El feminismo ha recorrido un largo camino a lo largo de la historia, enfrentándose a numerosas injusticias sociales y políticas que han limitado la autonomía y los derechos de las mujeres. Sin embargo, para avanzar en la liberación femenina, es crucial abordar los orígenes más profundos y básicos de la opresión que sufren las mujeres, algo que muchos análisis tradicionales evitan o simplifican: la realidad tangible del sexo biológico. Un feminismo realista sobre el sexo reconoce que las diferencias biológicas entre hombres y mujeres son uno de los factores principales detrás de la subordinación histórica y estructural de las mujeres en distintas sociedades. Entender esta realidad no significa resignarse, sino identificar con claridad los mecanismos que perpetúan desigualdades para poder implementar soluciones efectivas y justas. La biología sexual de las mujeres, en especial el hecho de ser las únicas que pueden gestar y dar a luz, tiene profundas consecuencias en la estructura social, económica y política.
Desde tiempos ancestrales, esta diferencia ha generado una división sexual del trabajo que, en ausencia de métodos anticonceptivos efectivos, limita a las mujeres a actividades que puedan realizar grávidas o amamantando, mientras que los hombres asumen las labores que demandan mayor fuerza física o están fuera del alcance de las restricciones generadas por el embarazo y la lactancia. Aunque en ciertas culturas esta división no ha traducido en menos autonomía o valor económico para las mujeres —como es el caso de culturas ‘hoe’ o arcaicas que permiten a las mujeres realizar labores agrícolas mientras cuidan a sus hijos—, en la mayoría de las sociedades esto ha implicado una dependencia económica y social femenina de los varones. Esta situación se acentúa aún más cuando se considera la violencia masculina, que ha sido empleada históricamente como un método de control y dominación, incorporando la fuerza física como un factor de poder concreto en la consecución de privilegios masculinos. Es necesario recordar que esta dominancia no se origina en conspiraciones secretas ni en un complot coordinado entre hombres, sino que resulta de procesos evolutivos y económicos donde los incentivos materiales y biológicos moldean las prácticas sociales. Un ejemplo histórico lo ofrece la práctica del vendado de pies en la China imperial: se impuso socialmente para hacer a las mujeres más atractivas para posibles esposos, manifestando cómo las mujeres misma colaboraron en alinear sus cuerpos y aspiraciones a las exigencias patriarcales, sacrificando su movilidad y autonomía física para encajar en los estándares de poder masculino.
Este fenómeno ilustra cómo las mujeres, incentivadass por la supervivencia económica y social dentro de un sistema patriarcal, adoptan normas y prácticas que perpetúan su subordinación. En la actualidad, la principal forma en que la sexualidad femenina afecta la vida y la libertad de las mujeres sigue siendo a través de la maternidad y la reproducción. Las investigaciones recientes muestran que la principal causa de la brecha salarial entre hombres y mujeres es la maternidad. El embarazo es un periodo de notable dificultad física y emocional, que puede descarrilar carreras laborales y limitar las oportunidades de desarrollo profesional. A esto se añade la lactancia, que incrementa la carga de cuidado y obliga a adaptaciones constantes, como interrupciones periódicas para extraer leche, lo que afecta la productividad y la integración laboral.
Aun cuando muchas mujeres valoran el tiempo dedicado a la crianza, el daño estructural causado por estas desigualdades biológicas es innegable y afecta a gran parte de la sociedad, no solo a las élites. La segregación y especialización materna en la crianza no es únicamente social o económica, sino también biológica y fisiológica. Las mujeres experimentan menstruaciones dolorosas, síntomas premenstruales severos y episodios de menopausia que desafortunadamente siguen siendo subvalorados en la discusión pública. El dolor y el sacrificio físico relacionados con la fertilidad y la reproducción imponen cargas únicas e invisibilizadas que condicionan la vida de las mujeres de una forma mucho más profunda que las simples normas sociales. Además, el diseño de productos y estándares en la sociedad tiende a favorecer el cuerpo masculino, lo que amplifica las dificultades femeninas en espacios laborales y públicos.
