectáreas contaminadas. Este hecho tiene implicaciones directas en la salud de entre 900 millones y 1.4 mil millones de personas que habitan estas zonas, un dato preocupante que revela el alcance global del problema.
La procedencia de esta contaminación es dual. Por un lado, existen procesos naturales responsables, como el desgaste de rocas madres que contienen metales pesados en su composición. Por ejemplo, ciertas formaciones geológicas como las pizarras negras son ricas en cadmio, lo que genera elevadas concentraciones en el suelo al desintegrarse con el tiempo. Por otro lado, las actividades humanas amplifican este fenómeno a través de la minería, uso indiscriminado de fertilizantes fosfatados que contienen cadmio, irrigación con aguas residuales, emisiones industriales y la quema de carbón, entre otras fuentes. Una zona especialmente afectada es la franja que los investigadores denominaron corredor rico en metales, que se extiende desde el norte de Italia hasta el sureste de China.
Este cinturón atraviesa países con una profunda y antigua historia de civilización como Grecia, Turquía, Irán, Pakistán, y el subcontinente indio, así como China, destacando la remanencia de las actividades explosivas humanas, como la minería y fundición, que datan desde la antigüedad. La caída reciente de un derrame minero en Aznalcóllar, España, es un ejemplo claro de cómo estas catástrofes pueden afectar el suelo de manera rápida y severa, liberando grandes cantidades de metales tóxicos en un corto período. Sin embargo, la instauración de la contaminación también puede ser un proceso lento y persistente, con la formación de nuevo suelo ocurriendo apenas a razón de unos pocos milímetros por siglo. Desde un punto de vista geográfico, los estudios muestran que las zonas por encima del paralelo 50, que atraviesa regiones como Alemania, presentan niveles bajos o nulos de contaminación metálica. Esto se debe a que las glaciaciones pasadas arrasaron con el suelo contaminado, dejando al descubierto la roca madre y reiniciando su formación, demostrando el inmenso impacto que los procesos naturales de la Tierra ejercen sobre la composición del suelo.
Por otro lado, la Unión Europea cuenta con programas de vigilancia como LUCAS, cuyo monitoreo ha identificado que hasta el 28% de los territorios en algunos estados miembros poseen niveles tóxicos de metales en sus suelos, aunque este porcentaje incluye todo tipo de terrenos, no solo los agrícolas. El desafío para la comunidad científica y reguladora radica en establecer umbrales claros y universales que definan cuándo un metal pasa a ser perjudicial por concentración en el suelo. Actualmente, las normativas varían entre países y generalmente se basan en promedios extraídos de regulaciones nacionales, complicando la comparación y la gestión global del problema. El efecto acumulativo de estos metales es especialmente riesgoso. La exposición prolongada, aunque sea a pequeñas cantidades, puede generar daños significativos a la salud humana, como se ha evidenciado con el plomo, que desde la antigüedad ha estado presente en las actividades humanas y sigue afectando a las poblaciones en la actualidad.
Además de la salud humana, este problema impacta negativamente los ecosistemas, alterando la biodiversidad del suelo, afectando microorganismos esenciales que sostienen la vida vegetal y comprometiendo la fertilidad del terreno. La contaminación metálica puede también limitar el desarrollo de las plantas, causando pérdidas económicas para la agricultura. En respuesta a esta crisis ambiental, es fundamental implementar estrategias integradas que promuevan el monitoreo constante del suelo, la regulación estricta de actividades contaminantes y el fomento de prácticas agrícolas sostenibles que reduzcan la entrada de metales pesados. Tecnologías de remediación y recuperación del suelo, como la fitorremediación, también se presentan como opciones prometedoras para mitigar el problema. El descubrimiento de los niveles tóxicos generalizados de metales pesados en los suelos cultivables del planeta llama a la acción inmediata por parte de gobiernos, instituciones científicas y sociedad civil para garantizar la salud del medio ambiente y de las futuras generaciones.
La protección de la pedosfera y el manejo responsable de los recursos naturales son esenciales para asegurar la seguridad alimentaria y el bienestar común en las próximas décadas.