La inmigración ha sido un tema central y controvertido en el debate sociopolítico del Reino Unido durante décadas. Más allá de las cifras y opiniones simplistas, existe una realidad compleja que merece ser analizada con detalle, especialmente en un momento en que las políticas migratorias y las retóricas públicas parecen polarizarse cada vez más. El llamado de atención del primer ministro Keir Starmer en 2025, al afirmar que Reino Unido podría convertirse en una “isla de extraños” debido a la inmigración, revela más una preocupación por la percepción social que una verdadera comprensión de las dinámicas históricas y económicas que configuran el entramado migratorio actual. En este contexto, es esencial desentrañar no solo el aumento del flujo migratorio reciente, sino también las contribuciones y desafíos que estas comunidades enfrentan y cómo un enfoque más informado puede cambiar el debate sobre lo que significa ser “uno de los buenos” en la sociedad británica. En los últimos años, el Reino Unido ha experimentado un incremento significativo en la inmigración neta, impulsado por diversas razones fundamentales.
Una parte considerable de los migrantes llega para trabajar, especialmente en sectores esenciales como la salud. La pandemia de COVID-19 consolidó la importancia de estos trabajadores extranjeros, quienes se encuentran en el corazón del sistema sanitario británico. Asimismo, la llegada de estudiantes internacionales ha sido clave para las universidades y la economía del país. Las tasas de matrícula que pagan estos estudiantes extranjeros son vitales para la supervivencia financiera de muchas instituciones educativas, haciendo que esta forma de migración sea indispensable para el sector académico. Además de estas motivaciones laborales y educativas, el Reino Unido ha ofrecido rutas humanitarias más abiertas en los últimos años.
La crisis en Ucrania provocó un éxodo masivo que el país intentó aliviar mediante programas específicos de acogida. Paralelamente, la apertura del visado BN(O) para residentes de Hong Kong tras la implementación de la controvertida Ley de Seguridad Nacional en 2020 generó un movimiento migratorio significativo que sumó a más de 150,000 personas solo de Hong Kong, a lo que se añaden alrededor de 200,000 refugiados ucranianos en el mismo periodo. Estas cifras representan una parte importante del total de migración neta, aunque lejos de ser la única o mayoritaria. Es curioso observar cómo en la narrativa pública, estas dos colectividades —los hongkoneses y los ucranianos— a menudo son consideradas “los buenos inmigrantes”. Este término, que se escucha recurrentemente en discusiones mediáticas y políticas, implica implícitamente que hay otros grupos migrantes que no encajan en esta categoría, una distinción que puede ser dañina y reductiva.
Históricamente, la clasificación de inmigrantes “deseables” o “indeseables” ha variado y ha estado muy influenciada por factores raciales, sociales y políticos, más que por razones objetivas o humanitarias. Así, dentro de esta conversación surge una pregunta importante sobre quién define qué significa ser “bueno” o “malo” en el contexto migratorio. Mi propia experiencia como hijo de inmigrantes hongkoneses me ha hecho reflexionar profundamente sobre estos conceptos. Crecer cerca de Liverpool, una ciudad con una comunidad china que data del siglo XIX y una historia de vínculos coloniales británicos, ofrece un ejemplo claro de que la aceptación y el rechazo pueden coexistir. Durante la Segunda Guerra Mundial, cientos de marineros chinos que contribuyeron al esfuerzo bélico británico fueron injustamente expulsados y repatriados en un acto de racismo institucionalizado, separado de cualquier consideración humanitaria.
Las familias quedaron desarraigadas y el Estado mantuvo estas decisiones en secreto durante décadas, parte de un patrón más amplio de exclusión y olvido. Esto ilustra cómo el Reino Unido ha cosechado beneficios económicos, culturales y sociales provenientes de su pasado colonial desde el siglo XVIII hasta mediados del XX. Sin embargo, cuando llega el momento de enfrentar las consecuencias políticas, sociales y morales de esa herencia, muchos prefieren ignorar la responsabilidad. La nostalgia por el imperio y el orgullo por el nivel de vida obtenido contrastan con la renuencia a reconocer los costos humanos y las desigualdades derivadas del colonialismo. En el debate sobre inmigración, estos antecedentes históricos aportan una perspectiva fundamental: la mayoría de las comunidades migrantes contemporáneas, incluida la china, la hongkonesa y la ucraniana, han pasado de ser “forasteros” o “extranjeros” a miembros valiosos y a veces invisibles de la sociedad británica.
La movilidad y la integración social, cultural y económica no son procesos lineales ni simples, y la idea de que solo ciertos grupos migrantes sean considerados “buenos” contribuye a perpetuar divisiones y estigmatización. Por otro lado, el discurso público a menudo simplifica la complejidad de la migración para sostener intereses políticos o culturales específicos. Frases como “isla de extraños” evocan miedo y desconfianza hacia lo diferente, sin reconocer que el Reino Unido siempre ha sido una sociedad multicultural y multinacional. La diversidad actual es parte de un continuo histórico que ha enriquecido al país en innumerables aspectos, desde la gastronomía hasta la ciencia, pasando por las artes y la economía. El cierre o reducción drástica de la inmigración tendría repercusiones económicas notables.
No solo perdería el país a trabajadores esenciales sino también a estudiantes internacionales cuyo gasto impacta múltiples sectores. Además, limitar el acceso por vías humanitarias no solo contradice los valores internacionales recogidos por el Reino Unido como parte de la Convención de Refugiados, sino que también dañaría su reputación global y su propia sociedad civil. Es importante cuestionar también la idea subyacente y errónea de que los inmigrantes son responsables de hacer que las ciudades se conviertan en lugares más “extraños” o ajenos a la cultura local. Esa visión ignora la fluidez y transformación natural de las sociedades en interacción constante. Cuando personas de diferentes orígenes crean barrios, abren restaurantes o desarrollan tradiciones, contribuyen a una riqueza cultural que suele ser fuente de orgullo y bienestar colectivo, aunque a veces choque con percepciones más conservadoras o nacionalistas.
Esa diversidad, que incluye desde barrios chinos hasta comunidades de curry reconocidas mundialmente en el Reino Unido, no debería verse como una amenaza, sino como un puente hacia una sociedad más inclusiva y abierta. Reconocer la aportación histórica y actual de migrantes es también una forma de hacer justicia con el pasado y promover una convivencia más equitativa y respetuosa. En definitiva, el reto está en desmantelar las narrativas simplistas y divisorias sobre la inmigración. Llamar a ciertos grupos “los buenos” perpetúa jerarquías y exclusiones que carecen de fundamento real y que alimentan los prejuicios. Lo que se necesita es un enfoque informado, empático y responsable que considere los múltiples factores económicos, históricos, sociales y humanos detrás de los movimientos migratorios.