Desde que Karl Schwarzschild formuló en 1916 la fórmula que definía el radio crítico a partir del cual una masa se convierte en un agujero negro, la comunidad científica ha estado obsesionada con entender en profundidad las circunstancias exactas que provocan el colapso gravitatorio de una región del espacio. A pesar de los intensos avances tanto en física teórica como matemática, sigue siendo un desafío responder con total certeza cuándo y cómo una concentración de materia llegará a formar un agujero negro. Esta incertidumbre histórica ha persistido incluso un siglo después de que Einstein publicara su Teoría General de la Relatividad, que proporciona el marco conceptual para comprender la gravedad a gran escala. Recientemente, un grupo de matemáticos liderado por Marcus Khuri, junto a Sven Hirsch, Demetre Kazaras y Yiyue Zhang, han presentado nuevas pruebas que permiten establecer criterios más precisos y generalizables para predecir la formación de estos objetos cósmicos, basándose únicamente en la concentración de materia en el espacio y aplicándose también a dimensiones superiores a las tres espaciales conocidas habitualmente. El concepto de agujero negro no solo fascina por sus propiedades físicas sino también por sus implicaciones filosóficas y científicas.
En el centro de un agujero negro, la densidad se aproxima a lo infinito, y las leyes físicas que conocemos dejan de aplicar, dando lugar a una singularidad. Esta característica, que hace que los agujeros negros sean laboratorios únicos para la física, implica también grandes retos matemáticos para describir con exactitud su formación y propiedades. La herramienta teórica clave para entender las condiciones necesarias para que un agujero negro se forme se encuentra en los trabajos pioneros del matemático Roger Penrose durante los años 60. En 1964, Penrose formuló los famosos Teoremas de la Singularidad, que demostraban que la presencia de una superficie atrapada cerrada con cierta curvatura extrema en el espacio-tiempo implica la inevitable existencia de una singularidad. Sin embargo, ese mismo día Penrose decidió convocar un problema del que ni él mismo tenía una respuesta definitiva: cómo determinar cuándo una superficie atrapada cerrada se forma en primer lugar.
Es decir, si se pudiera identificar cuándo y dónde las condiciones dentro de un volumen espacial hacen que el colapso dirija a la formación de un agujero negro, sería un salto gigantesco en la comprensión del fenómeno. Un avance conceptual lo ofreció Kip Thorne en 1972 con lo que denominó la "conjetura del aro" o "hoop conjecture". Según Thorne, si la materia contenida dentro de un objeto puede colocarse dentro de un aro (o hula hoop) de tamaño crítico, sin importar la orientación de este aro, la formación de un agujero negro es inevitable. Esta intuición es fácil de entender pero muy difícil de verificar con rigor matemático. La conjetura de Thorne, aunque señalaba un fenómeno fundamental, carecía de precisión en varios aspectos, y el reto era cuantificar efectos para objetos no esféricos o asimétricos.
En 1983, dos matemáticos de gran trayectoria, Richard Schoen y Shing-Tung Yau, dieron un paso crucial al formular lo que se conoce ahora como el teorema de existencia de agujeros negros. Ellos demostraron matemáticamente cómo la materia debe estar compactada para crear la curvatura necesaria que genere una superficie atrapada, utilizando técnicas avanzadas de geometría diferencial. Un punto importante del trabajo de Schoen y Yau fue la definición del tamaño de una región del espacio usando el radio del toro más grande que encajaba en ella, popularmente conocido como una "dona" o "torus". Sin embargo, este método, aunque elegante, fue considerado por muchos expertos como poco intuitivo y difícil de aplicar a casos prácticos o datos observacionales. El trabajo más reciente presentado por Khuri, Hirsch, Kazaras y Zhang propone una alternativa que simplifica significativamente esta medición crítica.
