Título: Nadar dos veces a la semana durante tres semanas: así afectó mi sueño La natación ha sido siempre una de mis pasiones. Desde que era niño, pasaba mis veranos en la piscina de mi barrio, disfrutando del agua con amigos y descubriendo la alegría que ofrece cada brazada. Esa relación casi terapéutica con el agua me llevó a competir, dar clases de natación y trabajar como salvavidas. Sin embargo, con el paso del tiempo, las responsabilidades diarias me alejaron de esa actividad que tanto amaba. Decidí reintegrar la natación en mi vida como un experimento personal para ver si podía mejorar mi calidad de sueño.
Durante tres semanas, me propuse nadar dos veces por semana. Fui a la piscina local, un lugar que, aunque no era un lago o mar, aún ofrecía el escape del bullicio diario. Tenía expectativas optimistas sobre cómo esta actividad influiría en mi descanso nocturno. Había leído sobre el llamado “Blue Mind Theory”, que postula que estar cerca del agua puede aumentar la producción de neurotransmisores como la dopamina y la serotonina, a la vez que reduce el cortisol, la hormona del estrés. Con tantas promesas de bienestar, estaba seguro de que dormiría mejor.
Desde el primer día, mantuve la disciplina. Cada sesión consistía en nadar aproximadamente una milla, lo cual me llevó entre 38 y 40 minutos. Para mantener la validez de mi experimento, traté de prevenir variables externas: limitaba mi consumo de café a dos tazas por la mañana, no me permitía el alcohol y tomaba mis suplementos de melatonina a la misma hora cada noche. También me aseguré de no realizar otro tipo de ejercicio extenuante en los días que no nadaba. A lo largo de las primeras semanas, la experiencia de nadar resultó ser tanto reveladora como decepcionante.
A pesar de sentirme satisfecho y relajado después de cada sesión, lo que no anticipé fue cómo esta actividad, en lugar de facilitar un sueño reparador, podría tener un efecto contraproducente. Cuando analicé los datos que registré, la noche posterior a un día de natación, en promedio, dormí casi una hora menos en comparación con los días que no nadaba. Mi tiempo de sueño total fue de aproximadamente siete horas, mientras que en días sin ejercicio físico, lograba alcanzar casi ocho horas y media. Este hallazgo me dejó perplejo. Busqué información en línea y descubrí que, según expertos en el ámbito del deporte y la salud, intensas sesiones de ejercicio pueden aumentar los niveles de cortisol y norepinefrina, dificultando la conciliación del sueño.
Estaba claro que mi cuerpo estaba respondiendo a la intensidad de los entrenamientos, algo que también afectaba mis noches de descanso. Al finalizar las sesiones, salía de la piscina sintiendo una mezcla de agotamiento físico y una ligereza mental inesperada. Sin embargo, me di cuenta de que debía equilibrar la intensidad de mis ejercicios para evitar que afectaran mi sueño. A pesar de los inconvenientes en términos de descanso, noté que la natación tenía otros beneficios menos medibles. Después de cada sesión, la sensación de estrés que arrastraba al comienzo de mi día se disipaba en el agua.
Aquella tensión se esfumaba con cada movimiento, y aunque los problemas laborales persistían, me sentía renovado y con una perspectiva más positiva. El hecho de haber dedicado tiempo a una actividad física en la mitad de la jornada laboral me permitió liberarme momentáneamente de las presiones cotidianas. La natación no solo mejoró mi estado de ánimo, sino que también aumentó mi energía para afrontar las tareas que quedaban por delante. Aquellos momentos de soledad en el agua se convirtieron en los mejores aliados contra cualquier trabajo abrumador. Los expertos también sugieren que el tiempo del día en que uno elige ejercitarse puede influir en la calidad del sueño.
Así, otro componente a considerar es la hora en que decidí nadar. Mis sesiones estaban programadas alrededor de la 1:00 p.m., un horario que, aunque me ofrecía la ventaja de estar más despejado, podría haber estado interfiriendo con mis ritmos circadianos y afectando mi sueño nocturno. Reflexionando sobre mis tres semanas de natación, me resulta evidente que, aunque los resultados no fueron los esperados en términos de sueño, la experiencia en la piscina trajo consigo un sinfín de beneficios emocionales y físicos.
A través de este experimento, mi relación con el agua adquirió un nuevo matiz, convirtiéndose en un medio no solo para ejercitarme, sino también para encontrar espacios de meditación y calma en mi vida. Antes de concluir, no puedo dejar de mencionar que los hábitos de vida, incluidos el uso excesivo de tecnología antes de dormir y la falta de una buena rutina nocturna, a menudo son factores determinantes en la calidad del sueño. A partir de ahora, haré un esfuerzo consciente para equilibrar la intensidad de mis entrenamientos con la necesidad de un sueño reparador. A medida que me despido de esta etapa de natación intensiva, tengo la intención de seguir disfrutando del agua, explorando diferentes maneras de incorporarla a mi vida diaria, ya sea con entrenamientos menos exigentes o simplemente dedican do un tiempo para conectarme con ese entorno que tanto aprecio. En conclusión, mi viaje a través de la natación me ha enseñado a escuchar a mi cuerpo y a entender que, aunque el ejercicio tiene innumerables beneficios, es fundamental encontrar un balance que promueva una buena salud mental y física.
Así, seguiré “natando”, buscando el equilibrio perfecto para que cuerpo y mente encuentren su armonía.