Helen Oxenbury es una figura fundamental en el mundo de la ilustración infantil. Su trabajo, que abarca más de seis décadas, ha marcado un antes y un después en la representación visual de la infancia, convirtiéndose en sinónimo de autenticidad, emoción y naturalidad. Su contribución al arte de ilustrar cuentos para niños ha influenciado a generaciones enteras, tanto de lectores como de artistas, gracias a una técnica que apuesta por lo manual frente a la digitalización masiva. Más allá de su capacidad artística, Oxenbury ofrece una visión clara sobre cómo conectar con el público infantil, una propuesta que va a contracorriente en la era tecnológica actual y que invita a reflexionar sobre la esencia de la creación artística para niños. Nacida en un tiempo donde la tecnología no dominaba la vida cotidiana, Oxenbury desarrolló su sensibilidad artística sobre la base del dibujo tradicional y la observación directa de la realidad infantil.
La ausencia de televisión y dispositivos digitales en su infancia la obligó, por decirlo de alguna forma, a nutrirse de la imaginación, el papel y la pintura. Esta formación espontánea y autodidacta se tradujo en un estilo personal, fresco y cercano, alejado de la frialdad que a veces pueden transmitir las ilustraciones digitales. Su técnica destaca por el uso de acuarelas y gouache, medios que le permiten capturar la calidez y la espontaneidad de la infancia con una paleta suave y detalles expresivos. Uno de los aspectos más interesantes de la carrera de Helen Oxenbury es cómo llegó a la ilustración de libros infantiles. Sin formación académica formal en ilustración, fue la necesidad y la observación las que la guiaron.
Su marido, John Burningham, también ilustrador reconocido, tuvo un papel decisivo en su desarrollo profesional. En un momento en que no podían permitirse cuidado infantil para sus hijos, la sugerencia de dedicarse a la ilustración infantil en casa surgió casi por necesidad. Desde ese momento, su carrera tomó un rumbo firme y ascendente, sin que ella se detuviera a estudiar técnicas formales, sino perfeccionando su estilo a través de la práctica y la experiencia. La conexión de Oxenbury con la realidad infantil es profunda y auténtica. Para ella, los niños de hoy son iguales a los de hace cien años.
Los intereses, miedos, alegrías y tristezas permanecen constantes a lo largo del tiempo. Esta visión la lleva a crear ilustraciones que no solo entretienen, sino que reflejan con precisión la experiencia infantil, desde sus pequeños gestos hasta sus emociones más complejas. Su honestidad en la representación de la realidad, sin idealizar ni simplificar en exceso, genera un vínculo emocional tanto con los pequeños lectores como con los adultos que los acompañan. Entre sus obras más emblemáticas se encuentran ilustraciones para textos como "Estamos de Caza de un Oso" de Michael Rosen, "Mucho" de Trish Cooke y "Diez Deditos y Diez Dedos de los Pies" de Mem Fox. Estos libros, que han trascendido generaciones, evidencian su capacidad para captar el ritmo y la musicalidad de la narrativa infantil.
Lo más notable es que Oxenbury no solo ilustra lo que se lee, sino que añade matices visuales que enriquecen la experiencia lectora, aportando detalles que hacen reír, reflexionar o simplemente acompañar el texto con sensibilidad. Un dato curioso es cómo algunos autores inicialmente dudaron sobre su propuesta visual. Por ejemplo, Michael Rosen tuvo una reacción inesperada ante sus ilustraciones para "Estamos de Caza de un Oso", ya que esperaba una imagen muy diferente. Sin embargo, la confianza del equipo editorial en el trabajo de Oxenbury y su intuición artística permitieron que la obra saliera adelante tal cual fue concebida, lo que finalmente llevó a la creación de una obra clásica y muy querida. Helen Oxenbury cree firmemente en la importancia de mantener la autenticidad en el arte infantil.
