El fenómeno del culto a la personalidad ha sido, a lo largo de la historia, una característica distintiva de numerosos regímenes autocráticos y dictatoriales. Este fenómeno, que puede parecer arcaico en tiempos de democracias modernas, sigue manifestándose en la política contemporánea, afectando tanto a naciones que han sufrido el peso del totalitarismo como a aquellas que todavía están lidiando con sus sombras. En este contexto, el culto a la personalidad se manifiesta de diversas formas, reflejando la devoción casi religiosa que se fomenta hacia líderes específicos. Uno de los ejemplos más prominentes de este culto es el caso de José Stalin en la antigua Unión Soviética. En sus días de poder, Stalin llegó a ser venerado de manera casi divina, donde su imagen fue utilizada para legitimar su liderazgo y sus políticas represivas.
En su lugar natal, Gori, a pesar de que sus políticas llevaron a la muerte de millones, aún se observa un extraño culto hacia su figura. Este fenómeno contrasta marcadamente con la percepción de Stalin en otros países, donde su legado es considerado una advertencia de los peligros de la dictadura. Globalmente, el culto a la personalidad se manifiesta también en líderes contemporáneos. En Norte de Corea, por ejemplo, Kim Jong-un ha continuado la tradición de veneración iniciada por su abuelo, Kim Il-sung, y luego por su padre, Kim Jong-il. La propaganda estatal no escatima esfuerzos en presentarlo como un líder casi sobrenatural, y la devoción hacia su figura es forzada a través del miedo y la lealtad.
Se cuentan historias sobre sus hazañas épicas, mientras que cualquier crítica a su régimen es rápidamente silenciada. A unos miles de kilómetros, en Rusia, el presidente Vladimir Putin ha cultivado su propio culto a la personalidad. A menudo se le retrata en situaciones que exaltan su masculinidad y fortaleza, desde montañismo hasta jinetear a caballo sin camisa. Este branding personal ha sido un recurso utilizado para consolidar su imagen como un líder fuerte que protege los intereses rusos, presentándose no solo como un político, sino como un salvador nacional. Las estatuas y los retratos de Putin han proliferado, y su carácter casi mitológico se alimenta tanto de la propaganda de estado como de un segmento de la población que aprecia su enfoque autoritario.
En un análisis más amplio, resulta interesante observar cómo este fenómeno no es exclusivo de regímenes no democráticos. En varias democracias del mundo, ciertos líderes han logrado generar un culto a su personalidad, aunque quizás de manera más sutil. La figura carismática de algunos presidentes y primos ministeriales que han llegado al poder en los últimos años también ha estado marcada por esta tendencia. A menudo, el culto a la personalidad se nutre de una idolatría mediática, donde los líderes son presentados casi como estrellas de rock, llevando a confundir su imagen con la de un ícono de la cultura popular. Esto no se limita a personalidades políticas, ya que los líderes empresariales también pueden ser objeto de devoción extrema, generando una narrativa de éxito casi mítica.
Sin embargo, el culto a la personalidad trae consigo una serie de riesgos inherentes. La veneración ciega hacia un líder puede provocar la erosión de la crítica constructiva, haciendo que la sociedad se vuelva complaciente o incluso apática ante decisiones discutibles o actos de corrupción. En muchos casos, la lealtad al líder puede superar la lealtad a las instituciones o a la nación misma. Dicha devoción puede llevar a situaciones peligrosas, donde los intereses del pueblo se subordinan a las ambiciones personales de un solo individuo. Los recientes acontecimientos en países como Venezuela y Brasil muestran cómo el culto a la personalidad puede seguir teniendo un impacto devastador.
En Venezuela, Nicolás Maduro ha hecho del culto a su predecesor, Hugo Chávez, una parte central de su retórica política. La idolatría hacia Chávez, impulsada por campañas austeras de propaganda, ha servido como un escudo para Maduro en tiempos de crisis. Sin embargo, lo que comenzó como una serie de reformas progresistas se ha transformado en un régimen que ignora las necesidades básicas de su gente, todo en nombre de la lealtad al ‘Comandante’. Por su parte, en Brasil, el ex-presidente Jair Bolsonaro logró construir un culto a su personalidad entre sus seguidores, apalancándose en un narrativo de críticos contra "la corrupción" y "el sistema". Su estilo de gobernar se vio marcado por decisiones polarizadoras y una retórica incendiaria que fue celebrada por miles de seguidores, quienes lo vieron como una figura de cambio.
Sin embargo, su gobierno también dejó en evidencia las divisiones profundas en la sociedad brasileña y el riesgo de que el populismo y el culto a la personalidad socaven los principios democráticos. Ante este paisaje tan diverso y complejo, es importante reflexionar sobre el papel que juegan los ciudadanos en este fenómeno. La historia ha demostrado que, aunque un líder puede fomentar una narrativa personal, el auténtico poder radica en la base que lo sostiene. La responsabilidad recae tanto en la ciudadanía como en los medios de comunicación, quienes deben actuar de manera crítica y cuestionadora para evitar que se repitan los errores del pasado. En última instancia, el culto a la personalidad se convierte en un espejo que refleja las aspiraciones, esperanzas y temores de una sociedad.
Mientras que algunos ven en sus líderes un salvador, otros pueden ver, con preocupación, el potencial de un despotismo velado. Dada la historia, es imperativo que las naciones se mantengan vigilantes ante las dinámicas del poder y la propaganda, asegurando que el liderazgo se ejerza con responsabilidad y en servicio del bien común, en lugar de ser un vehículo para la glorificación personal. La preservación de la democracia y el respeto a los derechos humanos deben ser siempre prioritarios en el discurso político, recordando que la verdadera grandeza reside en servir a la población, no en buscar su adoración.