La teleología, entendida como la explicación de fenómenos en función de fines o propósitos, ha sido a lo largo de la historia un concepto polémico dentro de la biología y la filosofía. El desafío principal radica en cómo naturalizar la teleología, es decir, cómo explicar el fin dirigido de las acciones biológicas sin recurrir a causas finales de carácter metafísico, esencias inmateriales o causalidad hacia atrás, algo que tradicionalmente se ha considerado incompatible con la ciencia moderna y las leyes de la física. Sin embargo, a pesar de los esfuerzos por eliminar los planteamientos teleológicos de los discursos biológicos y reemplazarlos por explicaciones estrictamente mecanicistas, la percepción intuitiva y empírica de que los organismos parecen estar dirigidos a la conservación, reproducción y mantenimiento de ciertas características persiste y demanda una explicación rigurosa. En la búsqueda de explicar la teleología biológica de manera naturalizada, es vital distinguir la causalidad que se observa en organismos vivos de la que se identifica en objetos diseñados artificialmente, como un termostato, o en procesos naturales asimétricos amplios como la inexorable tendencia al aumento de la entropía. Mientras que los artefactos presentan teleonomía derivada de diseños externos y la tendencia entropía es un cambio unilateral hacia el equilibrio termodinámico —un estado terminal—, los organismos manifiestan una causalidad teleológica intrínseca que implica mantenimiento activo y trabajo dirigido a evitar estados terminales, preservando un estado lejos del equilibrio.
Históricamente, la teleología biológica se ha basado en la analogía con la acción humana, donde la mente anticipa un fin general y regula la selección de medios para alcanzarlo. En los organismos sin mente, esta anticipación no ocurre de forma mental, pero se reconocen procesos celulares y moleculares que parecen mostrar disposiciones a alcanzar ciertos estados beneficiosos para su persistencia. En efecto, la teleología biológica es una forma de causalidad representacional, donde las restricciones materiales y funcionales representan un fin plasmado en la organización y dinámica celular. Para abordar este fenómeno se ha desarrollado el concepto de autogénesis, una teoría y modelo molecular que ilustra cómo procesos de autoorganización vinculados pueden dar lugar a relaciones de orden superior que se expresan en términos de restricciones sobre procesos moleculares. Autogénesis implica la interacción complementaria de dos procesos: la catálisis recíproca y la autoensamblaje, que se potencian mutuamente creando un sistema dinámico capaz de auto-mantenimiento, reparación y reproducción simple.
Este modelo, mucho más simple que una célula o un virus, muestra cómo pueden emerger disposiciones teleológicas mínimas sin recurrir a principios vitalistas o teleologías externas. En el núcleo de esta explicación está la noción física y termodinámica de restricción, que se entiende como la reducción de grados de libertad en un sistema físico, afectando la probabilidad de ciertas transformaciones. Las restricciones representan formas abstractas que controlan y canalizan la ejecución de trabajo termodinámico, facilitando procesos que desafían la tendencia habitual hacia el equilibrio termodinámico. La vida, entonces, puede conceptualizarse como la preservación constante de estas restricciones que permiten y condicionan el trabajo necesario para evitar el estado terminal, construyendo así un sistema teleológico cuyos fines son inherentes y no meramente descritos desde el exterior. El trabajo termodinámico, en este sentido, no es posible sin restricciones que guían la liberación de energía hacia formas específicas de organización.
Así, existe una reciprocidad fundamental: es necesario trabajo para producir restricciones y es necesario que existan restricciones para que el trabajo pueda realizarse. Esta relación es crítica para la comprensión de cómo los sistemas vivos mantienen su estado de desorden organizado, es decir, su orden y funcionalidad lejos del equilibrio térmico. Una característica clave de la teleología biológica es la distinción entre procesos terminales y procesos dirigidos hacia un objetivo. Los procesos terminales son aquellos que persiguen estados estables y finales sin intención ni trabajo para evitarlos, como la disipación térmica o la cristalización. En cambio, los organismos operan de manera contraria, realizando trabajo para mantener condiciones alejadas de esos estados terminales, en un proceso que es intrínsecamente normativo: la persistencia de un cierto estado depende de la acción del propio sistema para mantener sus condiciones funcionales.
La idea de norma en la vida es así interna y propia del sistema, no una valoración arbitraria o ajena. Organismos y sus componentes tienen un estado “correcto” o “preferido” que se mantiene mediante acciones y procesos que buscan preservar su integridad frente a perturbaciones y a la tendencia natural al desorden. Esta norma emerge de la causalidad recursiva y auto-sustentada de las restricciones que se producen y mantienen entre sí. Filósofos y científicos como Charles Sanders Peirce han enfatizado la importancia de comprender la teleología como causalidad final que opera a nivel general, no particular. Esto significa que los fines o resultados hacia los que se dirige una causa teleológica son tipos o clases generales, no estados particulares definidos en todos los detalles, permitiendo múltiples formas y realizaciones materiales para la misma función o fin.
Este concepto de generalidad explica la multiplicidad y diversidad observables en las formas biológicas que comparten una función o finalidad esencial, y tutela la naturaleza flexible y adaptable de la teleología biológica. La transferencia y preservación de estas restricciones a través de distintas instancias materiales, como ocurre con la secuencia de nucleótidos en el ADN que representa la información para producir proteínas específicas, explica cómo la teleología biológica puede estar basada en la representación sin necesidad de intencionalidad mental. Las restricciones funcionan como una representación funcional que condiciona la realización de procesos que conducen a la preservación y reproducción del sistema en el que se encuentran. El modelo de autogénesis aporta evidencias y un marco para entender cómo estas representaciones no mentales se concretan en sistemas moleculares que generan y mantienen su propia integridad mediante dos procesos autoorganizados mutuamente dependientes: la catálisis recíproca y el autoensamblaje. La figura que emerge es la de un sistema hologénico, una restricción superior de carácter formal y topológico que integra y co-individua estos procesos, creando una entidad discreta que actúa en función de su propia preservación.
Este enlace entre procesos autorreferenciales produce una forma rudimentaria de representación, que cumple con tres características esenciales: normatividad, memoria y discriminación. La normatividad reside en que el sistema persigue la preservación de su propia existencia y organización. La memoria es la capacidad de mantener y transferir el patrón general de su organización a través del ciclo de daño y reparación. La discriminación se evidencia en la diferencia entre estados activos e inertes, y en la capacidad del sistema para responder a esa diferencia reanudando su auto-mantenimiento. Frente a otros modelos como las teorías basadas en la replicación o la autoorganización, la autogénesis ofrece una explicación más concreta y naturalizada de la teleología, porque incorpora activamente la preservación y reparación del sistema, establece una unidad individualizada y un locus específico de beneficio, y no se limita a describir patrones observados desde fuera ni a considerar la teleología como epifenómeno.