Hace casi dos años, al instalarme en Costa Rica, experimenté un cambio inesperado en mi relación con los dispositivos inteligentes que llevo en la muñeca. Tras años de uso constante del Apple Watch, decidí dejarlo a un lado y volver a usar un reloj tradicional. Esta experiencia, que transformó mi percepción sobre los relojes inteligentes y la tecnología wearable, merece una reflexión profunda. La historia no solo habla del dispositivo en sí, sino también de cómo la tecnología interactúa con nuestra vida, salud y productividad. Mi historia con los relojes comenzó mucho antes de la popularización de las smartwatches.
Siempre he tenido un aprecio especial por los relojes como piezas de expresión personal más allá de simplemente mostrar la hora. Desde un Casio en mi juventud, pasando por Seiko y Timex, cada reloj se adaptaba a diferentes momentos y estados de ánimo. Los relojes representaban para mí una combinación de funcionalidad y estética, algo que, para ser sincero, sentí que se perdió con la llegada de los relojes inteligentes. Cuando las smartwatches comenzaron a aparecer, al principio las rechacé. Su diseño, especialmente de Apple, con esa forma cuadrada que se alejaba del clásico estilo redondo, no me atraía.
Además, sentía que carecían de alma y personalidad, aspectos que valoro profundamente en un reloj. Sin embargo, los confinamientos forzados por la pandemia de COVID-19 me llevaron a reconsiderar la utilidad de este tipo de dispositivos, principalmente por el interés en el seguimiento de actividad física. Así, probé primero un Samsung Galaxy Watch, compatible con mi teléfono Android, y después migré al ecosistema Apple con un iPhone y Apple Watch. Durante más de dos años, el Apple Watch estuvo conmigo en todas partes excepto cuando dormía. Sin embargo, poco a poco, empecé a cuestionar la utilidad real de este accesorio que parecía más una herramienta corporativa que un dispositivo orientado a mejorar mi calidad de vida.
Uno de los grandes atractivos del Apple Watch –y en general de los relojes inteligentes– es el seguimiento de la salud. Sensores que prometen medir la frecuencia cardíaca, contar pasos, calcular calorías y hasta controlar el oxígeno en sangre. Estos dispositivos incluso ofrecen puntuaciones de energía o niveles de batería corporal, intentando simplificar el estado físico y mental en un número o gráfico entendible. Pero aquí está el problema: ninguno de estos datos se acerca a ser perfecto o médico en verdad. La imprecisión en la medición de datos de salud puede llevar a confusión y estrés.
En varias situaciones, observé que mi Apple Watch reportaba datos erráticos o inconsistentes. Por ejemplo, al intentar registrar la saturación de oxígeno al escalar un volcán, los resultados fluctuaron dramáticamente en segundos, incluso mostrando valores que podrían indicar peligro, aunque mi estado físico no reflejaba ninguna alarma. Este grado de imprecisión mina la confianza en el aparato. Adicionalmente, la comodidad para el seguimiento no siempre acompaña. Cargar el Apple Watch diariamente obliga a sacrificar o elegir entre recibir alertas durante el día y realizar un monitoreo continuo del sueño, que para mí fue incómodo y poco práctico.
Durante entrenamientos como boxeo, usar el reloj bajo guantes es incómodo, lo que me llevó a buscar alternativas como usar una banda para el pecho integrada a otras aplicaciones. El interés por mejorar este seguimiento me hizo considerar otras opciones, como el anillo Oura, diseñado para la monitorización del sueño. Este dispositivo ofrece una puntuación matutina basada en parámetros nocturnos, pero también puede generar ansiedad en quienes adoptan la calificación como un juez absoluto de su estado físico. Esto puede provocar que, a pesar de sentirse descansados, se desencadene un efecto contraproducente donde se opta por no ejercitarse basado en un puntaje aparentemente bajo. Por otro lado, la constante conexión que promueven las smartwatches puede ser un arma de doble filo.
En un inicio, manejaba las notificaciones desde la muñeca con agrado, decidiendo si una alerta merecía mi atención o no. Sin embargo, con el tiempo, este flujo constante de vibraciones y mensajes se volvió irritante. La proliferación de apps con funcionalidades ocultas para el reloj generaba interrupciones frecuentes que me sacaban del foco de mis actividades, generando una sensación de estar más esclavizado al dispositivo que beneficiado. Funciones implementadas para facilitar la vida, como el desbloqueo automático de dispositivos Apple, aunque tecnológicamente impresionantes, terminaron siendo molestas. El reloj vibraba al sacar el teléfono para simplemente ver la hora y esto desbloqueaba el dispositivo sin mayor intención, haciendo que me preguntara si realmente necesitaba estos «comodines» tecnológicos cuando FaceID es sumamente acertado.
También observé un fenómeno mucho más social y psicológico que tecnológico: la interacción con personas que usan smartwatches se vio afectada por la fragmentación de atención. En mis limitadas interacciones sociales tras mudarme a un nuevo país, apreciaba cada oportunidad para conectar verdaderamente con otros. Sin embargo, la frecuente distracción de notificaciones en sus relojes hacía que esas conversaciones fueran menos genuinas y comprometidas, atentando contra la calidad humana de esos momentos. Además, el Apple Watch me dejó una duda importante: ¿es realmente una herramienta útil o simplemente un accesorio de moda? Mi teléfono sigue siendo mi herramienta principal, capaz de realizar múltiples tareas, desde responder correos hasta gestionar pagos y llamadas. El reloj tradicional complementa la vestimenta, refleja personalidad y puede ser un punto de conversación, mientras que el Apple Watch, con su apariencia homogénea, pierde esa capacidad de distinción.
En aspectos prácticos, muchas funciones del Apple Watch se eclipsan frente al teléfono. Por ejemplo, la navegación en bicicleta o automóvil es más eficiente desde una pantalla grande y fija que desde una pantalla pequeña en la muñeca. Controlar música es mucho más cómodo desde los AirPods que desde la pantalla táctil del reloj. Incluso al pagar con dispositivos, el diseño de la mayoría de terminales dificulta usar el reloj en la mano izquierda adecuadamente, lo que obligaba a gestos incómodos para acercar el reloj al sensor. La suma de estos factores me llevó a cuestionar la necesidad de mantener un dispositivo que no se adapta a mis necesidades reales y que, en algunos casos, genera más estrés que beneficios.
Decidí entonces vender mi Apple Watch y volver a un solo reloj tradicional que sirva como instrumento de expresión personal y que no exija ni provoque distracciones constantes. Finalmente, mi conclusión es que los relojes inteligentes, tal como están hoy, parecen productos diseñados para una industria que promueve una vida saturada de interrupciones y demandas inmediatas, especialmente en entornos corporativos que tienden a complicar la existencia con reuniones y comunicaciones constantes. La tecnología debería facilitar la vida y no complicarla con datos imprecisos y distracciones continuas. El futuro de la tecnología wearable es prometedor, pero requiere un enfoque centrado en la comodidad, precisión y beneficios reales para la salud física y mental. Mientras tanto, para quienes buscamos equilibrio, un reloj tradicional sigue siendo una opción válida y significante, que expresa estilo, valor y sencillez, sin sacrificar la funcionalidad que realmente importa.
A aquellos que consideran usar o abandonar su smartwatch, les invito a reflexionar en cómo estos dispositivos afectan su bienestar y hábitos diarios. La tecnología debe ser una aliada, no un enemigo que exige atención constante. Más allá de modas o tendencias, lo más importante es encontrar la herramienta que ayude a vivir mejor, no a complicar más la existencia.