La democracia, como sistema de gobierno basado en elecciones libres, derechos civiles y la participación ciudadana, es un valor fundamental en muchas sociedades modernas. Sin embargo, en las últimas décadas, hemos visto cómo este sistema puede degradarse, transformándose en formas de gobierno menos evidentes y a menudo más peligrosas: regímenes autoritarios que utilizan la apariencia de elecciones y leyes para consolidar el poder y silenciar la disidencia. En este contexto, surge una pregunta crucial: ¿cómo podemos saber cuándo hemos perdido nuestra democracia? Esta interrogante no solo es relevante para Estados Unidos, sino para cualquier sociedad que valore la libertad y la justicia. El autoritarismo de hoy en día se disfraza bajo una fachada democrática. A diferencia de los dictadores tradicionales que recurrían a la fuerza bruta visible para dominar, los autócratas contemporáneos pueden llegar al poder por medio de elecciones generalmente reconocidas y mantienen la apariencia de pluralismo político.
Sin embargo, detrás de esta apariencia, convierten las instituciones públicas en herramientas para perseguir y debilitar a sus opositores. Esta forma de gobierno ha sido denominada 'autoritarismo competitivo'. En este sistema, los partidos políticos compiten en elecciones, aunque el gobernante en el poder usa recursos públicos e instituciones para inclinar la balanza y dificultar la competencia leal. Ejemplos contemporáneos de autoritarismo competitivo se encuentran en países como Hungría, India, Serbia y Turquía. En estos casos, los gobiernos aplican tácticas poco transparentes y legales para intimidar a sus rivales: desde investigaciones fiscales hasta demandas judiciales de dudosa base, pasando por la reducción del espacio para los medios independientes y organizaciones de la sociedad civil.
En Venezuela, durante el gobierno de Hugo Chávez, buena parte de la población no se dio cuenta durante años de que su democracia estaba en declive, pues la supresión de la oposición se hacía mediante procedimientos que parecían ajustados a la ley. Entonces, ¿cuáles son las señales claras de que una democracia está en riesgo o se ha perdido? Un indicador fundamental radica en el costo que enfrentan los ciudadanos al oponerse al gobierno. En un sistema democrático saludable, expresar opiniones críticas, apoyar a candidatos de la oposición o participar en manifestaciones pacíficas no debería generar consecuencias negativas por parte del Estado. El derecho legítimo a cuestionar y desafiar a los gobernantes es una piedra angular de la democracia. Por el contrario, en un régimen autoritario competitivo, la oposición política y social se convierte en una actividad riesgosa.
Los adversarios pueden ser objeto de investigaciones judiciales infundadas, los medios críticos sufren juicios por difamación sin sustento o regulaciones arbitrarias, y las organizaciones democráticas pierden acceso a financiamiento o licencias necesarias para operar. Incluso, activistas, periodistas y ciudadanos que expresan disidencias pueden ser víctimas de hostigamiento, amenazas o ataques alentados por simpatizantes del poder. Cuando participar en la democracia implica enfrentar una amenaza real de represalias, la libertad política y civil se ve erosionada y la sociedad comienza a deslizarse fuera del régimen democrático. Este fenómeno no siempre es obvio para la opinión pública. Debido a que las acciones en contra de la oposición se camuflan en procedimientos legales y administrativas, el daño se produce de manera gradual, sin provocar alarmas inmediatas.
En el caso específico de Estados Unidos, algunos expertos en ciencias políticas han señalado que ciertos episodios recientes podrían ser interpretados como señales de la transición hacia un autoritarismo competitivo. Por ejemplo, la instrumentalización de agencias gubernamentales para perseguir a adversarios políticos y la multiplicación de acciones punitivas dirigidas contra críticos aumentan el costo de la oposición para diversos sectores de la sociedad. Esta tendencia genera preocupación sobre la salud de la democracia y la integridad de las instituciones. Es vital que los ciudadanos estén atentos a estas dinámicas porque el derrocamiento de la democracia no suele ocurrir por golpes de estado súbitos o revoluciones violentas, sino a través de transformaciones graduadas en las que el poder se centraliza y se erosiona el sistema de controles y balances institucionales. La clave está en preservar el derecho a disentir, robustecer la independencia judicial, garantizar la libertad de prensa y proteger las organizaciones de la sociedad civil.
Además, el fortalecimiento de la cultura democrática es un elemento esencial para enfrentar estas amenazas. Cuando la población entiende que la democracia no solo es votar cada cierto tiempo, sino que implica respeto por los derechos humanos, pluralismo y tolerancia, la defensa del sistema es más amplia y profunda. La educación cívica y la participación activa de los ciudadanos en la vida política sirven como barreras naturales contra la concentración autoritaria del poder. Otra dimensión relevante es la responsabilidad y la transparencia de los gobernantes. Cuando los líderes políticos utilizan las instituciones para su beneficio personal y para aplastar la diversidad política, comprometen el estado de derecho y el contrato social que sostiene la democracia.
En consecuencia, las instituciones deben ser reforzadas para que actúen con imparcialidad y autonomía frente al ejecutivo, manteniendo un balance que impida el abuso. Por último, el papel de los medios de comunicación independientes es insustituible. La censura, el hostigamiento o la captura mediática conducen a la manipulación de la información y limitan el acceso de la sociedad a datos veraces y diversos puntos de vista. Una prensa libre funciona como un vigía que alerta sobre riesgos democráticos y fomenta la rendición de cuentas. En conclusión, reconocer la pérdida de la democracia requiere una mirada atenta a los mecanismos sutiles con los que se socavan las libertades y la competencia política.
No se trata solo de la realización de elecciones, sino de asegurar que la oposición pueda actuar sin miedo a represalias, que las instituciones funcionen autonomamente y que la sociedad civil disfrute de libertad para expresarse y organizarse. La democracia perdida se manifiesta cuando la defensa de estos principios se convierte en un acto peligroso o económicamente costoso. Por ello, es fundamental que los ciudadanos, los líderes políticos y las instituciones trabajen juntos para proteger y revitalizar los valores democráticos antes de que sea demasiado tarde.