No solo eso, aconseja explícitamente a los nuevos ilustradores evitar el uso excesivo del ordenador o las herramientas digitales en su proceso creativo. Su frase icónica “Keep away from the bloody computer!” (¡Mantente alejado de la maldita computadora!) refleja una postura firme sobre el valor que tiene la creación manual para transmitir emociones reales y conectar con los niños en un nivel profundo. Ella considera que el arte digital puede perder esa esencia emocional que solo el contacto directo con los materiales y la imperfección humana pueden ofrecer. En cuanto a su enfoque sobre la relación con el texto, Oxenbury explica que el contenido influye mucho más allá de la elección de colores o técnicas. El carácter de los personajes, la atmósfera y el tono del libro dictan si emplea acuarelas o gouache, o incluso si incorpora influencias culturales específicas, como fue el caso de un libro con reminiscencias japonesas que realizó junto con su marido.
Para ella, ilustrar no es solo un complemento visual, sino un diálogo con el texto que enriquece la historia y amplifica su mensaje. Otro punto fundamental en su carrera ha sido la capacidad para incluir sutiles guiños dirigidos a los adultos, sin perder el enfoque en el niño como público principal. En entrevistas ha mencionado que se permite dejar detalles “para los padres”, perceptibles solo para ellos y que hacen la lectura compartida más rica y divertida. Esta dualidad de lectura es un elemento que ha contribuido a que sus libros mantengan vigencia y encanto tanto para los niños como para quienes los leen con ellos. La obra de Oxenbury no solo ha dejado una marca en las páginas de los libros; actualmente, se puede disfrutar en la exposición “Helen Oxenbury: Illustrating the Land of Childhood”, que se exhibe en Burgh House, Londres.
La muestra reúne décadas de trabajo y es un testimonio tangible del impacto que su arte ha tenido en la cultura infantil inglesa y más allá. La curaduría del evento destaca la evolución de su estilo, la diversidad de sus proyectos y su capacidad para trasladar la infancia a escenas universales y atemporales. En este sentido, la carrera de Oxenbury es también una historia de perseverancia y amor por la profesión. Nunca esperó que sus dibujos calaran tan profundamente, ni que sus libros se convirtieran en referencias universales. Para ella, el simple hecho de poder trabajar y ganarse la vida haciendo lo que ama es motivo suficiente para sentirse implicada y satisfecha.
Esta humildad y pasión por el oficio son contagiosas y un ejemplo para ilustradores emergentes. Su mensaje principal para quienes desean entrar en el mundo de la ilustración infantil es claro y valioso: confiar en uno mismo, expresarse con sinceridad y, sobre todo, no dejarse llevar por las modas tecnológicas que a menudo pueden desvirtuar la conexión con el público. A pesar de que el mundo avanza hacia la digitalización absoluta, Helen defiende el poder de la emoción, la imperfección y la experimentación manual para crear imágenes que verdaderamente conmueven, divierten y acompañan a los niños en su crecimiento. La ilustradora también recalca que todos los niños, sin importar la época, sienten y experimentan emociones similares. Por ello, el arte infantil debe ser algo universal y honesto, que hable desde la empatía y el respeto hacia la infancia.
Su enfoque demuestra que no se necesita una tecnología sofisticada para crear obras memorables, sino una conexión genuina con la esencia de lo que significa ser niño. En conclusión, Helen Oxenbury representa una voz esencial en la ilustración infantil, tanto por su contribución artística como por su filosofía creativa. Su insistencia en alejarse de la computadora y apostar por el dibujo manual encierra una enseñanza vital para el sector creativo: la importancia de mantener la humanidad y la emoción en cada trazo. Su legado es un recordatorio de que ilustrar para la infancia es mucho más que técnica; es capturar la magia y la realidad de los primeros años de vida con autenticidad y ternura. Su obra seguirá siendo un referente para generaciones futuras, no solo por su calidad artística, sino por su capacidad para conectar con el lector en un nivel emocional profundo.
La invitación de Helen Oxenbury a seguir pincelando historias al margen del ordenador es, en última instancia, un llamado a preservar el espíritu del arte infantil en su forma más pura y enriquecedora.