Los sistemas complejos están en el corazón de muchas de las actividades más esenciales y cotidianas de nuestra sociedad, desde el transporte y la atención médica hasta la generación de energía. Sin embargo, a pesar de su sofisticación y múltiples capas de defensa, estos sistemas son inherentemente propensos a fallas. Comprender por qué fallan los sistemas complejos no solo es crucial para mejorar la seguridad y eficiencia, sino también para aceptar la naturaleza dinámica y a veces impredecible de su funcionamiento. En primer lugar, es fundamental reconocer que los sistemas complejos son intrínsecamente peligrosos. Esto significa que, por más avanzados y diseñados para minimizar riesgos que estén, siempre contendrán elementos y procesos que pueden conducir a condiciones peligrosas.
No es una cuestión de defectos aislados, sino más bien una característica inherente a la complejidad y la interacción constante entre sus componentes técnicos, humanos y organizativos. Para protegerse de estos peligros, los sistemas complejos cuentan con múltiples barreras de defensa, que abarcan desde mecanismos técnicos como sistemas de respaldo y dispositivos de seguridad hasta elementos humanos como la formación y el conocimiento especializado. Más allá de estos, también existen defensas institucionales y reglamentarias, incluyendo políticas, procedimientos y certificaciones. Todas estas capas funcionan de manera coordinada para redirigir las operaciones y evitar que los pequeños errores desencadenen eventos catastróficos. No obstante, la ocurrencia de una catástrofe rara vez es atribuible a una única causa.
La falla severa generalmente resulta de la combinación de múltiples fallos pequeños y aparentemente insignificantes que, cuando se juntan, abren el camino para un accidente sistémico. Esta realidad desafía la idea tradicional de buscar una causa raíz aislada después de un accidente. Más bien, el fracaso surge cuando varios factores interactúan simultáneamente, lo que pone de manifiesto la falsedad del concepto simplista de una única causa determinante. Esta complejidad inherente implica también que dentro del mismo sistema coexisten permanentemente una serie de fallas latentes. Estas no necesariamente llevan a fallos evidentes ni accidentes porque, individualmente, resultan insuficientes para generar un problema serio.
Sin embargo, su presencia representa una especie de “degradación” continua del sistema, que sigue operando aparentemente sin problemas gracias a las redundancias incorporadas y a la capacidad adaptativa de las personas que lo manejan. Así, un sistema complejo suele funcionar en un modo degradado, es decir, con ciertos elementos defectuosos o ausentes, pero sin que esto implique una paralización o catástrofe inmediata. Precisamente, esta dualidad en el funcionamiento del sistema pone de relieve el papel crítico de los operadores humanos. Ellos cumplen un rol doble: son tanto productores que buscan cumplir con los objetivos del sistema como defensores que intentan evitar fallos y accidentes. Esta función simultánea implica que sus acciones siempre están cargadas de incertidumbre y representan apuestas constantes en contextos cambiantes.
Después de un accidente, estas decisiones tienden a juzgarse con el beneficio del conocimiento posterior, generándose un sesgo que sobreestima lo que los operadores “deberían haber sabido” en su momento. Este fenómeno, conocido como sesgo retrospectivo, distorsiona la evaluación realista y justa del desempeño humano. La adaptabilidad humana es el elemento dinámico y vital que permite que los sistemas complejos sigan funcionando a pesar de las condiciones adversas. Los operadores ajustan continuamente las operaciones para equilibrar las demandas de producción y la necesidad de prevenir fallas, respondiendo a cambios en el entorno y situaciones inesperadas. Estas adaptaciones pueden tomar la forma de reorganizar recursos, priorizar ciertas áreas o introducir nuevas rutas para el manejo de errores.
Esta capacidad de adaptación no solo es necesaria, sino que también crea seguridad día a día, convirtiendo a la acción humana en un generador constante de estabilidad dentro del sistema. No menos importante es el hecho de que la experiencia y el conocimiento dentro de los sistemas complejos están en evolución constante. La rotación de personal, la introducción de nuevas tecnologías y el aprendizaje continuo hacen que el nivel de expertise varíe en cualquier momento. Esto influye directamente en la capacidad para anticipar peligros y manejar situaciones de riesgo, por lo que la inversión en formación y desarrollo profesional es vital para mantener la resiliencia del sistema. El cambio tecnológico, aunque impulsado por la búsqueda de mayor eficiencia y menor incidencia de fallas frecuentes, puede paradójicamente introducir nuevos riesgos y vías para fallos catastróficos.
A menudo, estas nuevas formas de fracaso son difíciles de prever y evaluar, pues tienden a ser eventos poco comunes pero de gran impacto. La atención suele centrarse en los beneficios inmediatos, lo que puede impedir una correcta percepción del potencial peligro asociado a innovaciones implementadas. Finalmente, la seguridad en estos sistemas debe entenderse como una propiedad emergente de todo el conjunto y no como la suma de elementos aislados. No es algo que pueda comprarse o implementarse de manera fragmentada, sino que resulta de las interacciones continuas y dinámicas entre las personas, la tecnología y las estructuras organizativas. La gestión de la seguridad requiere un enfoque integral y flexible, consciente de que tanto el peligro como las defensas cambian constantemente en respuesta a las condiciones del entorno.
En conclusión, el fracaso en sistemas complejos no es simplemente cuestión de evitar errores humanos o corregir fallos técnicos. Se trata de comprender la naturaleza dinámica y multifacética de la operación, donde múltiples factores interactúan y donde las personas desempeñan un papel fundamental en mantener el equilibrio entre producción y seguridad. Reconocer y valorar esta complejidad, así como fomentar la adaptabilidad, la experiencia y una evaluación crítica sin sesgos retrospectivos, son los pilares para mejorar la seguridad y funcionalidad en cualquier sistema complejo.