En las últimas décadas, China ha emergido como una potencia global no solo en términos económicos y políticos, sino también en la forma en que gestiona su imagen internacional y aborda las críticas relacionadas con derechos humanos. Un fenómeno que ha captado la atención de expertos y medios internacionales es la proliferación de organizaciones no gubernamentales (ONG) controladas o influenciadas por el gobierno chino, que operan dentro del sistema de Naciones Unidas, especialmente en el Consejo de Derechos Humanos en Ginebra. Estas ONG, conocidas como "Gongos" (organizaciones gubernamentales no gubernamentales), cumplen un rol estratégico para Beijing, sirviendo como herramienta para desinformar, intimidar y silenciar las voces críticas, tanto dentro como fuera del organismo internacional. El contexto es sumamente delicado: China enfrenta múltiples acusaciones por violaciones sistemáticas a los derechos humanos, desde la situación de la minoría uigur en la región de Xinjiang, pasando por el control estricto y represivo en Hong Kong, hasta la opresión de comunidades tibetanas. Reportes independientes y destacadas figuras como la ex Alta Comisionada para los Derechos Humanos de la ONU, Michelle Bachelet, han documentado presuntas "crímenes contra la humanidad" y violaciones graves que el gobierno chino busca minimizar o negar mediante una campaña cuidadosamente articulada.
Este esquema de actuación ha sido visibilizado gracias a investigaciones internacionales coordinadas por consorcios de periodistas de investigación, como el International Consortium of Investigative Journalists (ICIJ). Su análisis exhaustivo identificó a más de 100 ONG registradas en el sistema de la ONU provenientes de China continental, Hong Kong, Macao y Taiwán, de las cuales una gran proporción mantiene vínculos directos con las autoridades chinas o el Partido Comunista. Este incremento sostenido en el número de ONG alineadas con Beijing coincide con un descenso alarmante en la participación activa de activistas independientes de derechos humanos chinos y exiliados, quienes se muestran cada vez más intimidados. En el Consejo de Derechos Humanos, donde se debaten frecuentemente las denuncias de abusos, estos grupos pro-gobierno se han convertido en actores disruptivos. Su función principal no solo es defender las políticas de China a capa y espada, sino también intervenir activamente para opacar testimonios de víctimas o activistas que denuncian la situación real sobre el terreno.
Esto se traduce en interrupciones durante las sesiones oficiales o la organización de eventos paralelos con la intención de contrarrestar las denuncias con discursos favorables al régimen chino. Pero más preocupante aún es el papel de estas ONG en la vigilancia directa e intimidación de quienes intentan participar en actividades vinculadas a la defensa de los derechos humanos. Se documentaron casos en los que activistas o juristas que se preparaban para presentar testimonios frente al Consejo recibieron seguimientos y hostigamientos tanto dentro de las sedes de la ONU como en espacios cercanos en Ginebra. La presencia de individuos vinculados a estas organizaciones afecta el ambiente de seguridad y libertad que debería prevalecer en las instancias internacionales. El miedo a posibles represalias es tangible.
Muchos activistas han optado por evitar vuelos a Ginebra o encuentros presenciales con organismos internacionales, prefiriendo mantener reuniones secretas o en espacios alternativos para protegerse. Las señales de advertencia son claras; el caso emblemático es el de Cao Shunli, activista china que falleció tras ser detenida por intentar llegar a Ginebra para participar en una revisión del expediente de derechos humanos de China ante la ONU. Su muerte hace casi una década marcó un punto de inflexión, mostrando el extremo a que puede llegar la represión y dejando un efecto paralizante para la comunidad de defensores. La saturación de ONG pro-China también ha generado críticas por su impacto corrosivo en el equilibrio necesario para un diálogo honesto y plural dentro del Consejo. Detrás de una fachada de participación diversa, se esconde un intento estratégico de Beijing por moldear la narrativa internacional, negando hechos documentados y creando una cortina de humo que dificulta la implementación de recomendaciones o sanciones significativas.
Desde la perspectiva de seguridad y diplomacia, la maniobra también implica una sofisticada red de vigilancia y recopilación de información sobre los opositores. Los grupos identificados actúan muchas veces como extensiones de las instituciones de inteligencia chinas, emitiendo señales de control que generan incertidumbre y autocensura. Esta práctica no solo silencia a las víctimas sino que afecta la credibilidad y eficacia de la ONU como foro protector de los derechos fundamentales. Además, el fenómeno se enmarca en una estrategia global de China para expandir su influencia y consolidar su imagen como actor responsable en el escenario internacional, aprovechando sus recursos y acceso para imponer su versión de los hechos. La diplomacia del "soft power" se mezcla con tácticas de presión y espionaje, lo que complica la respuesta de las instituciones multilaterales y de los Estados democráticos que defienden los valores universales.