Desde el calzado inapropiado para la anatomía femenina hasta la falta de representación adecuada en tecnologías como los sistemas de reconocimiento de voz o las pruebas de choque automovilístico, se refleja un sesgo de género incorporado en las estructuras técnicas y materiales de la vida diaria. Por ejemplo, la mayoría de los dispositivos de protección personal no consideran la complexión corporal femenina, generando riesgos innecesarios y exclusiones prácticas que afectan principalmente a las mujeres en profesiones como el ejército o la agricultura. Esta normalización del modelo masculino como estándar invisibiliza las realidades de un amplio sector de la población y reproduce desigualdades. Frente a esta dimensión tangible y a menudo dolorosa de la desigualdad de género, el feminismo radical que busca ir a la raíz de la opresión tiene una propuesta clara: liberarse de las cadenas de la biología. El gran triunfo feminista del siglo XX fue la invención y la adopción generalizada de la píldora anticonceptiva, que permitió a las mujeres controlar la reproducción y, por ende, su destino social y profesional.
Sin embargo, este avance no es suficiente para garantizar una igualdad plena. La tecnología debe seguir avanzando para que las limitaciones biológicas puedan ser superadas de forma definitiva y universal. Entre las innovaciones necesarias destaca el desarrollo de úteros artificiales, con los cuales la gestación podría ser externalizada. Esta tecnología liberaría a las mujeres de los riesgos físicos, del sufrimiento y de la dedicación exclusiva y excluyente que supone el embarazo, permitiendo que todas las personas de cualquier sexo puedan procrear sin las cargas tradicionales asociadas. No se trata de una distopía de sustitución, sino de una herramienta para la igualdad y la autonomía plena.
Al romper el ciclo biológico impuesto, las estructuras sociales podrían democratizarse mucho más. Además, ampliar la fertilidad femenina mediante avances médicos y ofrecer alternativas igualmente nutritivas y saludables a la lactancia materna ayudarían a reducir las desigualdades laborales y económicas. Si es factible retrasar la maternidad sin riesgos y garantizar la salud y el desarrollo óptimo de la descendencia sin la necesidad exclusiva de la madre para alimentar, cuidar o dar la vida, las mujeres tendrían un margen mucho mayor para participar en todos los sectores sin penalizaciones extremas. Sin embargo, estas expectativas y propuestas requieren del compromiso ético, político y financiero de la sociedad global. Es fundamental que la investigación y el desarrollo en biotecnología focalicen recursos para resolver estas desigualdades estructurales, dado que la tecnología actual aún no refleja plenamente la urgencia de este problema.
El feminismo debe integrar esta agenda científica y tecnológica como parte sustancial de su lucha, sin abandonar las demandas políticas y sociales, pero sin subestimar el rol indispensable de modificar las condiciones biológicas que están en el centro del problema. Reconocer que el sexo biológico influencia la opresión femenina no es una postura contraria al feminismo ni una cuestión «transfóbica», sino un paso en la comprensión profunda y realista de la experiencia de las mujeres. Permite explorar las razones por las cuales la igualdad formal no se ha traducido del todo en igualdad material y social, y por qué muchos problemas persisten pese a décadas de reformas legales y sociales. Solo integrando la biología y la tecnología en el análisis podemos diseñar estrategias integrales que aborden la raíz de la desigualdad y permitan construir un mundo más justo y equitativo para todas las personas. Finalmente, avanzar hacia un feminismo realista sobre el sexo pide repensar las estructuras familiares, sociales y económicas que actualmente perpetúan la subordinación femenina.
Promover el reparto equitativo de las tareas de cuidado, desafiar la violencia estructural masculina, modificar los sistemas de producción para hacerlos inclusivos y adaptados a diferentes cuerpos, y fomentar un cambio cultural que valore el bienestar y la autonomía femenina son pasos en la dirección correcta. La lucha por la igualdad de género debe afrontar sin miedo las complejidades y desafíos que trae la biología humana, utilizando la ciencia, la tecnología y la justicia social para construir un futuro donde ser mujer no determine límites, sino que solo sea una dimensión más de la diversidad humana.