En la intersección entre la agricultura y la economía se encuentra un concepto profundamente transformador: el impuesto al valor del suelo (IVS). Este enfoque fiscal, inspirado en la escuela del georgismo, ofrece una mirada innovadora sobre cómo la tierra, más que cualquier otro recurso natural, actúa como un motor invisible que moldea la producción agrícola, la propiedad rural y el desarrollo económico. Profundizar en esta confluencia es esencial para comprender las tensiones actuales que atraviesa el sector agrícola, las desigualdades en el acceso a la tierra y las oportunidades para fomentar prácticas productivas sostenibles y justas. El fundamento del impuesto al valor del suelo radica en su distinción entre el valor inherente del terreno y el valor añadido por las mejoras realizadas sobre él, como edificios o infraestructuras. El IVS grava exclusivamente el valor del suelo en sí, es decir, aquello que surge no de las inversiones del propietario, sino del contexto social, económico y ambiental que lo rodea.
Este enfoque responde a la observación de que la tierra, a diferencia del capital o el trabajo, es un recurso limitado e inmutable en su extensión, cuyo valor se determina por la demanda colectiva y las condiciones externas, como la proximidad a mercados, infraestructura y calidad ecológica. Históricamente, el valor de la tierra ha sido objeto de conflictos y reformas debido al papel que desempeña en la concentración de la riqueza y el poder. En muchos países, la propiedad de la tierra se ha concentrado en pocas manos, generando barreras para jóvenes y pequeños agricultores, limitando la competencia y fomentando la especulación. La dificultad para acceder a tierras agrícolas asequibles impide la renovación generacional y margina a quienes desean dedicarse a la producción food-soberana y de calidad. En este sentido, el IVS se presenta como una solución para desincentivar la acumulación ociosa de tierras, promoviendo un reparto más equitativo y eficiente.
La relevancia del impuesto al valor del suelo en la agricultura se extiende más allá del simple gravamen fiscal. Al eliminar la penalización a las inversiones y el trabajo realizados en la tierra, y en cambio aplicar una carga justa sobre la riqueza derivada del valor intrínseco del suelo, se estimula a que los propietarios utilicen sus tierras de manera productiva y responsable. Esto significa que mantener tierras ociosas o subutilizadas se vuelve francamente costoso, fomentando su uso efectivo en actividades agrícolas, forestales o de conservación según convenga al contexto local y las demandas del mercado. Además, el IVS impacta directamente en la reducción de la especulación inmobiliaria y agraria, que distorsiona los mercados al inflar artificialmente los precios de la tierra. La especulación impide que las tierras agrícolas se valoren por su capacidad real de producción y las encarece por expectativas de ganancia futura derivadas del simple aumento del valor por la ubicación o cambios demográficos.
Al captar el incremento del valor del suelo para la comunidad a través de la recaudación impositiva, se evita que estos beneficios privados obstaculicen el desarrollo del sector agrario y el acceso a tierras para quienes aportan valor real. Los efectos positivos en la agricultura son numerosos. Con un impuesto equitativo orientado al valor del suelo, los costos para los agricultores propietarios pueden disminuir, ya que no se gravan las mejoras ni el trabajo. Esto alienta la inversión en mejoras agrícolas, tecnologías sostenibles y prácticas innovadoras que elevan la productividad sin aumentar la presión sobre la tierra misma. Al mismo tiempo, los arrendatarios y pequeños productores enfrentan menos barreras para acceder a tierras, al corregirse la tendencia a la concentración de la propiedad y al desincentivarse la simple tenencia especulativa.
En términos económicos, el impuesto al valor del suelo funciona como un motor para optimizar el uso del suelo rural y urbano, promoviendo la eficiencia y evitando pérdidas asociadas a terrenos vacíos o mal explotados. Esta eficiencia se traduce en mayor producción con menor degradación ambiental, ya que las tierras no se reservan inocuamente para especulación sino que observan su máximo potencial equilibrado con la conservación. Un aspecto fundamental para comprender la viabilidad del IVS es la evidencia histórica y contemporánea de su implementación en diferentes contextos. En países como Dinamarca, la aplicación de este impuesto fue clave para la creación y consolidación de un campesinado propietario sólido y dinámico, facilitando la distribución de tierra y la fertilidad de las comunidades rurales. Este sistema promovió la cooperación entre agricultores, la innovación en técnicas productivas y la estabilidad económica a largo plazo, evitando conflictos sociales y la fragmentación del territorio.
