En la compleja estructura social moderna, la interacción entre expertos y élites es un fenómeno que moldea la forma en que se perciben y funcionan las instituciones, las políticas públicas y la opinión colectiva. Aunque a menudo se utilizan indistintamente o se confunden, expertos y élites representan dos mundos diferentes, con dinámicas, motivaciones y maneras de actuar que no solo difieren, sino que en muchas ocasiones chocan o generan tensiones fundamentales. Comprender esta división es crucial para analizar el funcionamiento interno de la sociedad y por qué ciertos mensajes, decisiones o narrativas logran prevalecer o fracasar. Primero, es importante definir qué entendemos por expertos y élites. Los expertos son aquellos individuos que se especializan en un campo del conocimiento, dominan detalles técnicos y metodologías específicas, y son evaluados principalmente por sus pares en términos de precisión, rigor y validez de sus aportaciones.
Su objetivo central es la búsqueda de la verdad mediante la verificación, réplica y defensa ante críticas rigurosas. Un científico, un investigador o un especialista en una rama técnica representan mejor esta categoría. Para ellos, el conocimiento es la moneda principal y su trabajo gira en torno a profundizar y entender a fondo. Por otro lado, las élites se definen no por su conocimiento técnico, sino por su capacidad para impresionar y liderar en diversos terrenos sociales. La riqueza, el carisma, la fluidez social, las conexiones y el capital cultural son algunos de los atributos que las distinguen.
Las élites están valoradas por su habilidad para influir en grupos amplios, construir consensos, manejar percepciones y liderar coaliciones. No necesariamente dominan un área técnica, pero su capacidad para mover a las personas y tomar decisiones estratégicas les da una posición de poder. Un político de alto rango, un ejecutivo corporativo o un líder cultural ilustran este grupo. Es crucial destacar que esta distinción no es estática ni rígida. El espectro entre expertos y élites es amplio y muchas personas transitan entre ambos mundos, aunque con dificultades.
Por ejemplo, un académico además de ser experto puede intentar convertirse en un intelectual público, adoptando un lenguaje más accesible, buscando audiencias más amplias y participando en debates sociales. Sin embargo, incluso los expertos de mayor prestigio, como ganadores de premios Nobel, enfrentan retos al intentar expresar opiniones fuera de su área de dominio técnico, pues su estatus de experto no garantiza una aceptación automática en espacios más elitistas. El lenguaje y la forma de comunicación también revelan esta diferencia. Los expertos suelen hablar con precisión, análisis profundo y con frecuencia expresan disensos o críticas abiertas como parte esencial de su labor. Esta comunicación está orientada a la veracidad y al detalle.
Contrariamente, las élites prefieren una comunicación más fluida, menos técnica y con mayor énfasis en valores compartidos, emociones y creación de consenso. Esto no implica deshonestidad, sino que refleja sus objetivos distintos: mientras los expertos buscan acercarse a la verdad objetiva, las élites están interesadas en mantener la cohesión social y movilizar apoyos. Esta divergencia se observa claramente en ámbitos como la política, los medios de comunicación y las organizaciones corporativas. Durante la pandemia de Covid-19, por ejemplo, muchos expertos médicos mostraron escepticismo ante ciertas medidas como los confinamientos estrictos, mientras que las élites políticas y mediáticas adoptaron y proyectaron una narrativa más homogénea que priorizaba el consenso social y las emociones públicas. De forma casi instantánea, el discurso experto se modificó para alinearse con la necesidad política y social impuesta desde la élite.
Este fenómeno evidenció cómo, cuando las élites toman partido, el espacio de autonomía y verdad técnica suele ceder ante la fuerza de la legitimidad social y política. En el mundo corporativo también se refleja esta dinámica. Los expertos técnicos, a menudo en la base o en niveles medios, poseen un dominio indispensable del funcionamiento y los detalles operativos. Sin embargo, a medida que se asciende en la jerarquía, el conocimiento específico pierde valor frente a la habilidad para negociar, gestionar relaciones y representar la organización ante diversos públicos. La promoción, entonces, no solo reconoce competencia técnica, sino también atributos como la habilidad social, el juicio político y la capacidad de transmitir confianza.
Un fenómeno relacionado es la forma en que las ideas y propuestas innovadoras encuentran aceptación. A menudo, para que una propuesta de un experto que viene de un entorno menos prestigioso tenga éxito, necesita ser avalada o adoptada por alguien con estatus elitista, que pueda darle credibilidad y visibilidad. Esta transferencia de prestigio es común en empresas que recurren a firmas consultoras reconocidas para legitimar propuestas provenientes de su propio personal. El prestigio actúa como un escudo ante riesgos y como un catalizador para que las ideas avancen. Esta diferencia entre expertos y élites también se observa en cómo se percibe la ambición.
Los expertos pueden ser abiertamente ambiciosos en el sentido de búsqueda de reconocimiento por sus logros técnicos. Las élites, en cambio, suelen ocultar su ambición, proyectando una imagen de vocación desinteresada hacia la comunidad o el bien común. La autenticidad de esta actitud es menos relevante que su función social, la cual es generar prestigio y legitimidad para mantener su posición. A nivel psicológico y social, el deseo de estatus y prestigio del que provienen las élites tiene raíces profundas en la evolución humana. La búsqueda de posición social es una conducta instintiva y universal, mientras que la especialización técnica es una construcción cultural más reciente.
Por eso, el estatus elitista combina no solo conocimientos, sino también rasgos como la apariencia física, el estilo de comunicación, las redes sociales y la sutileza política. En consecuencia, la batalla por la legitimidad entre diferentes grupos élites puede confundirse con movimientos populares, pero en realidad suele tratarse de luchas internas dentro de círculos de poder, donde un grupo busca deslegitimar a otro para atraer la deferencia de “las masas”. Esta dinámica complica la comprensión de fenómenos políticos y sociales modernos, mostrando que la división real no es socioeconómica hacia abajo, sino entre distintas clases dirigentes. Comprender la diferencia fundamental entre expertos y élites aporta claridad sobre por qué ciertas políticas o narrativas se imponen a pesar de controversias técnicas y cómo la autoridad se construye y se mantiene en sociedades contemporáneas. Desvela también las razones por las cuales a veces, aun frente a datos científicos rigurosos, prevalecen decisiones basadas en juicios sociales y políticos que apelan a valores y emociones antes que a la precisión técnica.
En un mundo en el que la información circula a gran velocidad y la confianza en la autoridad parece erosionarse, es fundamental distinguir cuándo un argumento nace de un conocimiento profundo y contrastado y cuándo responde a intereses, estrategias o dinámicas de poder. Al entender los juegos distintos que juegan expertos y élites, podemos ser más críticos, discernir mejor y participar de forma más informada en debates públicos y sociales. Por último, esta reflexión invita a valorar la importancia que cada papel desempeña. Los expertos son imprescindibles para el avance del conocimiento, la innovación y la resolución técnica de problemas. Las élites, por su parte, son quienes pueden transformar esos avances en políticas efectivas, acuerdos y movimientos sociales.
Reconocer sus diferencias y complementariedades nos abre la puerta a un diálogo más honesto y efectivo, donde se respeten los tiempos, lenguajes y reglas de cada uno, buscando una interacción que potencie los beneficios para la sociedad en su conjunto.