Su investigación retoma la ecuación de Jang, un desarrollo anterior en la física matemática que sorprendentemente conecta los puntos donde la solución a la ecuación diverge o tiende a infinito con la ubicación de una superficie atrapada. En esencia, ellos buscan condiciones en las que la solución de esta ecuación no es finita, lo que indica la presencia de una superficie crítica para la formación del agujero negro. Lo innovador de su aproximación es que, en lugar de usar toros para medir el tamaño de las regiones de materia, emplean cubos, que pueden deformarse libremente. Esta idea está alineada con la conjetura original de Thorne, pero ahora con "aros cuadrangulares" en lugar de circulares. Además, se basa en la desigualdad del cubo propuesta por el matemático Mikhail Gromov, una relación fundamental entre el tamaño de un cubo y la curvatura del espacio dentro y alrededor de él.
Esta técnica ofrece un método mucho más intuitivo y práctico de determinar cuándo la concentración de materia dentro del espacio es suficiente para provocar una superficie atrapada. Basta medir la distancia entre los lados opuestos del cubo para calcular si la materia está suficientemente compactada, criterio mucho más sencillo que encontrar el mayor torus posible. Según el matemático Pengzi Miao, esta herramienta es “mucho más fácil de aplicar y verificar”, lo que puede impulsar investigaciones futuras en la materia y abre la puerta para acercar los estudios teóricos con aplicaciones físicas o astrofísicas. Más allá de las tres dimensiones espaciales usuales, el equipo también amplió sus resultados para probar la existencia de agujeros negros en hasta siete dimensiones espaciales. Esto es notable porque sugiere que la presencia de estos objetos no se limita a nuestro universo evidente, sino que puede extenderse a realidades con dimensiones superiores, algo que está en línea con teorías modernas como la teoría de cuerdas o la gravedad cuántica.
Sin embargo, más allá de siete dimensiones, las singularidades matemáticas comienzan a aparecer con mayor frecuencia, lo que limita por ahora la generalización de sus resultados. Un siguiente desafío importante es avanzar hacia la demostración de la formación de agujeros negros en base a la masa cuasi-local, que incluye no solo la energía del material sino también la energía de la radiación gravitacional. Este avance sería clave para comprender de manera integral los procesos de colapso gravitatorio en el universo real, pero enfrenta la dificultad de que no existe una definición universalmente aceptada de masa cuasi-local, lo que ha sido fuente de debate y estudio durante décadas. Otra interrogante abierta que sigue en la esfera de investigaciones es si para formar un agujero negro en el espacio tridimensional es necesario que la materia se compacte en las tres direcciones espaciales, como afirmó Thorne, o si la compresión en dos dimensiones o incluso en una sola podría ser suficiente. Hasta la fecha, toda la evidencia que se tiene apunta a que la compresión en las tres dimensiones es fundamental, pero aún no está probado riguroso.
Resolver este tipo de preguntas es clave para entender los límites precisos de la formación de agujeros negros y para evaluar fenómenos como las ondas gravitacionales o las dinámicas de colapso en condiciones extremas. El trabajo de Khuri y su equipo representa un hito en la búsqueda por delimitar con rigor matemático cuándo una masa se convierte en un agujero negro, acercándose a lo que Penrose y Thorne imaginaron décadas atrás. Al simplificar las herramientas para detectar condiciones críticas de colapso y extender el marco a dimensiones superiores, establecen un puente importante entre la teoría matemática pura y la física del cosmos. Esto no solo contribuye a resolver problemas abiertos de larga data sino que también ofrece nuevas vías para explorar el universo a través de los lentes de la geometría y la relatividad. Mientras la humanidad sigue escudriñando los misterios del cosmos, comprender con mayor exactitud la formación de agujeros negros es esencial para desentrañar los secretos del espacio-tiempo, la gravedad y la naturaleza misma de la realidad.
La relación entre matemáticas avanzadas, física teórica y observación astronómica nunca ha sido tan estrecha y prometedora. En un futuro cercano, estos avances podrían incluso tener repercusiones en tecnologías inspiradas por la física extrema o en la comprensión de fenómenos que se escapan actualmente del conocimiento humano. El legado de Schwarzschild, Penrose, Thorne y muchos otros está ahora ampliado por esta nueva generación de matemáticos que abren nuevas fronteras en la concepción de los límites del universo, demostrando que la exploración intelectual continúa siendo el camino para descubrir lo desconocido. La formación de un agujero negro, más que un mero fenómeno astronómico, es un misterio matemático que poco a poco revela sus trazos gracias a estas innovaciones.