En los últimos años, la salud pública en Estados Unidos ha enfrentado un desafío mayúsculo que amenaza con revertir décadas de avances. Esta crisis nace, en gran parte, del auge de teorías conspirativas y posturas antivacunas que han ganado terreno en el ámbito gubernamental bajo la dirección de Robert F. Kennedy Jr., secretario de Salud y Servicios Humanos (HHS). Su campaña permanente contra las vacunas ha encendido alarmas entre expertos, epidemiológos y defensores de la ciencia a nivel nacional e internacional, desencadenando una serie de eventos con consecuencias fatales para la población, especialmente en los niños.
El regreso del sarampión, una enfermedad que fue erradicada en Estados Unidos en el año 2000, es un ejemplo claro y doloroso del deterioro en el abordaje sanitario. En 2025, se reportaron casi 900 casos confirmados de sarampión, con propagación local en al menos ocho estados, y un número preocupante de hospitalizaciones. Este resurgimiento coincide con la influencia directa de Kennedy, quien ha promovido sutiles pero contundentes mensajes de desconfianza hacia las vacunas, bajo teorías desacreditadas y peligrosas. Sus afirmaciones erróneas de que las vacunas contienen toxinas neurotóxicas, que el sarampión es inofensivo para personas saludables, y que la inmunización no es segura, carecen de cualquier fundamento científico y ponen en riesgo la vida de millones. La institucionalización del escepticismo antivacunas bajo la administración de Kennedy representa una amenaza inédita para la salud pública.
Su rechazo a la teoría germinal tradicional, preferida frente a otras ideas obsoletas como la teoría del miasma, denota un retroceso conceptual en plena era tecnológica. La influencia de sus discursos y acciones salta los límites de la simple desinformación para adentrarse en la peligrosa legitimación de políticas que, sin pudor, parecen aceptar la muerte de ciertos grupos de personas, principalmente niños. Expertos en vacunas, como Paul Offit, señalan que la visión impuesta bajo Kennedy tiene tintes de eugenesia, donde se defiende la idea de que solo los más “aptos” deben sobrevivir. Esta ideología, además de ser científicamente incorrecta, guarda ecos oscuros de prácticas históricas que han causado enormes sufrimientos y violaciones a los derechos humanos. La muerte de niños previamente sanos por sarampión en Texas pone en evidencia la ineficacia y el tremendo costo social de las políticas que minimizan las vacunas y las medidas sanitarias básicas.
El modo en el que se han manejado estas crisis también revela una gestión debilitada. La reducción del personal y el financiamiento en instituciones clave como el Centro para el Control y Prevención de Enfermedades (CDC) coincide con un aumento dramático en los casos y una disminución en la capacidad de monitoreo y respuesta rápida ante los brotes. La ausencia de un liderazgo claro en el CDC, junto con la influencia de figuras antivacunas dentro de HHS, han creado un escenario propicio para la propagación de enfermedades que se consideraban controladas. La comunicación oficial ha sufrido un giro preocupante. En lugar de un mensaje unificado y contundente que promueva la vacunación y la seguridad de estos inmunizantes, el discurso de Kennedy provoca confusión y miedo.
En diversas entrevistas públicas, ha afirmado falsedades sobre los riesgos de la vacuna MMR (sarampión, paperas y rubéola), alegando que puede causar graves efectos secundarios e incluso muertes. Estas afirmaciones, desmontadas por la vasta evidencia científica, socavan la confianza del público en la medicina preventiva y cuestionan las recomendaciones que han salvado millones de vidas en todo el mundo. Además, Kennedy ha insistido en vincular la vacunación con el autismo, tema ampliamente desacreditado y retractado en la comunidad científica. A pesar de la existencia de múltiples estudios concluyentes que desmienten cualquier relación entre vacunas y trastornos del espectro autista, el secretario de HHS utiliza este falso vínculo para justificar su política y sus investigaciones. La contratación de especialistas antivacunas sancionados refuerza una postura que muchos describen como irresponsable y dañina para las personas con discapacidad y sus familias.
Las consecuencias éticas de estas políticas son profundas. La retórica de Kennedy sugiere que ciertas vidas son menos valiosas o que la muerte de individuos considerados “menos aptos” es aceptable o incluso deseable dentro de una visión darwinista de la salud pública. Este planteamiento revive discursos eugenésicos que no solo están ajenos a cualquier principio ético contemporáneo, sino que además abren la puerta para la exclusión y la discriminación social. El impacto social no se limita a la salud física. La estigmatización de las personas con autismo u otras discapacidades, unida a la reducción de presupuestos para programas sociales fundamentales, refleja una política sanitaria insensible que prioriza la selección “natural” por sobre la inclusión y el apoyo a la diversidad humana.
Los recortes severos en programas de prevención para jóvenes LGBTQ+, lucha contra el VIH, toxicomanías y sustentos básicos de salud pública son parte de una visión donde ciertos sectores de la población quedan desprotegidos y olvidados. La paradoja de un departamento de salud que promueve la transparencia mientras impulsa informaciones falsas se ha convertido en una auténtica crisis comunicacional y científica. Los intentos de justificar la postura de Kennedy mediante discursos de involucramiento ciudadano y elección informada no se sostienen ante la evidencia de sus declaraciones y acciones que ponen en peligro vidas. La falta de respaldo a sus afirmaciones por parte del HHS y la ausencia de estrategias claras para aumentar el acceso a la vacunación reflejan un gobierno dividido y debilitado frente a una emergencia sanitaria real. A nivel comunitario, la propagación del sarampión ha tenido efectos devastadores en poblaciones cerradas como las comunidades mormonas amish o menonitas, donde la desconfianza hacia la medicina moderna es más profunda y donde el sistema de vigilancia sanitaria ha reducido significativamente sus capacidades.
La falta de recursos para rastrear contagios, realizar pruebas y asistir a las poblaciones vulnerables ha contribuido a que la enfermedad se expanda sin control. El futuro de la salud pública en Estados Unidos bajo estas premisas es incierto y preocupante. La posibilidad latente de que el sarampión se vuelva endémico nuevamente es un retroceso inaceptable, recordando que la vacunación ha sido responsable de salvar decenas de millones de vidas desde su introducción. La Oposición a medidas sanitarias comprobadas rompe la cadena de protección colectiva y se traduce en muertes evitables y sufrimiento. Es imprescindible que el debate social y político nacional vuelva a poner la ciencia y la ética en el centro de las políticas públicas de salud.
Derrotar las falsas narrativas antivacunas requiere una comunicación clara, el fortalecimiento de las instituciones sanitarias, la transparencia honesta y el compromiso sincero con la protección de todos, especialmente de los más vulnerables. No es solo una cuestión médica sino de respeto por la dignidad humana y la justicia social. La política de la muerte no debe prevalecer porque cada vida importa, y la historia ya ha demostrado el enorme costo humano y moral cuando se abandonan los principios básicos de la salud pública y la solidaridad. La protección universal contra enfermedades prevenibles es una meta que ningún país puede darse el lujo de postergar o regatear.