La llegada de Donald Trump a su segundo mandato presidencial estuvo marcada por una serie de medidas que han sido calificadas por expertos y activistas como un ataque total y sin precedentes al medio ambiente y a las políticas climáticas en Estados Unidos. En sus primeros 100 días, el presidente Trump y su administración lanzaron una ofensiva que amenaza con revertir décadas de avances en la protección del aire, el agua, la biodiversidad y la salud pública. El giro radical en materia ambiental de la administración Trump no solo ha despertado alarma en el país sino también a nivel internacional, pues Estados Unidos ocupa un lugar clave en la lucha global contra la crisis climática. Durante estos primeros meses, las acciones del gobierno se han caracterizado por la eliminación de regulaciones, el recorte de presupuestos a agencias clave y la promoción intensiva de la industria de combustibles fósiles, especialmente carbón, petróleo y gas. Uno de los primeros movimientos significativos fue la intensificación del proceso de retirada del Acuerdo de París, el tratado internacional que busca limitar el calentamiento global y promover energías limpias.
Esta decisión simbolizó la postura del gobierno para priorizar las inversiones y políticas que benefician a los sectores tradicionales y contaminantes, en detrimento del compromiso ambiental global. Desde el punto de vista regulatorio, la administración Trump eliminó una variedad de normativas que durante años habían contribuido a mejorar la calidad del aire y del agua. Se derogaron limitaciones para las emisiones contaminantes de las plantas de carbón, se paralizaron investigaciones y acciones contra los dañinos contaminantes conocidos como productos químicos “para siempre” (PFAS) y se suspendió la aplicación de políticas vinculadas a la justicia ambiental que protegen a las comunidades más vulnerables. En paralelo, el presupuesto asignado a la Agencia de Protección Ambiental (EPA) sufrió recortes abismales que impactaron no solo la supervisión y el control de las actividades contaminantes sino también el desarrollo de proyectos de conservación y mitigación. La fuga de talento experto y la reducción del personal fueron consecuencias directas de estas políticas, generando una parálisis operativa peligrosa para la salud ambiental y humana.
La administración fue especialmente agresiva en la gestión de las tierras y parques nacionales. Miles de empleados fueron despedidos o forzados a renunciar en agencias como el Servicio de Parques Nacionales y el Servicio Forestal, dejando a estos espacios naturales críticos en una situación vulnerable. Además, la promoción para ampliar la extracción minera y la explotación energética en tierras federales incrementó el riesgo para especies protegidas y ecosistemas frágiles. Los recortes y congelamientos de fondos se extendieron a agencias como el Departamento de Agricultura y el Departamento de Salud y Servicios Humanos, que juegan un papel esencial en la implementación de programas ambientales locales y la protección de la salud pública frente a la contaminación y los efectos del cambio climático. Proyectos para apoyar a pequeños agricultores en la adopción de prácticas sostenibles y para proteger comunidades en riesgo fueron afectados, lo que pone en entredicho la capacidad del país para adaptarse al impacto ambiental.
La respuesta de organizaciones ambientalistas ha sido contundente, calificando las acciones de la administración como un retroceso que puede significar la pérdida de décadas de progreso en la mejora de la calidad del aire y el agua, la conservación de la biodiversidad y la mitigación de la crisis climática. No solo se trata de políticas locales, sino de repercusiones que impactan la salud global y el liderazgo de Estados Unidos en la arena internacional. Expertos legales y científicos han señalado además que muchas de las medidas adoptadas podrían ser ilegales o estar bajo escrutinio judicial, ya que violan procedimientos obligatorios o ignoran evidencias científicas reconocidas. A pesar de esto, la rápida sucesión de órdenes ejecutivas y reformas administrativas ha creado un ambiente de incertidumbre y desafío para quienes trabajan en la protección ambiental. Además, la administración implementó una campaña comunicativa que muchos denominaron de “doble lenguaje”, donde se presentan las acciones gubernamentales como un impulso a la innovación y la desregulación necesaria para promover el desarrollo energético y económico, mientras en la práctica se desmantelan las regulaciones y se eliminan recursos clave para la protección y la investigación ambiental.
Por otro lado, múltiples comunidades, especialmente aquellas de bajos ingresos o con una alta presencia de minorías, han resultado particularmente afectadas por estas políticas. La reducción de enfoques de justicia ambiental y la eliminación de herramientas de monitoreo dificultan la visibilización de impactos y la implementación de soluciones que garanticen condiciones saludables para todos los ciudadanos. El deterioro del compromiso con la ciencia y la investigación ha sido otra constante. La salida de científicos clave de agencias federales, la reducción de fondos a programas de investigación climática y ambiental, y la censura o suspensión de términos relacionados con cambio climático han minado la capacidad del gobierno para tomar decisiones basadas en datos y evidencias robustas. Frente a esta situación, la sociedad civil, organizaciones no gubernamentales y sectores académicos han reforzado su trabajo en litigios, campañas de concienciación y movilización para contrarrestar y denunciar estas políticas.
La resistencia también incluye esfuerzos para mantener y avanzar en iniciativas a nivel estatal y local, donde algunas jurisdicciones han tomado caminos más ambiciosos en materia ambiental. Analistas anticipan que las consecuencias ambientales de estas medidas tendrán efectos prolongados más allá del mandato de Trump, debido a que la infraestructura fósil que se impulse en este período tendrá una vida útil de décadas, incrementando las emisiones de gases de efecto invernadero y limitando los esfuerzos para alcanzar metas de sostenibilidad. A nivel político, el declive de la popularidad del presidente en estos primeros 100 días ha coincidido con la desaprobación por el manejo ambiental, un factor que refleja la creciente preocupación ciudadana entorno al cambio climático y la salud del planeta. La confrontación entre intereses económicos a corto plazo y la necesidad de protección ambiental plantea un escenario complejo para el futuro inmediato. En resumen, los primeros 100 días del segundo mandato de Donald Trump significaron un cambio radical en la política ambiental de Estados Unidos, con un fuerte enfoque en deshacer regulaciones, reducir recursos y priorizar la industria energética tradicional.
Este periodo representa un desafío importante para la protección del medio ambiente y la salud pública, además de impactar la posición internacional estadounidense frente a la crisis climática global. El desarrollo de estrategias legales, sociales y políticas será fundamental para mitigar estos efectos y recuperar el rumbo hacia un futuro sostenible y equitativo.