En los últimos años, la escena internacional ha estado marcada por una creciente tensión y rivalidad entre las principales potencias mundiales, en particular entre Estados Unidos y China. Esta dinámica se ha visto reflejada en declaraciones contundentes de líderes mundiales que buscan redefinir el equilibrio global y cuestionar las posiciones tradicionales de poder. Un ejemplo claro de esta tendencia son las recientes palabras del presidente chino, Xi Jinping, quien ha comparado la hegemonía estadounidense con fuerzas fascistas, una afirmación que ha generado debates intensos y repercusiones a nivel internacional. La declaración de Xi Jinping no es un hecho aislado ni un simple acto retórico. En el marco de una cumbre con Vladimir Putin, presidente de Rusia, Xi utilizó un lenguaje expresivo para describir lo que considera un sistema de dominación unilateral liderado por Estados Unidos que, según su acusación, busca imponer su voluntad a través de la coerción y la intimidación.
Para Xi, esta actuación representa una forma moderna de autoritarismo que recuerda a las prácticas fascistas del pasado, caracterizadas por la opresión, el nacionalismo exacerbado y la negación de la soberanía de otras naciones. Esta comparación tiene un peso particular si consideramos la historia y el significado del término fascismo. Originalmente, el fascismo se define como un régimen político autoritario y nacionalista, caracterizado por la supresión de las libertades individuales, el control absoluto del Estado y la promoción de la fuerza militar como instrumento principal de política. Al aludir a la hegemonía estadounidense en estos términos, Xi apunta a denunciar lo que percibe como un orden internacional injusto en el que una sola potencia busca mantener su supremacía a expensas de la autonomía y los intereses de otros países. Es importante entender que las relaciones internacionales se han transformado profundamente desde la Segunda Guerra Mundial.
La arquitectura global establecida tras el conflicto buscaba precisamente evitar la repetición de totalitarismos y agresiones unilaterales mediante la creación de organismos multilaterales como las Naciones Unidas y mediante la promoción de un sistema basado en normas y en la cooperación internacional. Sin embargo, para China y algunos otros actores emergentes, este sistema sigue siendo una herramienta para perpetuar el dominio de Estados Unidos y sus aliados, limitando las posibilidades de países en desarrollo para avanzar en sus propios términos. El discurso de Xi Jinping refleja también el contexto más amplio de la competencia estratégica entre Estados Unidos y China. Esta rivalidad abarca ámbitos económicos, tecnológicos, militares y diplomáticos, con un impacto global que afecta a distintas regiones y sectores. China busca afirmar su influencia en Asia y en el mundo, promoviendo iniciativas como la Franja y la Ruta para fortalecer sus lazos comerciales y su presencia geopolítica.
Por su parte, Estados Unidos intenta mantener su predominio mediante alianzas tradicionales y nuevas estrategias enfocadas en contrarrestar la expansión china. La acusación de fascismo puede entenderse además como una crítica al intervencionismo militar y las políticas exteriores de Estados Unidos en las últimas décadas. Desde las guerras en Medio Oriente hasta la presión sobre países soberanos a través de sanciones económicas y golpes diplomáticos, Washington ha sido acusado por sus detractores de actuar de manera hegemónica y, en ciertos casos, unilateral. Esta percepción alimenta narrativas que buscan legitimar una resistencia al orden establecido y promover una agenda multipolar. No obstante, el uso de un término tan fuerte como "fascismo" también tiene dimensiones estratégicas y comunicativas.
En la política internacional, las palabras cargadas de simbolismo funcionan como herramientas para movilizar apoyos internos y proyectar una imagen de fortaleza frente al adversario. Así, Xi Jinping apela a un sentimiento nacionalista y antiimperialista dentro de China, reforzando el consenso social en torno a su liderazgo y a la defensa del país contra lo que se presenta como amenazas externas. La respuesta de Estados Unidos a estas acusaciones no se ha hecho esperar y sigue enmarcada dentro de la lógica de desacreditación y rivalidad que caracteriza las relaciones actuales. El gobierno estadounidense resalta la importancia de la democracia, la libertad y los derechos humanos como valores fundamentales de su política exterior, contraponiéndose a la visión que Xi ofrece sobre orden y estabilidad. Esta confrontación discursiva refleja un choque profundo entre visiones del mundo que difícilmente pueden reconciliarse sin importantes concesiones y acuerdos.
Por otro lado, la comunidad internacional observa con atención estas tensiones, conscientes de que la retórica confrontacional puede elevar la incertidumbre y afectar la cooperación en temas globales cruciales como el cambio climático, la seguridad cibernética o la gestión de pandemias. La capacidad de las potencias para encontrar canales de diálogo efectivos será clave para evitar escaladas que pongan en riesgo la estabilidad internacional. Además, el papel de otros actores, como Rusia, la Unión Europea, India y países en desarrollo, es fundamental para comprender la complejidad del escenario actual. Cada uno intenta navegar entre la influencia estadounidense y china, buscando sacar provecho de las oportunidades económicas mientras gestionan sus propias prioridades políticas y estratégicas. En conclusión, la comparación realizada por Xi Jinping entre la hegemonía estadounidense y las fuerzas fascistas representa un síntoma de las profundas divisiones y desafíos del orden internacional contemporáneo.
Más allá del valor literal de la expresión, su uso resalta una disputa por el poder, la legitimidad y la visión de futuro que define el siglo XXI. En un mundo interconectado pero fragmentado, la búsqueda de un equilibrio entre competencia y cooperación será esencial para garantizar un desarrollo pacífico y sostenible para las naciones y sus ciudadanos.