Desde una perspectiva más global, el impuesto al valor del suelo tiene un impacto indirecto en las dinámicas urbanas y rurales que inciden directamente en el sector agrario. La elevada demanda de suelo urbano en grandes ciudades, al concentrar la mayor parte del valor económico del territorio, influye en el aumento generalizado de precios del suelo incluso en zonas periurbanas o rurales. El IVS contribuye a moderar estos fenómenos, al hacer menos rentable la especulación del suelo, facilitando la expansión ordenada y evitando que el crecimiento demográfico y económico se traduzca en exclusión de los agricultores y productores rurales. Entrando en la problemática actual de la agricultura, es evidente que la crisis de acceso a tierras representa uno de los principales desafíos para la sostenibilidad del sector. La edad promedio del agricultor aumenta, la generación joven se desanima y los costos para muchos oscilan hacia niveles inviables.
Estas dificultades son potenciado por un sistema fiscal y económico que recompensa la mera tenencia de suelo y no su uso productivo. Poner en marcha un impuesto al valor del suelo adecuado revertiría esta tendencia, creando incentivos para que la tierra no sea vista como un activo pasivo sino como un recurso vivo central para la producción y el bienestar colectivo. El IVS también tiene implicancias positivas en la promoción de técnicas agronómicas que requieren mayor inversión en mano de obra y capital, favoreciendo sistemas más diversificados y sostenibles, tales como la agroecología, la agricultura regenerativa y las prácticas que valoran la biodiversidad. Al bajar la presión fiscal sobre las mejoras y el trabajo, los agricultores se sienten motivados a diversificar cultivos, mejorar suelos y optimizar recursos hídricos sin temer una mayor carga impositiva que desincentive estas inversiones. No menos importante es el potencial del impuesto al valor del suelo para financiar servicios públicos y desarrollo rural sin comprometer a los productores con cargas excesivas sobre su producción o ingreso.
La recaudación generada puede orientarse a mejorar infraestructuras, acceso a tecnología y educación agrícola, salud rural y programas sociales que fortalecen las comunidades agrícolas. Este círculo virtuoso contribuye a que los beneficios derivados de los incrementos de valor del suelo se reinviertan en el tejido rural, elevando la calidad de vida y la competitividad del sector. A pesar de sus evidentes beneficios, la implementación del IVS implica retos políticos y sociales. Cambiar la base impositiva tradicional, donde los impuestos suelen gravar tanto suelo como mejoras de manera indiscriminada, genera resistencia en grupos poseedores de grandes extensiones y refleja conflictos de intereses que requieren diálogo y consenso. Para facilitar la transición se proponen modelos graduales, tasas diferenciadas y mecanismos de compensación, además de campañas de sensibilización que destaquen el beneficio común y las posibilidades de desarrollo que ofrece esta modificación.
En síntesis, el impuesto al valor del suelo aparece como un instrumento vital para desenredar la compleja relación entre agricultura y economía, orientando al sector hacia un futuro más justo, productivo y sostenible. Al valorar la tierra por su mérito social y ambiental más que por su simple propiedad, se fomenta la puesta en valor real del territorio, se reduce la especulación dañina y se ofrecen oportunidades para los agricultores actuales y futuros. Este impuesto puede ser la semilla de un cambio profundo que permita que la agricultura permanezca viable no solo como actividad económica sino como fundamento de la vida comunitaria y la soberanía alimentaria. Para lograrlo es imprescindible conjugar una reforma fiscal acertada con políticas públicas integrales, apoyos a innovaciones productivas y el fortalecimiento de la participación ciudadana en la gestión del territorio. Reconocer que la tierra no es un bien común que puede ser utilizado sin límites pero sí un recurso compartido cuyo valor debe beneficiar a toda la sociedad es el paso que puede revolucionar la forma en que producimos nuestros alimentos, preservamos los ecosistemas y construimos economías más equilibradas.
El impuesto al valor del suelo ofrece una vía clara hacia esta transformación, un puente entre la sabiduría económica y la realidad agrícola necesaria para enfrentar los desafíos el siglo XXI.