El moa es una de las criaturas más emblemáticas y fascinantes de Nueva Zelanda, representando un grupo extinto de aves que hasta hoy siguen despertando el interés de científicos, naturalistas y amantes de la historia natural. Estas aves, pertenecientes al orden Dinornithiformes, eran endémicas de Nueva Zelanda y se caracterizaban por ser completamente incapaces de volar y poseer proporciones colosales, con algunas especies alcanzando alturas de hasta 3,6 metros y pesos que superaban los 200 kilogramos. Durante mucho tiempo, el moa dominó los ecosistemas terrestres neozelandeses como principal herbívoro terrestre, hasta que la llegada de los humanos provocó su desaparición rápida y definitiva. La palabra "moa" proviene de un término polinesio utilizado para designar aves de corral, aunque curiosamente para el momento del contacto europeo con Nueva Zelanda, el término y el recuerdo del animal en la cultura maorí ya eran escasos, producto del extenso tiempo que llevaba extinta esta especie. Los registros más antiguos del término en escritos provienen de misioneros en el siglo XIX, quienes empezaron a descubrir huesos fósiles de estas gigantescas aves.
Desde un punto de vista evolutivo y taxonómico, el moa forma parte del grupo de las aves ratites, caracterizadas por ser aves corredoras de gran tamaño que no pueden volar, como los avestruces, los ñandúes o el emú. Sin embargo, estudios genéticos más recientes detectaron que los parientes más cercanos de los moa no son las otras aves ratites, sino los tinamús sudamericanos, aves pequeñas capaces de volar, lo que ha revolucionado el entendimiento sobre la evolución de estos grupos. A diferencia de otras aves ratites, los moa no tenían siquiera vestigios de alas, lo cual los hace únicos entre sus congéneres. La diversidad del moa incluía seis géneros y nueve especies reconocidas, con notables diferencias de tamaño que iban desde especies similares a un pavo hasta gigantes que alcanzaban dimensiones imponentes. En términos generales, el moa vivía principalmente en los bosques, matorrales y ecosistemas subalpinos de las islas norte y sur de Nueva Zelanda, adaptándose a distintas condiciones climáticas y geográficas.
Sus especímenes fósiles se han encontrado en múltiples lugares, algunas veces en enormes concentraciones como las descubiertas en pantanos y cuevas, lo que permite a los científicos reconstruir no solo su ecología sino también hábitos de vida. Una de las características más intrigantes de los moa es su postura y locomoción. Las reconstrucciones originales los mostraban como aves que mantenían el cuello erguido para subrayar su tamaño, pero el análisis anatómico sugiere que el cuello estaba alineado horizontalmente, parecido a los kiwis. Esto implicaba que el moa podía alimentarse de vegetación baja, pero también podía levantar la cabeza para alimentarse de árboles y arbustos más altos. Esta flexibilidad colaboró con su éxito ecológico como herbívoros dominantes.
No se han encontrado registros directos de los sonidos que emitían, pero el estudio de los anillos traqueales en el esqueleto indica que algunos géneros poseían la capacidad de producir vocalizaciones profundas y resonantes, probablemente útiles para la comunicación a larga distancia en los densos bosques y paisajes neozelandeses. En cuanto a su dieta, los moa representan un caso fascinante de nicho ecológico. Se alimentaban de una amplia variedad de plantas, incluyendo hojas, ramas y otros tejidos fibrosos que obtenían de árboles y arbustos. Analizando restos de su contenido estomacal fosilizado y coprolitos (excrementos fosilizados), se ha confirmado que estos animales consumían incluso partes duras y fibrosas de plantas como el lino neozelandés (Phormium tenax). El moa cumplía en Nueva Zelanda el rol ecológico que en otros continentes desempeñan los grandes mamíferos herbívoros, como los antílopes o llamas, lo que genera un estudio importante sobre la convergencia evolutiva y la adaptación de la fauna isleña a la ausencia de grandes mamíferos.
La presencia de determinadas plantas con características defensivas, como hojas duras o ramificaciones densas, ha llevado a pensar que evolutivamente estas especies se adaptaron para resistir la herbivoría ejercida por los moa. Respecto a la reproducción, estos animales tenían huevos de grandes dimensiones, con variaciones en tamaño y grosor de la cáscara según la especie, e incluso colores diferentes. Algunas especies ponían huevos blancos y otras, como el moa de las tierras altas (Megalapteryx didinus), tenían huevos de tonalidades azul-verdosas. Los moa tenían un lento desarrollo juvenil, llegando a su madurez sexual en aproximadamente 10 años, lo que los convierte en animales con una estrategia reproductiva K, es decir, con baja fecundidad, cuidado parental, y alta inversión en cada descendiente. El periodo prehumano fue clave para la configuración de los bosques y ecosistemas que el moa habitaba y, en cierta medida, ayudaba a mantener.
Su presencia influía en la estructura del bosque, la composición de especies vegetales y la dinámica de la dispersión de semillas. Sin embargo, la llegada de los primeros humanos, concretamente los polinesios ancestrales del pueblo maorí alrededor del siglo XIII, cambió radicalmente ese equilibrio. En un lapso muy breve, alrededor de un siglo tras la colonización humana, todas las especies de moa desaparecieron. Las causas principales fueron la caza intensiva y la alteración del hábitat, en especial la quema y tala de bosques para la agricultura y asentamientos. Las enormes aves, hasta entonces sin depredadores humanos, no tenían defensas naturales contra la caza y fueron diezmadas rápidamente.
La desaparición del moa también provocó la extinción del águila de Haast, que era un depredador especializado en estas aves gigantes. Los testimonios históricos y relatos populares sugirieron por años que la desaparición podría no haber sido definitiva, con historias e incluso presuntos avistamientos de moa hasta el siglo XIX. Sin embargo, la evidencia científica actual descarta la supervivencia de estas aves más allá del período mencionado, y cualquier relato se considera parte del folclore o malas interpretaciones. Desde su descubrimiento científico en el siglo XIX, el moa ha sido objeto de numerosas investigaciones que han permitido la recuperación y estudio de miles de huesos, así como restos de tejidos blandos, plumas y huevos. La conservación de algunos especímenes ha sido excepcional, con restos encontrados en condiciones secas de cuevas que han permitido incluso extraer ADN antiguo para secuenciación genómica, lo que representa uno de los éxitos más notables en paleogenética.
En la actualidad, el moa continúa despertando la imaginación y el interés tanto del público general como de la comunidad científica, no solo por su majestuosa naturaleza sino también por la profunda lección ecológica sobre la fragilidad de los ecosistemas insulares frente a las amenazas externas. Además, el debate en torno a la posibilidad de su resurrección mediante técnicas de clonación ha captado la atención mediática, aunque con opiniones divididas en términos éticos, técnicos y ambientales. En la cultura popular y nacional, el moa fue durante mucho tiempo un símbolo de la identidad neozelandesa, hasta que fue desplazado por el kiwi en el siglo XX. Ha inspirado relatos, poesía y numerosas obras artísticas, consolidándose como un emblema del patrimonio natural perdido. En síntesis, el moa no solo es un gigante extinto en tamaño, sino también en su impacto en la historia natural y cultural de Nueva Zelanda.
Su estudio sigue aportando información valiosa sobre el desarrollo de las especies en aislamiento, los efectos humanos en los ecosistemas y los procesos evolutivos de las aves ratites. Mantener viva la memoria de esta singular ave es fundamental para comprender y preservar la riqueza biológica y la historia del planeta.